lunes, 22 de septiembre de 2014

Nuestros días de gloria (Obra de teatro completa)

      






Nuestros días de gloria ACTO IV

ACTO IV

(La acción ocurre en una peña solitaria,
a las afueras de Hanteq)


ESCENA I


(Entran Sadira y Rodrigo)

SADIRA: ¿Dónde estamos?

RODRIGO: Parecen las afueras de la ciudad...

(Se oyen pasos)

SADIRA: ¡Vienen a por nosotros! ¿Cómo es posible? ¡Los soldados abandonaron palacio!

RODRIGO: ¡No hay salida! ¡Estamos acorralados!

SADIRA: ¡Qué desgracia! La guerra de sangre ha causado el odio que hoy se pone en nuestra contra. ¿Qué vía de escape nos queda?

RODRIGO: ¡La vía del amor eterno en la gloriosa salvación! ¡Ahí no nos cogerán!

SADIRA: El amor. El dueño de todas las cosas y el guardián de los corazones que inundan nuestro cuerpo. ¡Qué necesidad hay de derramar sangre y cortar cabezas si todos los hombres y mujeres respiran y hablan de la misma forma!

RODRIGO: Pero sienten diferente...Por eso hay tanto odio.

(Se oyen pasos más cercanos)

RODRIGO: No tenemos escapatoria. Subamos a nuestro destino.

SADIRA: ¡Entreguemos nuestro acto de amor a las estrellas y a la noche tan triste que hoy vivimos!

(Suben)

RODRIGO: Sadira, princesa mía. Hoy no acaba nuestro viaje. Te esperaré en la otra orilla, como Eurídice esperó a su Orfeo. ¡Que no te quepa duda que te sigo amando y que te amaré después de la muerte!

SADIRA: Yo te digo y te confieso que estoy enamorada perdidamente de ti y que te amo con toda la fuerza de mi alma. Seamos el ejemplo de la nueva generación; una generación que no entiende de razas cuando lo verdaderamente importante es la unión de dos corazones.

(Se besan)

SADIRA (llorando): Prométeme que vas a estar allí cuando yo despierte.

RODRIGO: Te lo prometo...no llores, no tengas miedo.

SADIRA: Ahora no tengo miedo. Estoy contigo aquí y ahora. Ya el miedo se esfumó.

RODRIGO: ¡Que nuestra muerte maldiga a los hijos de la guerra y glorifique a los que luchan por amor!

(Se abrazan y se precipitan juntos por la peña)



ESCENA II


(Entra Faris con el cortejo militar del rey Hakem)

FARIS: ¡Tarde llego! La orden que yo debía cumplir ya la desesperación la ha cumplido. (Se asoma) ¡Hades, recibe con mil puñales a los dos enamorados de la peña y hazles sufrir entre las llamas del averno!



ESCENA III


(Entra un soldado)

SOLDADO: Señor, traigo noticias de Hanteq. ¡La guerra ha acabado!

FARIS: ¿Cómo dices? ¿Quién consiguió el triunfo?

SOLDADO: Nadie, mi señor. Ambos retiraron los ejércitos tras el gran número de bajas.

FARIS: ¿Y el rey? ¡Qué ha pasado con el rey!

SOLDADO: El sultán se ha suicidado, mi señor. Un ataque de locura ha acabado con su triste vida.

FARIS (dándole una bofetada): ¡Lávate la boca antes de hablar de mi padre, canalla! ¡Serás ejecutado al amanecer!

SOLDADO: Mis respetos y disculpas, mi señor. (a los soldados) ¡Viva el nuevo sultán de Hanteq!

TODOS: ¡Viva! ¡Viva! ¡Viva! ¡Viva Faris de Hanteq!

FARIS: ¡Triste noticia la de la muerte de mi padre! ¡Y gloriosa noticia la de mi santa misión esta de dirigir Hanteq! (Mira al cielo) Y con esta triste canción de funeral, se cierra la noche y empieza el día (Se emociona al ver la luz del Sol) ¡Trágica realidad para los que lucharon por ganar en combate y para los únicos que huyeron de él para así unirse en la más dulce y amorosa sensación de la eternidad!

(Se va, cerrando los soldados la comitiva)


FIN

Nuestros días de gloria ACTO III

ACTO III

(La acción ocurre en el salón de palacio, Entran el sultán,
sus mujeres y su hija Sadira. Detrás van apareciendo
los consejeros del monarca, las criadas, algunos soldados,
bastantes invitados y Faris. Todos se van sentando
alrededor de la mesa y la música empieza
a oírse por parte de los músicos. Algunas bailarinas entran
en escena y atraen la mirada de algunos hombres.
Hakem se lleva aparte a Sadira y a Faris)


ESCENA I


HAKEM: ¡Llenémonos de gozo y de alegría! Esta noche se consolida la relación más importante de vuestras vidas.

SADIRA (aparte): ¡Desgracia la mía! ¡Ojalá termine pronto todo este infierno!

HAKEM: ¿Decías algo, mi delicada golondrina?

SADIRA: Mis labios han reaccionado a la retórica de tus palabras.

HAKEM: ¡Ese será el verbo que le concederás a mis futuros nietos!

FARIS (A Sadira): Sadira, pocas mujeres hay en la zona que igualen tu belleza. ¡Pocas no, ninguna! Juro por Gabriel, mensajero de salvación, cuidarte en la gloria más sagrada.

SADIRA (aparte): ¡Iluso de su propia utopía!

HAKEM: Pero bueno, menudo suegro estoy hecho. Dejaré solos a los novios, que tienen que hablar de sus asuntos privados antes de la boda.

(Se va)

FARIS: Sadira, un precioso regalo para ti ha llegado a mis manos.

SADIRA (aparte): Por la pinta que trae, seguro que lo ha robado.

(Faris saca un anillo y se lo pone en el dedo a la princesa)

SADIRA (aparte): ¡Tan precioso regalo para un corazón tan poco correspondido!

FARIS: ¿Es de tu gusto?

SADIRA: Es muy bonito, aunque mi persona merece de ti algo mejor.

FARIS: Puñales llenos de tristeza me acabas de clavar.

SADIRA: Así soy y seré.

