martes, 25 de noviembre de 2014

El color de la nieve


EL COLOR DE LA NIEVE

Y otra vez ese sueño.
A veces, me despierto en mitad de la noche sin saber qué hacer. Los ojos se me nublan y siento un enorme pinchazo en lo más profundo de mi corazón. Entonces, me levanto de la cama muy despacio, con cuidado de no despertar a mi padre, y me dirijo al salón. Y la veo a ella una vez más. En realidad, ninguna noche quiero despedirme. Ninguna noche es buena para decir adiós.
Desde pequeño, solía contar las estrellas del cielo con mi madre. Ella siempre me hacía sentir bien todas las madrugadas, cuando nos sentábamos en el banco que había junto a la puerta de casa y mirábamos hacia arriba. Luego mi padre nos traía un chocolate bien calentito, y acto seguida daba mis primeros indicios de sueño. Mi madre me contemplaba y sonreía, y pasados unos minutos me llevaba a mi cama. Todavía recuerdo su cabello casi blanco como la nieve que rodeaba nuestro hogar. Todavía recuerdo sus ojos claros y su blusa, incluso sus palabras, que siempre eran las mismas: ''no tengo frío. Estoy muy bien aquí, ya estoy acostumbrada''. La vida en la cabaña era agradable, sobre todo si su corazón cálido seguía latiendo. Era mi fuego preferido para calmar aquel frío que ella parecía ignorar.
Todo se asemejaba al canto de los ángeles; un paraíso eterno del que no se podía escapar porque no se podía ser más feliz. Pero, desgraciadamente, aquel nefasto año la ventisca se la llevó para siempre. Una terrible enfermedad me la arrebató. La noche de su muerte el viento nevado soplaba con más fuerza...y mi corazón moría de pena, rozando cada recuerdo con el dolor. Mi madre, segundos antes de que el cielo se la llevara para siempre, me transmitió todo el amor que le quedaba por transmitirme mediante sus ojos y me juró que me cuidaría desde arriba. Por aquel entonces yo tenía siete años.
- Mamá, ¿a dónde te vas?
- Cariño...- me dijo con la voz débil.- ¿Te acuerdas cuando mirábamos las estrellas desde el banco? ¿Te acuerdas que negro era el cielo y que brillante?
- ¡Sí, mami!- grité con impaciencia.
- Pues allí me encontrarás cada vez que quieras hablar conmigo, pequeño. Sólo tienes que mirar para arriba, y allí estaré para ti...sólo para ti.
- ¿Y como sabré que me oyes, mami?
- Cuando veas que parpadee mi brillo, Kyle. Así sabrás que te respondo.- dijo mi madre, haciendo un esfuerzo por no perder el aliento.
- ¿Me prometes que estarás ahí? ¿Me lo prometes?
- Te lo prometo, cariño.
Recuerdo ver a mi padre llorar como un niño pequeño cuando mi madre cerró los ojos. Incluso después de expirar seguía siendo tan bella como una rosa. Parecía que estaba durmiendo, con sus suaves manos puestas sobre el pecho y su expresión de la cara tan pura y natural. Yo le cogí la mano, para ver si reaccionaba, pero llegué a la conclusión de que ya no estaba ahí, sino que se encontraba entre las estrellas, en aquel cielo tan brillante y oscuro que ella me había descrito.
A la semana de morir mi madre, mi padre encargó al pintor más famoso de la zona un cuadro. Un cuadro que mes y medio después sería un retrato de la mujer más hermosa del mundo. El pintor se basó en una foto que mi padre tenía guardada en el cajón de su dormitorio. Aquella foto me recordaba a mis años de infancia muchísimo, y cada vez que la veo escapo alguna lagrimilla. El cuadro ocupaba casi toda la pared central del salón y tenía como protagonista a mi madre, con su blusa veraniega tan característica. Una sonrisa de oreja a oreja le atravesaba su lindo rostro. Los mismos ojos, el mismo cabello; sin duda, era ella plasmada en arte. El arte más hermoso que un ser humano pudo jamás contemplar.
A partir de ese momento, antes de acostarme, todas las noches, contemplaba el cielo varias veces para buscar el sitio que mi madre me había dicho. Y entonces, divisaba un punto de luz más grande que los demás. Ahí estaba ella. Seguro que, en algún lugar del espacio y del tiempo, ella me estaba esperando ahí. Le relataba todo lo que me había pasado en el día y todas las pequeñas broncas que había tenido con mi padre, que desde su muerte todas las noches se encerraba en su habitación a llorar y a lamentarse por su soledad. Aquella estrella parpadeaba; era mi madre, que había escuchado lo que le decía. Un escalofrío tan dulce como sus ojos me atravesó el cuerpo.
Pero, sin duda, el tormento que me hacía recurrir a ella muchas más veces de las previstas era mi pesadilla. Casi todas las madrugadas, cuando conciliaba el sueño, mi corazón se llenaba de oscuridad y soñaba con una muerte de mi madre distinta a la que yo conocía. ¿Qué estaba pasando? Mi madre había muerto debido a una enfermedad, no por causa de una avalancha en la nieve. Confuso, le conté al cielo lo que me pasaba, pero esta vez no me contestó. Parecía que mi madre se había olvidado de mi. Su retrato tampoco me decía nada. En medio de la noche, me escapaba para conversar con el cuadro, del que ninguna madrugada me quería despedir. Ninguna. Pensé en lo duro que era dormirme sin sus ojos mirándome o su cabello provocando la cotidiana brisa de dulzura.
