VERITAS
El campanario de la iglesia
de los Mártires lanzaba su alarido al aire mientras Francisco, acompañado de
sus padres y de su hermana pequeña, entraba en el edificio con un ligero rayo
sombrío en el rostro. Era la primera vez que visitaba aquel sitio. Adoptado de
nacimiento, nunca había tenido contacto con ningún tipo de dogma religioso, ni
siquiera aquellas creencias orientales que explicaba una y otra vez el tío
Félix, al parecer, dignas de sus orígenes. Su etapa de preadolescencia era cada
vez más acentuada, y su curiosidad por descubrir nuevos mundos y adquirir
nuevos conocimientos le alimentaba el alma a pasos enormes. No pasaba lo mismo
con su querida hermana Ana, que a sus siete años era feliz con las palabras y
enseñanzas que le habían inculcado de pequeña, tanto el colegio como la familia.
El padre de Francisco era
más mayor que su madre. Al principio, cuando alguien se acercaba a él, daba la
impresión de un hombre serio y gruñón, acompañado siempre de su cigarrillo y su
sombrero de gánster. Sin embargo, tenía un enorme corazón, siempre fiel a sus
creencias. La madre era todavía más religiosa que él: nunca faltaba su
crucifijo en su mesita de noche para rezar antes de dormir o sus estampas de la
Virgen de los Ángeles en su tocador. La casa de la familia de Francisco estaba
siempre abarrotada de figuras de santos, que junto a su aspecto antiguo y
clásico, acrecentaban aún más su aspecto conservador. Ana, tan inocente como
cualquier otra niña de su edad, disfrutaba cantando en el coro de la iglesia
por las tardes, vigilada siempre por su cuidadora, Ela, que hacía los recados
en las tiendas más cercanas. En cuanto a Francisco, el recién llegado a la
familia, un mundo nuevo estaba a punto de abrirse ante sus ojos. Un camino que
llenaría de orgullo a sus padres y a toda la comunidad religiosa de su barrio:
el camino de Dios.
Cuando Francisco cruzó la
puerta de la iglesia, se quedó boquiabierto. Dos paredes, totalmente paralelas,
se extendían sobre sus ojos, refugiando los cuadros más impactantes que había
visto nunca. Algunos presentaban a muchos hombres amontonados en torno a otro,
que parecía estar sufriendo muchísimo. Otros daban cobijo a personajes tan
extraños como una mujer con un extraño semicírculo detrás de la cabeza. La cruz
estaba presente en todas aquellas obras de arte. Pero la emoción no acababa
ahí. Esculturas gigantescas reposaban en cada una de las capillas laterales,
algunas mirando para abajo, otras mirándole fijamente. Todas tenían algo en
común: el dolor.
Aquel espacio era tan grande
que Francisco decidió estar durante toda la charla observando cada rincón de la
decoración interior. El techo era sublime: adornado por pinturas de ángeles y
arcos que se perdían en las esculturas celestiales que asomaban encima de las
capillas. Su padre le explicó que aquellas figuras gigantes que él veía
recogidas en los laterales eran santos, vírgenes y la propia figura de un tal
Jesús, repetida una y otra vez en multitud de formas y colores. Maravillado por
aquella explosión de arte antiguo, Francisco no se dio cuenta de que sus padres
ya se habían sentado en sus respectivos bancos y que el sacerdote había
empezado a hablar.
- Buenos días a todos. Que
el Señor os haya protegido durante esta semana y os haya llenado de fuerzas y
gozo para realizar todos vuestros quehaceres.
- ¿Quién es el Señor?- le
preguntó Francisco a su padre, procurando que su madre no se enterara.
- Es Jesús. ¿Te acuerdas
cuando antes te indiqué a quién representaban aquellas figuras de las capillas?
Pues es nuestro profeta y salvador. Él es el hijo de Dios, enviado a la Tierra
para sacrificarse por nosotros y predicar el mensaje de su Padre. El verdadero
mensaje de esperanza y salvación para la humanidad.- le contestó su padre con
una sonrisa y bajando la voz aún más.
En ese momento, Francisco se
preguntó cuál era el «verdadero mensaje» al cual se refería su padre. Pero no
tardaría en saberlo, ya que el sacerdote pasó inmediatamente a hablar sobre la
función del hijo de Dios en nuestro mundo. Poco a poco, y gracias a la cercanía
de la fiesta pascual, Francisco fue comprendiendo la historia del nacimiento,
enseñanzas y muerte de ese tal Jesús, compaginando su atención al altar con los
cuadros que se situaban bajo su cabeza, en las inmensas paredes de la Iglesia.