FARIS: Debo hablar con los invitados. Te prometo más tarde un buen rato en la intimidad.

SADIRA (aparte): ¡Dudo mucho que me cautives en una sola noche, puesto que mi corazón ya tiene el dueño más oportuno! (A Faris) ¡Momento contigo tendré! ¡No te hagas ilusiones, puesto me huelen segundas intenciones!

(Faris hace el amago de besar a Sadira, pero ésta lo evita)

HAKEM (A Sabinah): ¡Sabinah! ¡Trae más pollo!

SABINAH: Enseguida, mi señor.

SADIRA (A su padre): Padre, he de retirarme con Faris. Mi futuro esposo busca intimidad.

HAKEM: ¡Orgulloso estoy de tu sana sumisión hacia tu padre! ¡Vete en la más absoluta paz!

(Se va la princesa)


ESCENA II


(Entran Sadira y Rodrigo disfrazado de criada)

SADIRA: ¡El jardín no es seguro! ¡Tenemos que marcharnos ya!

RODRIGO: Antes debo de soltar a una criada, de la cual me aproveché para maquinar el engaño. Espera aquí.

(Se va)


ESCENA III


(Entra Faris alarmado)

FARIS: ¡Princesa, gracias a los ángeles que te encuentro!

SADIRA: Necesitaba un poco el aire antes de dejarme convencer de tus groseras palabras. Esta noche no me rendiré a tus brazos, ni tampoco probarás mi ambrosía. ¡Que mil maldiciones choquen contra el agujero tan profundo que tienes en tu alma, y que toda la lujuria que tienes acumulada se convierta en una serpiente que te devore tu aliento de semental!

FARIS (agresivo): En mis encantos caerás. Y tu jardín de flores cientos de veces lo profanaré. ¡Si no ha sido por las buenas será por las malas!

SADIRA (gritando): ¡Rodrigo! ¡Rodrigo! ¡Auxilio, auxilio!

(Entra Rodrigo, el general Fernando, soldados cristianos, soldados árabes y Hakem con los invitados)

FARIS: ¡Sangre cristiana!

FERNANDO: ¡Preparaos para la batalla! ¡Esta noche asaltaremos palacio y me traeréis la cabeza del sultán!

RODRIGO: ¡Oh Sadira! ¡Esto tenía que llegar tarde o temprano! ¡Escapemos hacia la libertad antes de que el choque final se produzca!

(Corren)

HAKEM: ¿Qué es este alboroto? ¡Ratas inmundas! ¿Cómo osáis interrumpir mi banquete en honor a mi hija? ¡Soldados, coged las armas! ¡Esta noche se librará la batalla definitiva! (Ve a Sadira y a Rodrigo) ¿Y eso que veo? ¡Es mi princesa con un cristiano! ¡Y escapan juntos!

FARIS: ¡Todo era un engaño! ¡Yo he quedado como un vulgar payaso!

HAKEM: Mi hija con un cristiano, enamorada de una sucia rata...¡Mil demonios me degollen! ¡No habrá salvación ni para el maestro ni para el alumno! ¡Soldados, defended palacio de los enemigos! ¡Faris, monta en tu caballo y persigue a esos dos! ¡Y acaba con ellos antes de que La Luna muera!

FARIS: ¿Matar a vuestra hija?

HAKEM: Sadira ya no es mi hija...Ahora es una fugitiva.

FARIS: A sus órdenes, padre. Necesitaré refuerzos.

HAKEM: Coge a veinte soldados y acaba con esto. Y luego no vengas a verme para así no contemplar mis lágrimas de arrepentimiento.

FARIS: ¡Honor para el sultán! ¡Bienvenidos sean sus fieles súbditos y ejecutados los que fingen serlo!

(Se va)

HAKEM: ¿Qué has hecho, hija? ¿Qué locura hiciste? Yo que miraba por tu felicidad y cuidaba por tu corazón. ¿Fui un mal padre? ¿Alguna vez te fallé? (Se pone de rodillas y se tapa la cara con las manos) ¡Horror siento por esta sentencia que te mandé! ¡Tu sangre será la que hoy te atravesará con la espada...y que la hoy llorará por ti...¡hasta estremecer a las estrellas!


(Llora mientras los soldados luchan entre ellos)

Nuestros días de gloria ACTO II

ACTO II

(La acción ocurre en la habitación de la princesa Sadira la noche del
día siguiente. Entra su madre toda angustiada y preocupada con las criadas:
una es Sabinah, y otra desconocida.)


ESCENA I


SADIRA: ¡Madre, que grata tu visita a mis aposentos!

AZHAR: Calla, calla. Cierra la boca y escúchame bien. No hables hasta que yo haya acabado.

SADIRA: Mis oídos a tus pies, señora.

AZHAR (nerviosa): Escucha, niña. Sé que ayer te viste con uno de esos cristianos que tanta sangre están derramando en nuestros territorios. No te atrevas a negarme tal osadía, pues Aneesa y Sabinah me lo han contado todo. ¿Cómo puedes estar tan descerebrada? Imagínate que te hubiera descubierto un soldado o tu propio padre, que tanto gusta de pasear por el jardín. ¡Oh, hija, no sabía que eras tan desobediente! ¡Ni la menor idea tenía!

SADIRA: Madre, solo fui para decirle que se marchara. Estaba dando voces y nos estaba molestando a mis criadas y a mí.

AZHAR: ¿Por qué no avisaste a la guardia? ¿Por qué te expusiste a que esa rata te matara?

SADIRA: Madre, no soy una prisionera. Tengo permiso para circular por palacio. Y ya no soy una niña, así que sé perfectamente que no debo de confiar mis secretos a extraños enemigos.

AZHAR (abrazándola): Yo sólo quiero que estés bien, hija de mi alma. ¡No lo vuelvas a hacer! Haremos oídos sordos respecto a esto delante de todos, y fin.

SADIRA (llorando): Jurado por lo más sagrado.

(Se va Azhar)

SADIRA (sentándose en la cama): ¡Ay, que desgracia! ¡Qué desgracia!

SABINAH: ¿Algún problema, señora?