Mi pesadilla duró meses y meses, hasta que un día mi vida cambió, o lo que quedaba de ella. El atardecer de un veinticinco de diciembre cogí a mi padre por el brazo y le miré intensamente. Era la Navidad de mis dieciocho cumpleaños. Él se paró en seco y, con el rostro lleno de lágrimas, me invitó a sentarme en el banco que yo tantas veces había degustado con mi madre.
- Hijo mío, hay algo que nunca me atreví a decirte.
- Yo tampoco, papá.
- ¿Qué es lo que me tienes que contar?
- Hace tiempo que tengo una pesadilla de mamá bastante horrible...Sueño que ella se queda atrapada en la nieve y una avalancha acaba con su vida...
Mi padre se quedó pensativo y me miró con resignación.
- Realmente tu madre murió así.
Me quedé petrificado. Algo dentro de mi estalló en mil pedazos cuando mi padre pronunció esas palabras.
- Hijo, no sé como decirte esto...
- No te lo calles, papá. Dímelo.
- Aquel día, cuando mamá se dirigía a casa de la ciudad, una ventisca le sorprendió. Buscando refugio en cualquier sitio cercano, fue a parar a una especie de peña. Y, para su sorpresa, una avalancha que descendía ladera abajo acabó con ella. Pero no sólo ella sufrió tal desgracia...
- ¿Quién murió con ella?
- Hijo...aquel día...tú estabas con ella.
- ¿Estás diciendo que yo morí también? Pero, papá, es imposible...
Definitivamente, llegué a pensar que la pérdida de mi madre había trastornado al pobre y desgraciado de mi padre. Pero pronto descubriría que no era así. Que yo era el que estaba trastornado y que mi existencia tendría que haber acabado hace mucho tiempo.
- Contempla tus manos.
- ¿Qué les pasa? ¡Están normales!
- Fíjate bien.
Contemplé mis manos una y otra vez, pero no encontré nada extraño.
- No veo nada raro, papá. ¿Qué tratas de decirme?
- Espera aquí. Vuelvo ahora.
Mi padre tardó en venir. Quizás cuando volviera a hacer acto de presencia me diría que todo aquello era una broma de mal gusto causada por su trágica pena. Pero no fue así. Cuando volvió al banco, me entregó un espejo algo viejo y desgastado, y me dijo que me mirara en él. La imagen que se formó en el espejo no era yo, sino un niño.
- Ese no soy yo. Es imposible.
- Sigues teniendo siete años.
- ¡Yo tengo dieciocho! ¡Papá, es imposible!- grité llorando.- ¡Deja de hacerme daño!
- Es el único espejo en toda la casa en la que puedes verte como eres, Kyle. Y es porque tu madre se miró por última vez en él antes de morir. El recuerdo de su reflejo es la pista que necesitabas para darte cuenta de que ya no perteneces a este mundo.
- Entonces...¿lo dices en serio? ¿Estoy muerto de verdad?
- Sí. Y soy yo el único que puedo verte. Tú y mamá moristeis aquel día debido a las heridas que os causaron las piedras. Pero te resististe a irte con ella y te quedaste aquí. He ahí la razón por la cual tienes esa horrible pesadilla. Ella te está llamando.- dijo mi padre, con dos sendas húmedas que le adornaban el rostro y que contenían el mayor dolor del mundo.
Ahora lo comprendía. Todo estaba relacionado. El cuadro, las estrellas, el sueño...todo me llevaban a ella. Quería que me fuera con ella para abandonar este mundo, del cual me despedí físicamente hace tiempo.
- Supongo que ya es hora de irse.- le dije a mi padre acariciándole. En esos momentos me di cuenta de que, a partir de ese momento, mi padre iba a ser un cuerpo vacío toda su vida. Su corazón ya se había ido con nuestra muerte.
Me levanté del banco y miré al frente. Una mujer, con una amplia sonrisa y con una blusa blanca, me estaba esperando impaciente. Me tendió la mano y me animó a ir con ella. Ahora comprendí a lo que se refería mi madre cuando me dijo aquella frase: ''allí me encontrarás...te esperaré...en el cielo oscuro y brillante''. Me estaba llamando. Miré a mi padre por última vez y le pedí perdón por todo lo que había ocurrido. Él se puso de rodillas y aumentó su llanto, lamentando su existencia y pidiendo al cielo irse con nosotros. Pero aquel era nuestro momento, el mío y el de mi madre. La hora de volver a encontrarnos. La hora de ir a donde realmente pertenecía. Con una armoniosa sensación de libertad y de amor, me encaminé hacia mi madre, que mantenía la sonrisa firme. Y en el preciso momento en que empezaron a salir las estrellas, una luz blanca como el color de la nieve nos tragó a mi madre y a mí. Aquella noche, mi padre observó que en el cielo ya había dos estrellas brillantes como el fuego en vez de una. Respecto al cuadro de mi madre, ella ya no aparecía sola. Aupaba a un niño de unos siete años, y ambos sonreían. Aquella mujer tan bella parecía querer con todo su corazón a su hijo, y aquel niño que nunca creció... parecía ser el más feliz del mundo.  