Aquella historia de Jesús era impresionante. La emoción quiso que Francisco
deseara haber conocido a ese hombre, el cual parecía tan bueno y comprensivo,
amante de todo bien y de toda persona pura de corazón. Sin embargo, a pesar de
las increíbles historias sobre Jesús que el sacerdote contaba, la mitad de los
asistentes a misa parecían aburrirse. La otra mitad miraba al vacío, como si
aquello lo hubieran escuchado millones de veces. Finalmente, para despedirse,
el sacerdote recordó a los fieles que la procesión del Silencio se celebraría
el próximo sábado, coincidiendo con el día de antes a la Resurrección. Un
simpático monaguillo, banco a banco, se recorrió los pasillos de la iglesia
para recaudar algo de dinero voluntario para cubrir los gastos que conllevaban
los hábitos de penitente.
- ¿Qué es una procesión,
papá? ¿Qué va a pasar el próximo sábado?
- Jesús se paseará por las
calles principales de nuestro pueblo, pequeño. Nuestros hermanos lo portan
colocados debajo de una gran superficie de madera. Así toda la gente está cerca
de él.
Francisco pensó que el
próximo sábado sería un día para recordar, ya que aquellas palabras de su padre
despertaron en el chico una impaciente curiosidad. La realidad acabaría por
azotarle en la cabeza de una manera algo brusca. Aun así, se decidió a leer todo
lo que pudo sobre procesiones, tradiciones y varios escritos religiosos sobre
Jesús y su verdadero mensaje, creyendo así que la comprensión le alumbraría
mucho antes de descubrir el origen de su desconcierto.
Cuando la misa ya acabó,
observó como toda la gente se iba marchando de aquel lugar tan misterioso y
nuevo para él. Midiendo sus pasos, caminó detrás de su padre hasta que todos
estuvieron fuera, respirando ese aire fresco que el interior había escondido.
Se dio cuenta de que un grupo de personas estaba hablando algo sobre un
besapiés y un besamanos de no sé quién. Con la curiosidad entre ceja y ceja,
Francisco hizo un amago de asomarse para ver si venían coches por la carretera
y así aprovechar para escuchar lo que estaban hablando. El viernes, coincidiendo
con la víspera de la procesión, la cofradía organizadora del evento tenía
planeado abrir las puertas de la iglesia a los fieles para que contemplaran las
imágenes del Cristo y de la Virgen que procesionarían el día siguiente. El
motivo de la visita era un acto solemne que venía haciéndose desde hace
muchísimo tiempo, y consistía en besar la mano de la Señora y los pies de
Jesús, mostrando así su afecto y devoción con tan humilde gesto.
Deseoso de que llegara aquel
día para asistir al acto y lleno de intriga por descubrir más cosas sobre la
vida de ese tal Jesús, Francisco convenció a su madre para ir al besapiés y
besamanos del viernes. En la entrada, ella le dijo que se adelantara, que
compraría algo de beber en la tienda de comestibles de al lado. Viéndose solo
ante la situación, la idea de entrar de nuevo a la iglesia significaba para
Francisco un reto aún mayor. Atravesó la puerta de luz y entró en ella,
observando que la oscuridad total se había apoderado del edificio más aún que
la vez anterior que estuvo. Solo un punto de luz se observaba cerca del altar:
dos figuras brillantes reinaban en las tinieblas: una erguida y alta; otra
tumbada, prácticamente difícil de ver entera debido a la ausencia de luz
alrededor.
Conforme se fue acercando,
el miedo inundaba el corazón de Francisco, sintiéndose observado por todas las
figuras que se escondían tras los velos de oscuridad de las capillas laterales.
Un extraño susurro llegó a sus oídos procedentes de la puerta del edificio, lo
que le hizo pensar que su madre estaba a punto de entrar. Pero no lo hizo.
Diría que estaba solo si no fuera por aquellas extrañas figuras rígidas que se
hacían más nítidas conforme el chico se acercaba. Cuando se posicionó frente a
ellas, descubrió que la que estaba de pie era una mujer llorando, con las manos
juntas y la expresión hundida del rostro. Estaba excesivamente decorada con
collares, mantos exuberantes y una preciosa corona recubierta de joyas
preciosas. Ella debía ser la Virgen, la madre de Jesús. La figura tendida presentaba
signos de haber sido brutalmente maltratado: hilos de sangre se escapaban por
sus brazos y piernas, dejando ver un aspecto magullado y terrorífico. La
expresión del rostro le puso la carne de gallina a Francisco: los ojos de Jesús
estaban abiertos, al igual que su boca. Daba la impresión de que aquella figura
de madera pedía ayuda, que quería escaparse de aquel lugar, o de la muerte...