SADIRA: Sabinah, he esto pensando tanto...y creo que caí en mi peor error...el error que me llevará a mi desgracia y a mi vergüenza.

SABINAH: ¿Qué tiene?

SADIRA (mirando a la otra criada): ¿Quién es esta criada? ¿Es nueva?

CRIADA: Señora, su madre solicitó mis servicios para usted.

SADIRA: Tu aspecto es extraño. Me resultas familiar. ¿Nos hemos visto antes?
CRIADA: No, mi señora.

SADIRA: Tu acento me suena tan familiar...

SABINAH: No sé de ninguna criada que haya sido solicitada por vuestra madre.

(Se hace el silencio)

SABINAH: ¿Me contaba algo que le inquietaba, señora mía?

SADIRA: Ah, ah, sí, sí, Sabinah...Tengo que contarte algo, algo que agita mi corazón hasta los límites más extremos.

SABINAH: ¿Qué ocurre?

SADIRA: Ayer, cuando fui al encuentro de ese joven caballero cristiano, algo en su mirada me inquietó. Al principio creía que era miedo, pues era enemigo de mi padre, y por lo tanto, enemigo de mi sangre. Pero luego me di cuenta de que era algo más, algo que no podía describir con palabras. Sus palabras me conmovieron que cuando me despedí de él, sentí que no lo iba a volver a ver más; y eso, aunque no te lo puedas creer, me estaba doliendo en el alma.

SABINAH: Oh, señora, ¿no será que tiene mal de amores por ese soldado?

SADIRA: ¡Temo pensar que pueda haber quedado prendada de sus ojos!

SABINAH: ¡Qué desgracia, señora mía! Vuestro corazón enjaulado en sangre cristiana. ¡Qué desgracia cuando se entere vuestro padre, o vuestra madre!

SADIRA: Por favor, Sabinah, no digas nada. Te cedo este tesoro para que lo guardes hasta la tumba.

(La criada desconocida se quita algunos ropajes
y se descubre que es Rodrigo. La princesa y su criada
se sorprenden)

SABINAH: ¡Sangre cristiana! ¡Sangre cristiana!

SADIRA: ¡Baja la voz, cabra loca! ¡Cállate!

RODRIGO: No he podido evitar descubrirme al oír que estás enamorada de mí, un vulgar soldado...no lo merezco.

SADIRA: Te ganaste mi corazón por tus palabras. ¿No serás un mago de esos que embelesan con sus vocablos?

RODRIGO: Sólo soy un humilde cristiano perdidamente enamorado de su flor mora.

SADIRA: ¡Qué palabras tan dulces! Me haces olvidar la rebeldía de los de tu especie.

RODRIGO: Yo sólo te pertenezco a tí. ¡Entré disfrazado para llevarte conmigo y huir de aquí, fuera de guerras y sangre derramada! Vayamos allá donde nazca el Sol, allá donde no haya violencia...

SABINAH: ¡Viene el sultán! ¡Viene vuestro padre!
SADIRA: ¡Escóndete, escóndete! Y luego hablaremos.

(Rodrigo se esconde en un armario cercano)


ESCENA II


(Entra el sultán)

HAKEM: ¡Mi bella y estimada hija! ¡Precioso el vientre que te dio la vida y preciosa tu cara de ángel celestial!

SADIRA: Oh, padre, en mal momento vienes a verme.

HAKEM: ¿Qué te ocurre, mi delicada doncella?

SADIRA: Me encuentro muy mal. Debes de llamar al médico, porque tengo el vientre agitado...

HAKEM: ¡No te preocupes, Sadira, hija mía, mis buenas noticias te quitarán todas los dolores!

SADIRA: ¿Qué es?

HAKEM: ¡La semana que viene procederemos a darte en nupcias!

SADIRA: ¿En nupcias, mi señor? ¡Pero si soy muy joven para casarme! Os ruego paciencia, padre.

HAKEM: Debes obedecer a tu padre, Sadira, ya que él siempre piensa lo mejor para ti. ¡Alégrate! ¡Baila! ¡Canta! ¡Mañana celebraremos un banquete para celebrarlo!

SADIRA: ¿Y quién es mi futuro prometido?

HAKEM: Es sangre tuya lejana, y su nombre es Faris. ¡Mi hijo de distinta madre! ¡Un noble de buen linaje!

SADIRA (fingiendo): Mi alma queda tranquila y alegre por esa agradable noticia. Ahora quiero descansar, padre...si me disculpáis.

HAKEM: ¡Sí, sí! ¡Buenas noches tenga tu corazón, que descanse tranquilo! ¡Ya que la semana que viene tendrá dueño!

(Se va)

SADIRA (llorando en los brazos de Sabinah): ¡Qué voy a hacer! ¡Qué voy a hacer!

SABINAH: Tranquila, señora, ya pensaremos en algo.

RODRIGO (saliendo del escondite): ¡Sadira, ahora que sé tu nombre he de decirte que te protegeré con la armadura de mis entrañas! ¡Vente conmigo y crucemos el puente hacia las estrellas!

SABINAH: No puedo irme...no puedo dejar a mi padre...

RODRIGO: ¿Abandonas al amor de tu vida y te quedas con el hombre que te tiene cautiva?

SADIRA: Toma tus ropas, y vuelve a vestirte. Hazte pasar por el servicio hasta mañana por la noche, en el banquete. Y después de la celebración me iré contigo. Me iré contigo para no volver. ¡Tú me harás libre de toda esta guerra de sangre!

RODRIGO: ¡Hoy los corazones de la princesa Sadira y el soldado Rodrigo están de júbilo!

SADIRA: Oh, Rodrigo, ¡mi corazón ya es tuyo! ¡Cógelo con un beso!

(Se besan)

RODRIGO: He de irme para no sospechar, pero mañana ningún disfraz me alejará de ti, porque serás libre junto a mí.

SADIRA: Tú eres mi libertad. Hasta entonces.

(Rodrigo vuelve a vestirse y se va junto a Sabinah,

y ambos dejan que la princesa proceda a acostarse)

Nuestros días de gloria ACTO I

NUESTROS DÍAS DE GLORIA



Personajes:
SADIRA, princesa mora.
RODRIGO, soldado cristiano.
FARIS, hermano de Sadira.
HAKEM, padre de Samira y
sultán de Hanteq.
SABINAH, criada.
ANEESA, criada.
FERNANDO, general cristiano.
AZHAR, madre de Sadira.
Soldados moros y cristianos, consejeros y demás
gente cercana al sultán.