jueves, 2 de octubre de 2014

El triunfo



EL TRIUNFO



Allí donde acaba la vida, empieza la verdadera esencia del arte.



Era de noche y todas las velas de la mansión de Lázaro estaban encendidas. El viejo de él fumaba a más no poder en la tranquila noche, donde todos sus pensamientos se convertían en centellas: ideas que pasaban por su cabeza y se estrellaban en las inmediaciones de su universo, o pinceladas de amor y de destrucción que parecía dar su cerebro sin su permiso. Frente a él, tres retratos de tres bellas mujeres pintadas por la gracia de su autor: él mismo. Había cuidado aquella textura, volumen y color hasta más no poder; incluso había sacrificado todos sus sentidos para que aquel conjunto quedara lo más semejante a la perfección.
El primer cuadro correspondía al retrato de una mujer muy joven, casi rozando los veinte años, que reía con un ramo de flores en la mano y que tenía aquella mirada perdida que suelen tener las colegialas cuando miran hacia su futuro. Le había dado por nombre Elyenne, como la modelo que había posado para él a la hora de planificar aquella obra de arte. La muchacha iba vestida de blanco, como una paloma en medio de un paisaje verde que no se podía definir. Su risa era pura, sus labios finos y delicados, y sus ojos verdes como los olivos que adornaban las grandes llanuras en los alrededores de la mansión.
La segunda mujer era algo más mayor, de unos treinta y pocos años. A diferencia de la primera, poseía una sonrisa algo más apagada, perfumada de tiempo y misterio. Su cabello era negro y largo y tenía los ojos cerrados. Lázaro pensó que quizás aquel retrato era el mejor de los tres por el embrujo que desprendía, por la gran fuerza pictórica que transmitía: aquella mujer quería salir del cuadro en un desfile de cisnes, los mismos cisnes que se veían en el paisaje de lejos. Lázaro sabía que aquel cuadro, de nombre Ivette, había sido su creación más pura y maravillosa; la sensación perfecta para un público crítico.
Por último, el tercer retrato presentaba a una mujer anciana, rozando la muerte, de nombre Proserpina. El cuadro estaba sin acabar, dejándose ver los pequeños huecos que la mujer dejaba entre la cabeza y el cuello y los dos ojos. El paisaje del cuadro era sombrío, mucho más oscuro que las dos anteriores. Las ropas de la anciana estaban envueltas en la penumbra y su mirada taciturna había sellado su sonrisa. Lázaro pensó que en cuanto acabara aquella obra, su cumbre en la pintura se coronaría. Todos los mejores críticos de arte y periodistas de todas partes del mundo vendrían a felicitarle y a querer lanzarle ofertas para añadir aquellas maravillas a su colección privada. Pero, aquellas mujeres que simbolizaban el paso del tiempo del ser humano, guardaban un secreto que se había forjado precisamente cuando su pintor las creaba.
Veinte años atrás, Lázaro era un pintor algo más joven y con mucha menos barba. La juventud de alguien con tanto talento era la excusa perfecta para entrar a formar parte de la Galería del Cisne, una asociación de pintores que exponían todos los años en el centro de la ciudad. Allí, en aquel edificio destinado a tal encuentro, los mejores pinceles de todas las ciudades del mundo se hacían hueco en el maravilloso mundo del arte. Pero, como todo sello de bienvenida, la Galería del Cisne necesitaba dejar maravillado al público en su reunión anual con una pintura que mereciera la pena llegar al corazón del ser más pétreo. Y ese año de locura y bohemia, Lázaro estaba dispuesto a dejar boquiabiertos a la alta sociedad artística con una obra creada en su propio corazón.
A pesar de todos los esfuerzos por buscar ideas y la motivación de que mantener la esperanza era la mejor de las opciones, Lázaro no obtuvo buenos resultados los meses siguientes. Se encerraba en la mansión que su tío le había heredado, aislado del mundo real, envuelto en sus pinceles y en sus lienzos, tachando y mejorando los garabatos que conseguía hacer y que le costaban toda una vida. A veces no bebía ni comía nada durante horas, entregándole su aliento al cuadro con el objetivo de presentar aquella obra sin futuro en el congreso de la Galería del Cisne. Pensaba y pensaba una y otra vez, pero sólo consiguió establecer su estilo de expresión plástica: un retrato.
Cuando sólo quedaban cinco meses para la reunión de la Galería, Lázaro encontró la chispa que necesitaba para hacer explotar su maravilla. La inspiración se debía a Elyenne, una bella muchacha que todos los martes visitaba el Parque Central para contemplar la elegancia que los cisnes manifestaban en el estanque. Allí, con una mirada dulce que podría cautivar a un ángel, Elyenne desprendía su perfume a pincel y musa griega que cautivó a Lázaro. Dos días después, el pintor cogió el lienzo y su paleta de colores puros, y empezó a retratarla con la delicadeza que presenta una joven de apenas veinte años como ella. Cuando acabó su cuerpo, pintó aquellos ojos verdes que destilaban la esencia de la naturaleza, y que podían enamorar con solo mirar. De hecho, Lázaro acabó volviéndose loco de amor por aquella joven de blanco que parecía posar para él en aquel estanque de cisnes. La modelo era perfecta. La mujer era perfecta. Pensaba enseñarle su creación una vez estuviera acabada, pero nunca se atrevió; quizás por miedo o por vergüenza. Tampoco la presentó a la Galería del Cisne. Veía que su talento había decaído un poco a la hora de pintar a Elyanne, quizás por el amor que Lázaro profesaba. Su debilidad se había convertido en un punto fuerte que le robaba el tiempo y la vida. Elyanne nunca supo que el pintor la amaba con todas sus fuerzas. Ni siquiera tomó contacto con él, excepto aquellas miradas de extrañeza que desde lejos lanzaba, con la curiosidad de una niña de seis años respecto a un desconocido que no paraba de mirarla.
El cuadro que sí presentaría Lázaro a la Galería del Cisne tres meses después de pintar a Elyanne fue el de Ivette. De todos los pintores que adornaban los altos cargos de la Galería, había uno en especial que había hecho muy buenas migas con Lázaro. Su nombre era Cann, cabeza y corazón de la revisión de todas las obras de arte que se comentaban en aquella magnífica reunión. Ivette, su hija, y ajena totalmente al trabajo de su padre, odiaba el arte del pincel con tanta ignorancia como su madre, fiel amante de la tradición y el conservadurismo. Pero Lázaro, en una de las sucesivas comidas que la familia dio el gusto en invitarle, le robó el corazón completamente. Gracias a todo lo que él le contaba, Ivette comenzaba a amar algo que antes no podía soportar: el arte. Y con ese arte, estaba sintiendo más que amistad por el dios que se encargaba de manifestarlo: el pintor.