La atmósfera era tan
aterradora que Francisco no tuvo más remedio que volver la mirada hacia la
mujer. Pero, visto desde arriba, aquel Cristo era aún más espeluznante. La
sombra que proyectaba la luz debajo de sus ojos resaltaba su volumen, por lo
que aquellas esferas escalofriantes y demacradas se clavaron en el chico
fijamente, como si no quisieran soltarse. De pronto, tuvo la impresión de que
algo se estaba moviendo tras la figura femenina. Un extraño ruido punzante se
coló en sus oídos, creciendo más y más. Pronto se dio cuenta de que detrás de
la figura de la Virgen no había nada: era su propia mano, que ansiaba tocar
aquel rostro de Jesús yacente. Hipnotizado por aquellos ojos sacados de una
película de terror, Francisco acarició la figura con una gran pena.
Definitivamente, la historia que el sacerdote había contado sobre la
predicación del Mesías, un hombre tan cercano y bueno con sus seguidores, no
tenía nada que ver con estar allí encerrado, en un lugar tan oscuro y
silencioso como aquel.
Una mano se posó en el
hombro de Francisco, lo que provocó un aullido asustadizo que hizo eco en toda
la iglesia. El silencio y eterno descanso de aquellas figuras se había visto
perturbado. Francisco recordaría siempre como su madre besaría las manos de la
Virgen y los pies del Cristo, aunque él no. Se negaba a besar meras
representaciones de algo que para él, en pocos días, se había convertido en una
cosa más importante que simple madera pintada. El arte, maravilloso en todas
sus manifestaciones, no debía confundirse con una historia tan emocionante y
didáctica como la de Jesús. Tras acabar su madre, Francisco la abrazó y juntos
se dirigieron a la puerta, no sin antes dedicar una última mirada al altar,
donde aquellos ojos aterradores se clavarían en otro fiel que fuera a besar los
pies de la talla.
Un poco aturdido por la
terrorífica imagen de Jesús, tendido y agonizante, Francisco tuvo problemas
para conciliar el sueño. Más de una vez tuvo que levantarse a comer algo, para
calmar su explícito recuerdo y permanecer entretenido en algo que no le
perturbara. La imagen de aquella madre que sufría por su hijo se coló en su
corazón hasta lo más profundo. Intentó ponerse en el lugar de su madre si
alguna vez le ocurriera lo mismo. Pero la empatía solidaria de Francisco no le
sirvió de nada para calmar su miedo. En realidad, no tenía nada que temer:
Jesús había sido un hombre bueno, comprometido con los discípulos que le
seguían. Pero el simple hecho de materializar su Pasión supuso para el chico un
increíble tornado de tormento. Aquel hombre, sabio y gentil, había tenido que
sufrir muchísimo: más de lo que la gente que le rodeaba llegaría a entender...
La madre de Francisco lo
despertó a las once de la mañana. Debía de acompañarla a la tienda de trajes
para comprar uno que llevar a la procesión de esa misma noche. Francisco, que
nunca había sido muy aficionado a vestir excesivamente bien, se negó a ir,
aunque luego se rindió a las exigencias de su madre con la excusa de entretener
su mente en algo que no fuera la imagen de Cristo muerto y con todas las partes
de su cuerpo sangrantes. Sin embargo, su cerebro estaba dispuesto a echarle un pulso,
y no le dejó pensar en otra cosa que en Jesús: en su sufrimiento, en sus
heridas, poco a poco convenciéndose de que, debido a las muestras de
indiferencia de aquellos devotos en la iglesia, no habían servido para nada.
Una vez caído el Sol como
una bomba gigante de luz que roza el horizonte con sus delicados rayos, las
campanas de la iglesia empezaron a sonar. Ensimismado en su mundo de
pensamientos, repeinado y con un traje caro y azul marino, Francisco se
encontraba en las puertas de la iglesia, asistiendo por primera vez a una
procesión. Ningún instrumento musical acompañaba la cruz de guía, seguida de
dos masivas colas de penitentes vestidos de negro. El silencio era
increíblemente escalofriante. Un grupo de adolescentes, agolpados en la esquina
de la calle de la iglesia, no paraban de cuchichear, riéndose y armando
escándalo a un nivel intolerable.
- Silencio. Un poco de
respeto para el Entierro de Cristo...- dijo una mujer mayor, que ya se le había
agotado la paciencia y acabó por gesticular una mueca de desprecio hacia los
chicos.
¿El Entierro de Cristo? ¿Qué
significaba aquello? Quizás era algo metafórico, aunque sonaba demasiado
extraño. Pronto Francisco tendría la oportunidad de descubrir a qué se refería
aquella anciana.
Afortunadamente, la hermana
del chico, Ana había sido la elegida para coronar a la Virgen con una corona de
flores, tradición que en el pueblo se venía haciendo desde hacía muchísimos
años. Había un penitente, con la cara descubierta, a diferencia de los demás,
que se tapaban el rostro con un capirote oscuro como la noche, que portaba una
escalera pequeña bajo su axila durante toda la procesión y detrás de la Virgen.