La acción ocurre en Hanteq, escenario bélico de enfrentamientos

comunes entre árabes y cristianos.




ACTO I

(La acción ocurre en el jardín del palacio del sultán. Sadira, la bella hija de Hakem, monarca de la región de Hanteq, está leyendo una moaxaja mientras Sabinah, su criada, le peina su largo y moreno cabello.)


ESCENA I


VOZ EXTERIOR: ¡Princesa! ¡Princesa! ¡Déjame entrar para contemplar tus ojos! ¡Para decirte lo bella que eres y lo mucho que me arrepiento de haber nacido bajo sangre cristiana, pues no puedo corresponderte!

SADIRA: ¿Qué son esas alarmantes y desesperantes voces?

VOZ EXTERIOR: ¡Princesa! ¡Oh, princesa! ¡Si tan solo supiera tu nombre para poder grabarlo en mi memoria! ¡Si tan solo lo supiera!

SADIRA (enfadada): ¡No puedo concentrarme! Por favor, Sabinah, ve a ver quien molesta más de la cuenta allá fuera.

(Entra Aneesa cuando Sabinah hace el amago de salir del jardín)



ESCENA II

ANEESA: Señora mía, un loco majareta intentó entrar anoche en el palacio, y hoy sigue insistiendo en hacerlo. ¡Está ahí fuera dando voces como un condenado!

SADIRA: ¿Quién es?

ANEESA: Se hace llamar Rodrigo. Mi sabia conciencia me hace saber que no es bueno que lo conozcáis.

SADIRA: ¿Por qué no puedo conocer al culpable de este escándalo?

ANEESA: Es cristiano, señora. Vuestro padre os ha prohibido que os acerquéis a todo ser viviente con sangre cristiana.

SADIRA: Tienes razón. Tengo que ser prudente. Mi padre puede verme en cualquier momento si decido llamar la atención a ese canalla. ¡Dile que se vaya!

ANEESA: Enseguida, mi señora.

(Sale Aneesa. Las voces se paran tras unos minutos. Después, la criada vuelve)

ANEESA: Está llorando.

SADIRA: ¿Llorando? ¿Qué le pasó ahora?

ANEESA: Insiste en veros. Dice estar enamorado profundamente de usted.

SADIRA: ¿Enamorado de mí? ¡Eso es un disparate! Ese hombre no me conoce.

ANEESA: Dice haberos visto por los jardines de vuestro padre, paseando con una elegancia y una realeza propias de la perfección.

SADIRA: Está bien. Ya que no se calla iré yo misma a decirle que se vaya.

SABINAH: Pero, mi señora, no puede hacer eso. ¡Os puede ver algún soldado o vuestro padre!

SADIRA: Andaré con cuidado. Ese caballero ha despertado mi curiosidad. A lo mejor después de verme se digna a marcharse.

(Sale la princesa)

SABINAH: ¡No sabe lo que hace! ¡Van a descubrirla!

ANEESA: Tenemos que avisar a su madre. Ella sabrá que hacer.

SABINAH: Vamos, vamos.


ESCENA III


(Entra Sadira un poco asustada, y ve a Rodrigo sentado entre los arbustos,
secándose las lágrimas).
SADIRA: ¿Me querías a mi?

RODRIGO: ¡Bendito sea el cielo! ¡Dios ha escuchado mis plegarias! ¡Te he vuelto a ver!

SADIRA: No te conozco de nada, cristiano. Qué quieres de mí.

RODRIGO: Lo que yo quería de ti ya lo tengo.

SADIRA: Entonces, ahora que he hecho acto de presencia, volverás a donde perteneces. Si algún soldado de mi padre te descubre entre estas hierbas tan próximas a palacio, te matarán.

RODRIGO: No me importa morir ahora que mis deseos se han cumplido.

SADIRA (impaciente): ¡Vamos, vamos! ¡Debes irte! ¡No diré nada!

RODRIGO: ¿No vas a delatarme? ¿Ni siquiera a nombrarme?

SADIRA: No te conozco de nada. Y yo no sé de qué me conoces a mí, pero no voy a condenar a un hombre que sólo quería verme en persona.

RODRIGO (acercándose): Pero...soy cristiano. Soy tu enemigo. Soy malvado.

SADIRA: Hace nada estabas llorando porque no podías verme. Sufrías porque la persona de la que estás enamorado no acudía en tu consuelo. No debes de ser tan malvado.

RODRIGO: Entonces, ¿crees mi sincero amor?

SADIRA: Sí, lo creo. Pero yo no te amo...y debes irte.

RODRIGO: ¡Déjame demostrarte que el amor no entiende de batallas, ni de razas!

SADIRA: Por favor, no me lo hagas más difícil...

(se oyen pasos ligeros)

SADIRA: Debo irme, ¡tú también te tienes que marchar, o si no te matarán! ¡Vete, loco, vete!

RODRIGO: ¡No! ¡Vente conmigo! ¡Te llevaré a un lugar donde estés a salvo conmigo!

SADIRA: ¡Tienes que irte! ¡Debes olvidarte de mí! ¡Adiós, adiós!

RODRIGO: ¡Dime al menos tu nombre, dímelo!

SADIRA: ¡Adiós!

(Sale)

RODRIGO: Estoy más dolido de lo que estaba cuando aún seguía en su jardín...¡Qué voy a hacer! Me enamoré de la persona equivocada en el momento más equivocado. Y ahora que ella ha hablado por primera vez conmigo en persona, los pasos del Infierno la han ahuyentado y se ha ido. Pero se ha despedido de mí, y eso es un avance. Estoy seguro de que puede llegar a ser mía, así que no dejaré de intentarlo, hasta morir. ¡Mañana por la noche, sí! ¡Mañana por la noche entraré en su habitación haciéndome pasar por su criada, y aquellos corazones que latían y que lloraban mil ríos de cristal por ella no la volverán a ver más! ¡Yo mismo la libraré de su prisión de piedra! ¡Jurado por el Altísimo queda!