Desgraciadamente, Ivette sufrió un accidente poco antes de casarse con Lázaro que la dejó ciega, sin posibilidad alguna de recuperación. Los ánimos de Ivette decayeron y su corazón, muerto de pena, ya no funcionaba por la gracia de Lázaro. Decidió posar para su marido como despedida de ese mundo que tanto había ignorado al principio y tan poco tiempo había tenido para entender. Debido a su ceguera, Lázaro la retrató con los ojos cerrados y con una sonrisa que mostraba el dolor que Ivette sentía dentro de su corazón: el dolor de no poder volver a ver, y de cómo eso le había afectado a su vida. En honor a ella, colocó el busto de su esposa delante de un estanque de cisnes, como símbolo del triunfo respecto a su primer amor, Elyanne. La fortaleza de aquella mujer tenía límites insospechados y consiguió vencer su depresión para morir. A pesar de todo, Lázaro presentó el cuadro de su mujer a la Galería del Cisne. Cann le preguntó por qué había elegido ese cuadro, a lo que Lázaro respondió que era el más adecuado por todo lo que transmitía: la mujer de su vida, aún en un estado irremediable de melancolía, había conseguido cautivar su corazón de una manera que sólo el arte había hecho hasta entonces. El lienzo mostraba la combinación perfecta de amor y arte, pilares esenciales para que la vida tenga sentido: Lázaro había retratado mediante la actividad artística a la mujer de la que se había enamorado con todas sus fuerzas, por lo que los dos conceptos quedaban plasmados a la perfección y al mismo nivel. Cann quedó asombrado por aquella reflexión y lo nombró miembro de honor de la Galería del Cisne. Años más tarde, se convertiría en director de la asociación.
La última inspiración que Lázaro recibió del cielo fue para retratar a Flor, su madre. Ya alejado de la Galería del Cisne y retirado en su mansión a las afueras de la ciudad, el pintor comenzó una obra que marcaría su vida profundamente. Su madre estaba muy enferma y al borde de la muerte. Antes de que el servicio se fuera de la casa, pusieron todas sus esperanzas en que la señora se recuperara, pero no fue así. Los últimos días de Flor tuvieron lugar en su habitación oscura, con las cortinas corridas y con el sonido de la lluvia atacando los cristales. Su tristeza era tal que a veces lloraba por las noches, cuando todos dormían. Lázaro la escuchaba, pero él sabía que aquellos chillidos eran el sonido de la Muerte, que venía a por ella.
Comenzó a retratarla una semana antes de que muriese, cuando la enfermedad y la debilidad perfumaban el cuerpo casi inerte de la pobre mujer. Lázaro, con pincel y lienzo en mano, observaba como aquel monstruo se llevaba a la mujer que le había dado el don de la vida. Sentía que algo se le iba por un pozo tenebroso y destructivo; que la vida poco a poco iba teniendo menos sentido, que los cisnes se habían ido y habían dejado un olor a podrido y muerte, que el arte estaba a punto de morir y que el único ápice de amor que Lázaro había empeñado en el cuadro era el mismo hecho de retratarla para inmortalizarla. Debido a su contenido tan oscuro y triste, Lázaro rebautizó a su madre en el cuadro con el nombre de Proserpina, en honor a la diosa de los muertos, esposa del mismísimo Hades.
Lázaro sintió que su corazón estallaba dentro cuando la desgraciada mujer dejó de respirar. Fue un golpe tan terrible que estuvo a punto de romper el cuadro, enloquecido por el miedo y el dolor que se fundían en una vara de hierro mortal dispuesto a quebrarle su vida. Flor había cerrado los ojos para siempre, mientras que Proserpina cada vez tenía más vida. Y esa idea de tener a su madre en el cuadro y no poder hablarle para que ella le respondiese estaba matando poco a poco a Lázaro. Para colmo, se enteró poco después de que aquella chiquilla que ahora era una mujer madura había muerto trágicamente. Elyenne había sido otra más que le había dado el beso a la Encapuchada demasiado rápido.
A pesar de toda la melancolía traidora que reinaba en lo más profundo de su corazón, Lázaro se propuso acabar el cuadro de su madre hasta el final. Pensó que gracias a aquel trío de cuadros tan personales y tan perfectos acabaría coronando el reconocimiento que una vez empezó a cosechar en la Galería del Cisne. Empezaría de nuevo su vida e invertiría su tiempo y su dinero en cuadros más alegres y vistosos que Proserpina, adornados de sonrisas y colores.
Era de noche y todas las velas de la mansión de Lázaro estaban encendidas. El viejo de él fumaba a más no poder en la tranquila noche, donde todos sus pensamientos se convertían en centellas: ideas que pasaban por su cabeza y se estrellaban en las inmediaciones de su universo, o pinceladas de amor y de destrucción que parecía dar su cerebro sin su permiso. Frente a él, tres retratos de tres bellas mujeres pintadas por la gracia de su autor: él mismo. Había cuidado aquella textura, volumen y color hasta más no poder; incluso había sacrificado todos sus sentidos para que aquel conjunto quedara lo más semejante a la perfección.
Las tres mujeres que habían marcado un antes y un después en su vida habían muerto. Lázaro, con decisión, avanzó hacia Proserpina e inició su recta final. Tres horas y media estuvo pintando las partes que faltaban de aquel tétrico y espeluznante cuadro. Tres horas de cautela y perfección que se hicieron eternas en la soledad de la mansión. Por momentos, Lázaro tenía la impresión de que el cadáver de su madre le estaba mirando acabar el cuadro, vigilando que todo tuviera la atmósfera a muerte deseada. Más de una vez Lázaro miró para atrás, convencido de que Flor no estaba muerta, sino congelada en el tiempo, en el recuerdo de aquella habitación que la había visto morir.
Cuando terminó de dar la última pincelada, el reloj que rompía el silencio del salón se paró. Y se hizo el misterio. Los tres cuadros empezaron a relucir, brillantes como dos diamantes blancos y fuertes. Elyanne, con su mirada perdida, se regocijaba en su paisaje. Ivette, con los ojos cerrados y muertos, suplicaba salir de aquel marco que la estaba volviendo a matar. Flor, encerrada bajo el alma de la reina de los muertos, parecía resucitar como una heroína. Entonces Lázaro lo entendió a la perfección. Había puesto tanto empeño en perfeccionar aquellas obras de arte que se había olvidado de lo más importante: la esencia que cada una tenía. Definitivamente, los cuadros que él había pintado tenían vida propia. Pero esa vida había empezado inmediatamente después de que sus respectivos modelos hubieran muerto. En otras palabras, el arte había superado a la materialidad.
Confuso y temeroso, Lázaro corrió por los pasillos de la mansión, hechizado de horror ante sus creaciones, que lo perseguían por el edificio como almas en pena, en busca de su autor. El pintor, desesperado, subió al segundo piso y se asomó al balcón. Contempló a La Luna, blanca e inocente, atenta por si algún gitano visitaba la fragua. Pensó que huir al único sitio donde la vida no podía entrar: la muerte
Todo estaba escrito en ese mismo momento. Aquellas corrientes de aire con las formas de sus tres féminas estaban demasiado cerca de él, con el objetivo de fusionarse con su cuerpo. Así arte y artista quedarían unidos para siempre. Cerró los ojos convencido de su final. Reflexionó en los últimos instantes sobre su destrucción; sobre como el arte había triunfado sobre la cordura y sobre la realidad; y, especialmente, sobre la mismísima vida.  

lunes, 22 de septiembre de 2014

Nuestros días de gloria (Obra de teatro completa)

      






Nuestros días de gloria ACTO IV

ACTO IV

(La acción ocurre en una peña solitaria,
a las afueras de Hanteq)


ESCENA I


(Entran Sadira y Rodrigo)

SADIRA: ¿Dónde estamos?

RODRIGO: Parecen las afueras de la ciudad...

(Se oyen pasos)

SADIRA: ¡Vienen a por nosotros! ¿Cómo es posible? ¡Los soldados abandonaron palacio!

RODRIGO: ¡No hay salida! ¡Estamos acorralados!

SADIRA: ¡Qué desgracia! La guerra de sangre ha causado el odio que hoy se pone en nuestra contra. ¿Qué vía de escape nos queda?

RODRIGO: ¡La vía del amor eterno en la gloriosa salvación! ¡Ahí no nos cogerán!

SADIRA: El amor. El dueño de todas las cosas y el guardián de los corazones que inundan nuestro cuerpo. ¡Qué necesidad hay de derramar sangre y cortar cabezas si todos los hombres y mujeres respiran y hablan de la misma forma!

RODRIGO: Pero sienten diferente...Por eso hay tanto odio.

(Se oyen pasos más cercanos)

RODRIGO: No tenemos escapatoria. Subamos a nuestro destino.

SADIRA: ¡Entreguemos nuestro acto de amor a las estrellas y a la noche tan triste que hoy vivimos!

(Suben)

RODRIGO: Sadira, princesa mía. Hoy no acaba nuestro viaje. Te esperaré en la otra orilla, como Eurídice esperó a su Orfeo. ¡Que no te quepa duda que te sigo amando y que te amaré después de la muerte!

SADIRA: Yo te digo y te confieso que estoy enamorada perdidamente de ti y que te amo con toda la fuerza de mi alma. Seamos el ejemplo de la nueva generación; una generación que no entiende de razas cuando lo verdaderamente importante es la unión de dos corazones.

(Se besan)

SADIRA (llorando): Prométeme que vas a estar allí cuando yo despierte.