(Sale corriendo) 

La casa de la familia Santamaría




LA CASA DE LA FAMILIA SANTAMARÍA


El día en que Bianca se despidió del mundo para siempre, Dafne y Juan no volvieron a ser los mismos. Aquellos hermanos, tan felices y jóvenes, deseaban que su madre volviera con ellos para abrazarles y besarles. Pero ya nada se podía hacer. Aquel cuerpo inerte había abandonado el alma tan preciada que escondía dentro de las entrañas. No se volvería a oír la voz de Bianca, ni sus hijos podrían volver a sentir el cálido tacto de sus manos a punto de derrumbarse.
Alejandro, el marido, se deshacía en lágrimas mientras los chicos contemplaban el rostro sereno de su madre muerta. Un rostro tranquilo y juvenil manchado por la presencia de la muerte. El padre de familia desde siempre había admitido ser débil, que su mujer era la fuerte, la guerrera de aquella familia que entre los dos habían formado. Y ahora la línea de la vida de Bianca había sido cortada por el destino y una brecha negra llena de dolor se había abierto en los corazones de los que lloraron su pérdida.
Quizás el recuerdo de ver a una madre sonriente y llena de vida fue el impulso que llevó a Dafne y a Juan a visitar la casa materna. Querían descubrir la parte de Bianca que no conocían. Dafne pensaba que ese era el único misterio que su madre guardaba en lo más profundo de su corazón: su familia. A Juan, seis años menor que su hermana, le apasionaban aquellas cosas.
El destino que la familia Santamaría había elegido muchos años atrás para formar un hogar se encontraba en un pequeño pueblecito de la costa, de nombre Vieira. Allí, Santiago y Ángeles, por entonces abuelos de Bianca, vivían felices con sus hijos y con la gran variedad de lirios y gnomos que adornaban el jardín de la casa. El mar se podía sentir a lo lejos, bailando al son de lo que parecía una música de leyenda.
Cuando Juan, acompañado de su hermana y de su padre, entró al jardín para acceder a la casa, se quedó prendado de los gnomos que ejercían de guardianes del lugar. Pensó que aquellos hombrecillos de piedra cobraban vida por la noche, atendiendo al misterio de la noche para evitar intrusos, ladrones o curiosos. Pero la casa, un clásico edificio de dos plantas, servía de lección a aquellos que querían meter las narices más de lo que les marcaba su prudencia: el paso del tiempo había dotado a la casa de un aspecto turbador.
- No me convence esto, chicos. ¿Queréis que volvamos a casa?- dijo Alejandro, inseguro debido al aspecto que ofrecía la casa.
- Papá, escúchame bien.- expuso Dafne.- Esta es una oportunidad muy buena para conocer a mis abuelos, aunque estén muertos. Aquí vivió mamá hasta que te conoció y estoy segura que encontraré muchos recuerdos que me completen aquella parte vacía de mamá. Entiendo que tú no quieras quedarte…estaremos bien.
- Hay un par de vecinos a los que podéis pedir cualquier cosa si lo necesitáis. Os dejé comida en la nevera. Y si pasa algo t…
- No te preocupes, papá. Son sólo dos días.
- Ya, pero…- siguió Alejandro. La muerte de su esposa le había convertido en un hombre pesimista y sin ilusión.
- Cuida de tu hermano, Dafne. Y de ti. Si mamá nunca nos contó nada de su familia por algo sería.
Acto seguido, Alejandro besó a sus hijos y se marchó, dedicándole una mirada taciturna a su hija. Observó que Juan estaba jugando con los gnomos.
Cuando Dafne abrió la puerta, un escalofrío le recorrió el cuerpo de punta a punta. Su hermano Juan estaba en el jardín, entretenido con los pequeños detalles que surgían entre la hierba. Pensó que sería buena idea alumbrar la casa un poco, ya que no era muy amiga de la oscuridad. El salón estaba cubierto de polvo, lo que le hizo pensar que el día siguiente iba a ser un día de limpieza. Le llamó la atención tres cuadros colgados en la pared frente a ella. Eran tres retratos; uno de un hombre y los dos restantes de dos mujeres. Una le resultaba muy familiar y enseguida la reconoció: era su madre, Bianca, con una expresión en la cara feliz y sorprendida ante la inminente captura de la fotografía. La otra mujer sostenía un lirio en la mano y miraba con inocencia a la cámara. Su cabello era una mezcla entre castaño y pelirrojo. Parecía la más joven de todos. Por su parte, el retrato del chico era más oscuro. Vestía una elegante chaqueta y corbata y posaba con un semblante serio y fuerte.
- ¡Esa es mamá! ¡Qué fea está!- exclamó Juan, que acababa de entrar.
- ¡No digas eso, Juanito!- intervino su hermana. Sabía que a su hermano le molestaba muchísimo que le llamasen por ese nombre.- Mamá está preciosa.
- ¿Quiénes son los otros dos?
- Supongo que sus hermanos. Aunque ese chico no sé…puede que sea su padre.
- ¿Esos son nuestros tíos? Vaya…que guapa es la del centro.
- Sí…no se parece en nada a mamá. Sin embargo, él se parece bastante.
La mirada de Juan se dirigió al mueble que se encontraba al lado del sofá.
- ¿Has visto eso?
Dafne desvió la mirada. Juan tenía una flor seca en la mano, los trozos de lo que en el pasado fue un plato de porcelana y un colgante en forma de corazón que podía dividirse en dos partes. A la chica le llamó la atención los trozos del plato y se propuso volver a formarlo. Tras unos minutos encajando las piezas, observó que un dibujo de una media luna azul brillaba en el fondo.
- Cosas de mamá…
- O no.- comentó Dafne.- Es raro que objetos que no tienen nada que ver los unos con los otros aparezcan juntos aquí, ¿no te parece?
- ¡No te hagas la Sherlock!- apuntó su hermano.- Esta casa tiene muchos años y todas las cosas están desordenadas. ¡Menos las telarañas!
Dafne observó la flor: era un lirio de los que había en el jardín.
- Un momento.- dijo mirando al plato. Apartando a su hermano, se abrió paso hasta la vieja cocina, que contenía más polvo que el salón. Estuvo revolviendo en los muebles hasta que dio con lo que buscaba.
- Mira, Juan. Este plato pertenece a esta vajilla.
- Vaya…cada plato tiene un círculo…
- No son simples círculos, idiota. Son astros, en su mayoría planetas.
- De ahí lo de La Luna.
- Sí. Pero, ¿qué hacía en especial el plato de la media luna en el salón y junto a la flor y el colgante?
Dafne y Juan se miraron, confusos, sin saber que decir.
- Dejemos esto y sigamos viendo la casa. ¡Me muero por ver los talleres!- sentenció Juan, haciendo que los dos olvidaran el tema y se dirigieran al jardín.
Aquel jardín estaba plagado de lirios, que florecían alrededor de una curiosa estructura de piedra que parecía haber emergido de la tierra. Una cabaña, a lo lejos, se levantaba para saludarlos. El aspecto que presentaba era aterrador. Manchas negras por toda la superficie de la madera dieron a entender que aquella construcción había sido quemada.
- ¿Estás seguro que quieres entrar, Juan? Puede haber ratas.
- ¡Yo no le tengo miedo a nada! ¡Vamos!
El interior se abría tras la puerta, que emitía un sonido chirriante y espeluznante. Un montón de sábanas sucias y una ventana medio rota pero por donde todavía entraba la luz del Sol era todo lo interesante que se podía encontrar. En un rincón oscuro se podían ver varias palas y otras herramientas amontonadas.
Sin embargo, a Juan le llamó la atención un detalle que pasó desapercibido a Dafne, o a cualquiera que hubiese entrado y no hubiera prestado atención a las paredes.
- ¡Arañazos!
- ¿Qué dices?- dijo Dafne, alterada.
- Digo que en la pared de la puerta hay arañazos.
- Serán marcas de rastrillos, hombre. No hay que ser tan macabra.
- Pues no lo parece…
- Salgamos de aquí, Juan. Esta cabaña me da mala espina.
En lo que quedaba de día, Dafne y Juan no se atrevieron a contarse lo que habían presenciado por temor a que el otro no le creyese. Dafne no paraba de sentir escalofríos y extrañas presencias, sobre todo en el salón de la casa y en los alrededores de la cabaña. Por su parte, la torpeza de Juan con el balón de fútbol le llevó a descubrir un hueco en la pared del pasillo del segundo piso que había servido de refugio a unos huesos llenos de polvo y tiempo. El chico, aterrado por el cadáver que se había desplomado ante sus ojos, acabó por confesarle todos sus miedos a su hermana.
- No me gusta nada todo esto. Aparecen objetos sin sentido, arañazos en una pared, un esqueleto emparedado… ¿qué está pasando aquí?
Dafne se volvió al cuadro de su madre.
- Mamá… ¿qué nos escondes?
De repente, la puerta del salón se abrió poco a poco, hasta que el viento provocó un portazo que la dejó sellada. Dafne y Juan, perturbados por el increíble silencio que se había formado, decidieron no mirar atrás. Se dieron la mano y cerraron los ojos.
Todo permaneció quieto.
- No tengáis miedo, Dafne, Juan.
Los chicos se vieron sorprendidos. Aquella voz femenina que había surgido de repente sabía sus nombres. Se dieron la vuelta todavía con inseguridad.
- Me llamo Lucía.
Una chica de más o menos la edad de Dafne les sonreía con dulzura. Era castaña y más alta que ella.
- ¿Quién eres tú?
- Soy vuestra prima.
- ¿Prima?- Juan parecía nervioso.
- Sí. La hija de vuestro tío, Román. Este señor de aquí.
Lucía señaló el retrato del hombre serio y elegante. Se quedó dos minutos contemplando los otros cuadros, mientras Dafne y Juan ahogaron su silencio con una expresión de sorpresa. Miró a sus primos, tan anonadados como ella, y soltó una mirada enternecedora.
- Yo también estoy aquí porque quiero saber más de la familia de mi padre.
- ¿Y cómo sabes que…?
- ¿Qué sois hermanos y primos míos? Mi padre me lo contó antes de morir. El pequeño Juan está muy mayor, eh.
- ¡No soy un niñito pequeño para que me hables así!
- Perdóneme usted.- siguió Lucía. La situación provocó la risa de las dos chicas. Juan se encogió de hombros y cruzó los brazos.
- Mujeres…
Lucía acercó una silla y se sentó.
- Veréis, hay algo de vuestra madre que no sabéis. Y que nunca os contó por miedo a la gente, al qué dirán…Ese secreto debía de permanecer enterrado de por vida. Y que mejor táctica que nunca sacarlo a la luz. Pero, ¿sabéis qué? Tenéis derecho a saberlo. Fue nuestro tío abuelo el que me contó la historia de nuestra familia, la familia Santamaría.
- ¡Pues a que esperas! ¡Cuenta!- insistió Juan.
- Juan, no seas maleducado.- dijo Dafne, molesta con su hermano.- Será un placer oír esa historia, Lucía.
La chica le dedicó una mirada a su padre y cerró los ojos. Nada en las vidas de los tres chicos volvería a ser igual después de aquella noche.

*

>>La historia comienza con los abuelos de vuestra madre y mi padre, Santiago y Ángeles. Él, de familia noble y honrada, se enamoró de nuestra bisabuela, que por aquel entonces cantaba en los más prestigiosos casinos y clubes privados de París. Cuando conoció a la que sería la mujer de su vida, Santiago le propuso de inmediato matrimonio a aquella francesita tan bella y ésta aceptó, prendada del físico del galán. Dos años después de la boda, concibieron a su primer hijo, al que pondrían de nombre Julio, en honor a Julio César, ya que Santiago era seguidor incondicional de la historia grecolatina. No tardarían en nacer Fernando y Germán, el pequeño, años después. El matrimonio y sus tres hijos vivían felices en la casa de Vieira que el padre de Santiago le había regalado como presente de bodas. Pero la tensión en la familia no tardaría en aparecer con la llegada de Leonor, una mujer tímida procedente de la familia Santamarta, unas cuantas casas más abajo que los Santamaría. El mayor de los hijos, Julio, nuestro abuelo, se enamoró incondicionalmente de aquella delicada mujer y le propuso matrimonio. Felipe y Celia, los padres de la chica, negaron la mano de su hija a aquel hombre y prohibieron a su hija volver a verlo. Pero gracias a las estratagemas e intervenciones del hermano de Leonor, Pablo, sus padres entraron en razón y un año más tarde se celebró la boda, a la que acudió casi toda Vieira. Sin embargo, Leonor había adquirido el carácter sumiso de su madre y Julio la arrogancia de su padre, lo que provocó que poco a poco su vida se convirtiera en un infierno. Las gentes del pueblo decían que las únicas tres veces que los ‘amantes’ se habían reunido en el lecho conyugal fue para concebir a sus tres hijos. Leonor, celosa de todas las vecinas, no se atrevía a callar los rumores, que cada vez se hacían más sonantes. Esto provocó que Julio manchara la piel de su esposa de morado más de una vez. Se sentía mejor cada vez que lo hacía. Aquella mujer pagaba el pato por todas las veces que a Julio le insultaban en el trabajo, o todos los comentarios dañinos que recibía de la gente del pueblo.
Ajenos al Infierno matrimonial y criados sin ver un solo beso de amor de sus padres, los tres hijos de Julio y Leonor Santamaría crecieron con toda la ilusión e inocencia que puede caracterizar a un niño. Román era el mayor, seguido de Bianca y por último, Adriana. ¿Quién le iba a decir a Julio que amaría tanto a su hija menor como si fuera su propia vida? Ni podía imaginarse en aquellos tiempos lo que años más tarde cometería contra su sangre en favor de su justicia interior.
Román creció al margen del cariño y del amor de su madre, quien lo rechazó. Dolido por la ausencia y la ignorancia de Leonor, mi padre buscó amparo en Julio, que parecía que se estaba ganando su corazón poco a poco, expulsando los grandes encantos de Adriana lejos. Pero como dicen, nunca la buena suerte nos acompaña a lo largo de nuestra vida consecutivamente. Un día de verano, Adriana estaba jugando en el jardín de su casa con una vecina muy amiga suya cuando su padre la llamó para que entrara en casa. Cuando la pequeña se asomó por la puerta, vio que un señor muy alto y con bigote le sonreía. Detrás de él, un niño algo tímido y repeinado para detrás intentaba ocultarse. A pesar de las insistencias de su padre de que estábamos en familia y que no tenía porqué avergonzarse, Víctor Santamaría, el primo de Román, Adriana y Bianca e hijo de Germán, no pronunció apenas palabras durante la visita a la casa de sus parientes. Se contaba por el norte que aquel crío había sido concebido por una prostituta que no quiso saber nada más de él cuando nació. Su padre, Germán, se hizo cargo de él a regañadientes. Poco después no se supo nada más de aquella mujer. Unos decían que había muerto de una enfermedad de transmisión sexual y otros rumoreaban que había sido víctima de un homicidio callejero. La cuestión es que Víctor creció sin madre, sin aquel referente del que tanto Adriana gozó.
Poco a poco, y en las sucesivas visitas a la casa de los Santamaría, Víctor perdió la timidez y ofreció confianza a sus primos y a sus tíos, que estaban locos con él. Pero el tremendo cariño que Adriana le tenía a su primo resultó ser peligroso cuando los dos tenían diecisiete años. Un amor juvenil y puro se había formado alrededor de sus corazones, manchando el honor de la familia al tener la misma sangre corriendo por sus venas. A partir de entonces, diseñaron un plan secreto para verse por las noches en la cabaña donde se guardaban las herramientas y así satisfacer sus joviales hormonas en una explosión de amor y placer. A pesar de la gravedad del asunto, Adriana y Víctor nunca consideraron que estuvieran haciendo algo malo; al revés. Pensaban que lo que sentían era amor verdadero y que lo mejor era disfrutar de aquel sentimiento antes de que sus cabellos se volvieran del color de la nieve y su piel se pudriera.
Decididos a amarse en secreto hasta que pudieran irse juntos lejos, llevaron a cabo su plan. Si Adriana no tenía ningún problema en ir a la cabaña la noche que fuese, lo que significaba que no había moros en la costa, debía poner una flor del jardín, un plato con una media luna, que simbolizaba la noche, y una medalla en forma de corazón, que había pertenecido a su madre, en el mueble. Así, Víctor, cuando llegaba a la casa de su amada, podía ver el mueble desde la ventana y divisar los objetos. Si, por el contrario, había pasado algo y esa noche Adriana no podía reunirse con Víctor, ella debía separar una de las dos partes del colgante y llevárselo consigo. Casi todas las noches, el chico visitaba a su prima y se aseguraba de que todos los objetos estaban en su sitio. Una vez comprobado, corría a la cabaña de las herramientas donde le esperaría el ángel de sus sueños. Le encantaba perderse en aquellos labios del color de la amatista, y en esos ojos que derramaban juventud. Su cuerpo era una senda de flores que sólo él tenía el privilegio de besar y tocar hasta el amanecer; hasta que el fuego de sus caricias se hiciera humo. Todas las noches que llevaron a cabo la artimaña, las cosas salieron mejor de lo que esperaban.