RODRIGO: Te lo prometo...no llores, no tengas miedo.

SADIRA: Ahora no tengo miedo. Estoy contigo aquí y ahora. Ya el miedo se esfumó.

RODRIGO: ¡Que nuestra muerte maldiga a los hijos de la guerra y glorifique a los que luchan por amor!

(Se abrazan y se precipitan juntos por la peña)



ESCENA II


(Entra Faris con el cortejo militar del rey Hakem)

FARIS: ¡Tarde llego! La orden que yo debía cumplir ya la desesperación la ha cumplido. (Se asoma) ¡Hades, recibe con mil puñales a los dos enamorados de la peña y hazles sufrir entre las llamas del averno!



ESCENA III


(Entra un soldado)

SOLDADO: Señor, traigo noticias de Hanteq. ¡La guerra ha acabado!

FARIS: ¿Cómo dices? ¿Quién consiguió el triunfo?

SOLDADO: Nadie, mi señor. Ambos retiraron los ejércitos tras el gran número de bajas.

FARIS: ¿Y el rey? ¡Qué ha pasado con el rey!

SOLDADO: El sultán se ha suicidado, mi señor. Un ataque de locura ha acabado con su triste vida.

FARIS (dándole una bofetada): ¡Lávate la boca antes de hablar de mi padre, canalla! ¡Serás ejecutado al amanecer!

SOLDADO: Mis respetos y disculpas, mi señor. (a los soldados) ¡Viva el nuevo sultán de Hanteq!

TODOS: ¡Viva! ¡Viva! ¡Viva! ¡Viva Faris de Hanteq!

FARIS: ¡Triste noticia la de la muerte de mi padre! ¡Y gloriosa noticia la de mi santa misión esta de dirigir Hanteq! (Mira al cielo) Y con esta triste canción de funeral, se cierra la noche y empieza el día (Se emociona al ver la luz del Sol) ¡Trágica realidad para los que lucharon por ganar en combate y para los únicos que huyeron de él para así unirse en la más dulce y amorosa sensación de la eternidad!

(Se va, cerrando los soldados la comitiva)


FIN

Nuestros días de gloria ACTO III

ACTO III

(La acción ocurre en el salón de palacio, Entran el sultán,
sus mujeres y su hija Sadira. Detrás van apareciendo
los consejeros del monarca, las criadas, algunos soldados,
bastantes invitados y Faris. Todos se van sentando
alrededor de la mesa y la música empieza
a oírse por parte de los músicos. Algunas bailarinas entran
en escena y atraen la mirada de algunos hombres.
Hakem se lleva aparte a Sadira y a Faris)


ESCENA I


HAKEM: ¡Llenémonos de gozo y de alegría! Esta noche se consolida la relación más importante de vuestras vidas.

SADIRA (aparte): ¡Desgracia la mía! ¡Ojalá termine pronto todo este infierno!

HAKEM: ¿Decías algo, mi delicada golondrina?

SADIRA: Mis labios han reaccionado a la retórica de tus palabras.

HAKEM: ¡Ese será el verbo que le concederás a mis futuros nietos!

FARIS (A Sadira): Sadira, pocas mujeres hay en la zona que igualen tu belleza. ¡Pocas no, ninguna! Juro por Gabriel, mensajero de salvación, cuidarte en la gloria más sagrada.

SADIRA (aparte): ¡Iluso de su propia utopía!

HAKEM: Pero bueno, menudo suegro estoy hecho. Dejaré solos a los novios, que tienen que hablar de sus asuntos privados antes de la boda.

(Se va)

FARIS: Sadira, un precioso regalo para ti ha llegado a mis manos.

SADIRA (aparte): Por la pinta que trae, seguro que lo ha robado.

(Faris saca un anillo y se lo pone en el dedo a la princesa)

SADIRA (aparte): ¡Tan precioso regalo para un corazón tan poco correspondido!

FARIS: ¿Es de tu gusto?

SADIRA: Es muy bonito, aunque mi persona merece de ti algo mejor.

FARIS: Puñales llenos de tristeza me acabas de clavar.

SADIRA: Así soy y seré.

FARIS: Debo hablar con los invitados. Te prometo más tarde un buen rato en la intimidad.

SADIRA (aparte): ¡Dudo mucho que me cautives en una sola noche, puesto que mi corazón ya tiene el dueño más oportuno! (A Faris) ¡Momento contigo tendré! ¡No te hagas ilusiones, puesto me huelen segundas intenciones!

(Faris hace el amago de besar a Sadira, pero ésta lo evita)

HAKEM (A Sabinah): ¡Sabinah! ¡Trae más pollo!

SABINAH: Enseguida, mi señor.

SADIRA (A su padre): Padre, he de retirarme con Faris. Mi futuro esposo busca intimidad.

HAKEM: ¡Orgulloso estoy de tu sana sumisión hacia tu padre! ¡Vete en la más absoluta paz!

(Se va la princesa)


ESCENA II


(Entran Sadira y Rodrigo disfrazado de criada)

SADIRA: ¡El jardín no es seguro! ¡Tenemos que marcharnos ya!

RODRIGO: Antes debo de soltar a una criada, de la cual me aproveché para maquinar el engaño. Espera aquí.

(Se va)


ESCENA III


(Entra Faris alarmado)

FARIS: ¡Princesa, gracias a los ángeles que te encuentro!