Menos una.
La noche en la que Adriana no pudo consolidar su encuentro con su Víctor fue ese mismo año, por la culpa de mi padre, Román. Él los había descubierto la noche anterior, fundiéndose en besos y pequeños gemidos. Con miedo de que su padre se enterara, aquella noche Adriana separó unas de las partes del colgante y se la metió en el bolsillo. Se retiró a su habitación después de cenar y llorando, intentó dormir. A la mañana siguiente, sus hipótesis se volvían ciertas: Román, en ese afán de fidelidad obsesiva a su padre, le había contado lo que había visto en la cabaña. Pero Julio, algo incrédulo, prefirió comprobar aquel relato con sus propios ojos, así que esperó a que se hiciera de noche para perseguir a Adriana. Y efectivamente, le hizo creer a su hija que dormía para que todo siguiera tan normal. Descubrió su código de objetos en el mueble y la persiguió hasta la cabaña, donde por el cristal de la ventana pudo verificar lo que dijo su hijo Román. Esa noche, Leonor recibió una paliza que casi le costó la vida. La rabia de su marido era invencible y estaba dispuesto a acabar con todos. En silencio. Uno a uno. Antes de que la noticia del incesto impregnara Vieira y todos los vecinos lo estigmatizaran de por vida. Leonor, por su parte, activó su mente para buscar una solución que evitara el objetivo principal de su marido tras sorprender a su hija y su sobrino: acabar con ellos. Definitivamente, Julio Santamaría había perdido la razón.
A la mañana siguiente, Julio apenas probó bocado. Pasó todo el día encerrado en su habitación, hablando solo y dando golpes sin sentido. Las pocas veces que se dejaba ver aparecía con los dientes manchados de sangre y cada vez más calvo. Leonor, muerta de dolor por lo que estaba por venir, encargó veneno letal para las plagas a un vecino y lo virtió en la copa donde Julio bebía siempre el vino. Aquel monstruo, que había abandonado todo resto de corazón, alma y humanidad, merecía morir. Y sería ella, la profeta de su desgracia, la encargada de mandarlo al otro mundo.
Sin embargo, Julio, enfermo de sospechas, obligó a Leonor a beber el vino primero. Como era de esperar, la gran cantidad de veneno penetró en la sangre de la desgraciada mujer y cayó agonizante al suelo, envuelta en convulsiones y gritos. Adriana, ajena a todo lo que estaba pasando, aprovechó la noche para ver a Víctor. Éste, al ver la perfección de los elementos del mueble, corrió a los brazos de su prima, loco de amor. Pero mientras los dos jóvenes sucumbian a los encantos del placer, Julio, con los ojos inyectados en sangre y las ropas desgarradas por sus ataques de rabia, impregnó la cabaña de madera de gasolina y acto seguido le prendió fuego. Contempló como las paredes de la cabaña guardaban los ecos de los arañazos de Adriana y los gritos desesperados de Víctor. O como la diminuta ventana se rompía, aunque no dejaba pasar nada más que el humo. Los alaridos de dolor se penetraron en la mente de Julio. Nada se podía hacer con los chicos. Diez minutos después sólo quedaba de ellos el triste olor a quemado. Bianca y Román, aterrados, decidieron hacer sus maletas para posteriormente ir al norte, donde su tío Fernando les acogería y les libraría de la locura de su padre.
Ni siquiera Julio le dio tiempo a la policía a que retirara aquellos cuerpos sin vida que él había destruido: el de Leonor, que yacía en el salón envenenada y sola, y el de su Adriana y Víctor, quemados vivos por la locura de un padre influenciado por las voces eternas de Vieira. Arrepentido de su crimen, recobró la razón en el último minuto y rugió al cielo su destino. Empezaban a caer las primeras gotas de lluvia de la noche y a oírse los truenos en las lejanías cuando Julio Santamaría se precipitó desde el balcón del segundo piso.
El destino de los demás quedó marcado por aquella mancha negra que había destrozado los corazones de Adriana y Víctor. Germán se enteró de lo sucedido por su sobrino Román, que junto a Bianca se trasladó a vivir con su otro tío, Fernando. Envuelto en un estado de locura menor que su hermano Julio, Germán se suicidó de un tiro en la cabeza por el miedo al qué dirán y pidió a su mayordomo ser emparedado en el segundo piso de la casa de los Santamaría con el fin de acelerar el abandono de la finca y de atormentar las almas de todos los que allí habitaban. Bianca rehízo su vida con Alejandro, con el que tuvo dos hijos, vosotros, aunque ya oí que el cáncer se la llevó. Mi padre también rehízo su vida con una mujer llamada Lara, mi madre, que nunca creyó la fatídica historia de los Santamaría. Alejandro y Lara permanecieron siempre al margen de aquella mancha; él por desconocimiento y ella por ignorancia. Supongo que habría sido mejor así. Sin embargo, mi padre no tuvo tanto suerte y los remordimientos de culpa pudieron con él, suicidándose para jamás regresar a ese mundo de los vivos que tantos problemas le había dado. De hecho, se suicidó como lo habría hecho su padre años atrás.
Mi padre también le contó la historia a Fernando, y él a mí. Y ahí la historia hasta hoy. La casa ha permanecido abandonada todo este tiempo. Nadie quiere saber nada. Los vecinos han inventado miles de leyendas sobre este lugar, con el objetivo de ahuyentar a los curiosos y aterrar a los turistas que año tras año veranean en la costa de Vieira. Pero yo estoy segura que los retratos nunca mienten, y que detrás de cada uno de los tres se guardan sus memorias y sus tragedias, expectantes a que de nuevo otra persona en el futuro los vuelva a sacar a relucir, para que nadie se olvide de la trágica y tétrica historia de la familia Santamaría. >>