SADIRA: Necesitaba un poco el aire antes de dejarme convencer de tus groseras palabras. Esta noche no me rendiré a tus brazos, ni tampoco probarás mi ambrosía. ¡Que mil maldiciones choquen contra el agujero tan profundo que tienes en tu alma, y que toda la lujuria que tienes acumulada se convierta en una serpiente que te devore tu aliento de semental!

FARIS (agresivo): En mis encantos caerás. Y tu jardín de flores cientos de veces lo profanaré. ¡Si no ha sido por las buenas será por las malas!

SADIRA (gritando): ¡Rodrigo! ¡Rodrigo! ¡Auxilio, auxilio!

(Entra Rodrigo, el general Fernando, soldados cristianos, soldados árabes y Hakem con los invitados)

FARIS: ¡Sangre cristiana!

FERNANDO: ¡Preparaos para la batalla! ¡Esta noche asaltaremos palacio y me traeréis la cabeza del sultán!

RODRIGO: ¡Oh Sadira! ¡Esto tenía que llegar tarde o temprano! ¡Escapemos hacia la libertad antes de que el choque final se produzca!

(Corren)

HAKEM: ¿Qué es este alboroto? ¡Ratas inmundas! ¿Cómo osáis interrumpir mi banquete en honor a mi hija? ¡Soldados, coged las armas! ¡Esta noche se librará la batalla definitiva! (Ve a Sadira y a Rodrigo) ¿Y eso que veo? ¡Es mi princesa con un cristiano! ¡Y escapan juntos!

FARIS: ¡Todo era un engaño! ¡Yo he quedado como un vulgar payaso!

HAKEM: Mi hija con un cristiano, enamorada de una sucia rata...¡Mil demonios me degollen! ¡No habrá salvación ni para el maestro ni para el alumno! ¡Soldados, defended palacio de los enemigos! ¡Faris, monta en tu caballo y persigue a esos dos! ¡Y acaba con ellos antes de que La Luna muera!

FARIS: ¿Matar a vuestra hija?

HAKEM: Sadira ya no es mi hija...Ahora es una fugitiva.

FARIS: A sus órdenes, padre. Necesitaré refuerzos.

HAKEM: Coge a veinte soldados y acaba con esto. Y luego no vengas a verme para así no contemplar mis lágrimas de arrepentimiento.

FARIS: ¡Honor para el sultán! ¡Bienvenidos sean sus fieles súbditos y ejecutados los que fingen serlo!

(Se va)

HAKEM: ¿Qué has hecho, hija? ¿Qué locura hiciste? Yo que miraba por tu felicidad y cuidaba por tu corazón. ¿Fui un mal padre? ¿Alguna vez te fallé? (Se pone de rodillas y se tapa la cara con las manos) ¡Horror siento por esta sentencia que te mandé! ¡Tu sangre será la que hoy te atravesará con la espada...y que la hoy llorará por ti...¡hasta estremecer a las estrellas!


(Llora mientras los soldados luchan entre ellos)

Nuestros días de gloria ACTO II

ACTO II

(La acción ocurre en la habitación de la princesa Sadira la noche del
día siguiente. Entra su madre toda angustiada y preocupada con las criadas:
una es Sabinah, y otra desconocida.)


ESCENA I


SADIRA: ¡Madre, que grata tu visita a mis aposentos!

AZHAR: Calla, calla. Cierra la boca y escúchame bien. No hables hasta que yo haya acabado.

SADIRA: Mis oídos a tus pies, señora.

AZHAR (nerviosa): Escucha, niña. Sé que ayer te viste con uno de esos cristianos que tanta sangre están derramando en nuestros territorios. No te atrevas a negarme tal osadía, pues Aneesa y Sabinah me lo han contado todo. ¿Cómo puedes estar tan descerebrada? Imagínate que te hubiera descubierto un soldado o tu propio padre, que tanto gusta de pasear por el jardín. ¡Oh, hija, no sabía que eras tan desobediente! ¡Ni la menor idea tenía!

SADIRA: Madre, solo fui para decirle que se marchara. Estaba dando voces y nos estaba molestando a mis criadas y a mí.

AZHAR: ¿Por qué no avisaste a la guardia? ¿Por qué te expusiste a que esa rata te matara?

SADIRA: Madre, no soy una prisionera. Tengo permiso para circular por palacio. Y ya no soy una niña, así que sé perfectamente que no debo de confiar mis secretos a extraños enemigos.

AZHAR (abrazándola): Yo sólo quiero que estés bien, hija de mi alma. ¡No lo vuelvas a hacer! Haremos oídos sordos respecto a esto delante de todos, y fin.

SADIRA (llorando): Jurado por lo más sagrado.

(Se va Azhar)

SADIRA (sentándose en la cama): ¡Ay, que desgracia! ¡Qué desgracia!

SABINAH: ¿Algún problema, señora?

SADIRA: Sabinah, he esto pensando tanto...y creo que caí en mi peor error...el error que me llevará a mi desgracia y a mi vergüenza.

SABINAH: ¿Qué tiene?

SADIRA (mirando a la otra criada): ¿Quién es esta criada? ¿Es nueva?

CRIADA: Señora, su madre solicitó mis servicios para usted.

SADIRA: Tu aspecto es extraño. Me resultas familiar. ¿Nos hemos visto antes?
CRIADA: No, mi señora.

SADIRA: Tu acento me suena tan familiar...

SABINAH: No sé de ninguna criada que haya sido solicitada por vuestra madre.

(Se hace el silencio)

SABINAH: ¿Me contaba algo que le inquietaba, señora mía?

SADIRA: Ah, ah, sí, sí, Sabinah...Tengo que contarte algo, algo que agita mi corazón hasta los límites más extremos.

SABINAH: ¿Qué ocurre?

SADIRA: Ayer, cuando fui al encuentro de ese joven caballero cristiano, algo en su mirada me inquietó. Al principio creía que era miedo, pues era enemigo de mi padre, y por lo tanto, enemigo de mi sangre. Pero luego me di cuenta de que era algo más, algo que no podía describir con palabras. Sus palabras me conmovieron que cuando me despedí de él, sentí que no lo iba a volver a ver más; y eso, aunque no te lo puedas creer, me estaba doliendo en el alma.

SABINAH: Oh, señora, ¿no será que tiene mal de amores por ese soldado?

SADIRA: ¡Temo pensar que pueda haber quedado prendada de sus ojos!

SABINAH: ¡Qué desgracia, señora mía! Vuestro corazón enjaulado en sangre cristiana. ¡Qué desgracia cuando se entere vuestro padre, o vuestra madre!

SADIRA: Por favor, Sabinah, no digas nada. Te cedo este tesoro para que lo guardes hasta la tumba.

(La criada desconocida se quita algunos ropajes
y se descubre que es Rodrigo. La princesa y su criada
se sorprenden)

SABINAH: ¡Sangre cristiana! ¡Sangre cristiana!

SADIRA: ¡Baja la voz, cabra loca! ¡Cállate!

RODRIGO: No he podido evitar descubrirme al oír que estás enamorada de mí, un vulgar soldado...no lo merezco.

SADIRA: Te ganaste mi corazón por tus palabras. ¿No serás un mago de esos que embelesan con sus vocablos?

RODRIGO: Sólo soy un humilde cristiano perdidamente enamorado de su flor mora.

SADIRA: ¡Qué palabras tan dulces! Me haces olvidar la rebeldía de los de tu especie.

RODRIGO: Yo sólo te pertenezco a tí. ¡Entré disfrazado para llevarte conmigo y huir de aquí, fuera de guerras y sangre derramada! Vayamos allá donde nazca el Sol, allá donde no haya violencia...

SABINAH: ¡Viene el sultán! ¡Viene vuestro padre!
SADIRA: ¡Escóndete, escóndete! Y luego hablaremos.

(Rodrigo se esconde en un armario cercano)


ESCENA II


(Entra el sultán)

HAKEM: ¡Mi bella y estimada hija! ¡Precioso el vientre que te dio la vida y preciosa tu cara de ángel celestial!

SADIRA: Oh, padre, en mal momento vienes a verme.

HAKEM: ¿Qué te ocurre, mi delicada doncella?

SADIRA: Me encuentro muy mal. Debes de llamar al médico, porque tengo el vientre agitado...

HAKEM: ¡No te preocupes, Sadira, hija mía, mis buenas noticias te quitarán todas los dolores!

SADIRA: ¿Qué es?

HAKEM: ¡La semana que viene procederemos a darte en nupcias!

SADIRA: ¿En nupcias, mi señor? ¡Pero si soy muy joven para casarme! Os ruego paciencia, padre.

HAKEM: Debes obedecer a tu padre, Sadira, ya que él siempre piensa lo mejor para ti. ¡Alégrate! ¡Baila! ¡Canta! ¡Mañana celebraremos un banquete para celebrarlo!

SADIRA: ¿Y quién es mi futuro prometido?

HAKEM: Es sangre tuya lejana, y su nombre es Faris. ¡Mi hijo de distinta madre! ¡Un noble de buen linaje!

SADIRA (fingiendo): Mi alma queda tranquila y alegre por esa agradable noticia. Ahora quiero descansar, padre...si me disculpáis.

HAKEM: ¡Sí, sí! ¡Buenas noches tenga tu corazón, que descanse tranquilo! ¡Ya que la semana que viene tendrá dueño!

(Se va)

SADIRA (llorando en los brazos de Sabinah): ¡Qué voy a hacer! ¡Qué voy a hacer!

SABINAH: Tranquila, señora, ya pensaremos en algo.

RODRIGO (saliendo del escondite): ¡Sadira, ahora que sé tu nombre he de decirte que te protegeré con la armadura de mis entrañas! ¡Vente conmigo y crucemos el puente hacia las estrellas!

SABINAH: No puedo irme...no puedo dejar a mi padre...

RODRIGO: ¿Abandonas al amor de tu vida y te quedas con el hombre que te tiene cautiva?

SADIRA: Toma tus ropas, y vuelve a vestirte. Hazte pasar por el servicio hasta mañana por la noche, en el banquete. Y después de la celebración me iré contigo. Me iré contigo para no volver. ¡Tú me harás libre de toda esta guerra de sangre!

RODRIGO: ¡Hoy los corazones de la princesa Sadira y el soldado Rodrigo están de júbilo!

SADIRA: Oh, Rodrigo, ¡mi corazón ya es tuyo! ¡Cógelo con un beso!

(Se besan)

RODRIGO: He de irme para no sospechar, pero mañana ningún disfraz me alejará de ti, porque serás libre junto a mí.

SADIRA: Tú eres mi libertad. Hasta entonces.

(Rodrigo vuelve a vestirse y se va junto a Sabinah,

y ambos dejan que la princesa proceda a acostarse)