*


Juan y Dafne se quedaron sin palabras. Ambos estaban llorando a lágrima viva cuando Lucía pronunció sus últimas palabras que sentenciaban el final de la historia. Ahora sabían el verdadero pasado de su madre, el porqué nunca se había atrevido a decirles nada. El objetivo de Bianca era mantener el secreto más negro de su familia escondido en lo más profundo de su corazón, para que nadie sintiera el horror que vivió ella en primera persona.
- Descubrimos los restos óseos de Germán arriba, cuando Juan jugaba al fútbol.- dijo Dafne, luchando por no mirar atrás. Sentía que la presencia de algo sobrenatural la miraba desde la escalera.
- Esta casa está maldita. Pero no creo que las almas que aquí descansan nos hagan nada. Como ellos, estamos destinados a llevar la marca de los Santamaría.- dijo Lucía observando el retrato de su padre.
El pequeño Juan estaba temblando de miedo, mezcla de los ruidos que se oían en el piso superior de la casa y de la historia que su prima Lucía acababa de contar. Los tres quedaron mirando a los retratos de los hermanos. Román, el más serio, adivinaba una muestra de arrepentimiento en sus ojos. Bianca, la dulce y maternal mirada que con el tiempo el destino le arrebató. Y la joven Adriana, presa de un amor imposible que su misma sangre destruyó.