Una vez que el Cristo se hubiera parado frente a la plaza del ayuntamiento, la
encargada de coronar a la Señora debía prepararse. Cuando la Virgen estuviera
enfrente de la puerta del edificio administrativo municipal, la niña, teniendo
cuidado, debía subir al paso mariano para colocar la corona florida en la
cabeza de la triste madre. Si todo hubiera sido tan fácil, las lágrimas de
Francisco no se hubieran derramado como la sangre de Cristo aquella noche...
En un absoluto silencio, el
paso del Cristo salió a la calle, anunciado por un par de tambores roncos.
Detrás de él, el sacerdote que había oficiado la misa del domingo. Le
acompañaban una serie de hombres y mujeres trajeadas y serias, que portaban una
especie de varas plateadas. El incesante turíbulo de incienso, eterno compañero
del dolor, oscilaba de un lado a otro, desplegando su continua carrera de humo
blanco. Ana, entusiasmada por su papel como encargada de coronar a la Virgen,
no paraba de moverse, expresándoles en cada instante su alegría a sus padres,
quienes la miraban con dulzura. El primer paso de la procesión del Silencio era
Jesús encerrado en una urna de cristal y recubierta de oro y plata, con tres
angelillos en cada esquina. Francisco pensó que de esa manera no era tan fácil
ver a Cristo con sus magulladuras y heridas. Todo aquel oro y todo aquel lujo
escondían perfectamente el cuerpo de Jesús, su esencia al fin y al cabo. No
pudo evitar recordar las imágenes del día anterior: los ojos clavados del Mesías
en su mirada. Y si se suponía que aquella procesión representaba el Entierro
del Señor, ¿cómo es que la figura agonizante de aquel Cristo tendido había sido
la elegida para simbolizar un Jesús ya muerto en el sepulcro? Definitivamente,
la incoherencia de aquellos devotos le sorprendió un nivel más. El chico pensó
que la ornamentación del paso procesional disminuiría su miedo, y lo dejaría
más tranquilo. Pero no fue como él pensaba. El temor le hacía ver a través de
la urna, dándose cuenta de todo el sufrimiento del Hijo de Dios, acrecentando
su temblor de pies. Pero, de un momento a otro, se calmó. Aquellas heridas ya
no le aterraban. En un abrir y cerrar de ojos, Francisco ya no veía una urna de
oro, sino a un cuerpo mortalmente maltratado por aquellos que, injustamente,
insultaron su bondad.
Después del paso del Cristo
yacente, enterrado en aquella lujosa urna, una avalancha de nazarenos o
penitentes perfectamente colocados, velas en mano, dejó paso a la Madre. María,
rota de dolor y con las manos unidas, se movía al son de los tambores roncos,
que habían roto el silencio muchos minutos atrás. La triste y destrozada mujer,
pendiente de que el cuerpo de su hijo no se perdiera en ningún momento,
caminaba despacio tras él en señal de luto y piedad. Francisco volvió a pensar
en el asunto de la maternidad, algo que le obsesionaba. ¿Qué cuerpo humano
resistiría a todas las torturas a las que fue sometido Jesús? Pero,
profundizando psicológicamente más aún, ¿qué madre saldría adelante tras ver
con sus propios ojos a su hijo humillado y maltratado por las amplias calles de
Jerusalén, soportando una cruz y el intenso dolor de una corona de espinas,
posteriormente, clavado en una cruz y por último trasladado a un sepulcro donde
nunca más lo volvería a ver? El corazón de María, en aquellas largas horas del
viernes santo, tendría que haber sido muy doloroso, hasta tal punto de sufrir
tanto como su propio hijo. Pero, en aquella noche de silencio y soledad, el
único dolor que Francisco presenciaría no era solo el de María.
La familia del chico siguió
la procesión hasta la plaza del ayuntamiento, adornada con farolas brillantes
para recibir la llegada del Entierro. Una vez que el Cristo se hubo parado y el
alcalde le hubiera rezado unas palabras del Evangelio, la Virgen siguió su
doloroso camino hacia la puerta del edificio. Según lo previsto, la tradición
mandaba a una niña inocente a coronar a María, con el fin de simbolizar el
ánimo por la resurrección y, sobre todo, transmitirle que no estaba sola. Ana
cada vez estaba más emocionada. El momento se acercaba.
El penitente que portaba la
escalera la apoyó contra el paso, invitándole a subir con la corona de flores,
que ya poseía desde la iglesia. Unas cuantas mujeres se acercaron para ayudar a
la niña a subir. Su sonrisa provocó las miradas de ternura de sus padres, que
estaban radiantes de felicidad. Ana, temblando de nervios, le dio la mano a una
de las mujeres auxiliares, y puso su pie en la escalera, que perfectamente se
sostenía. Los tambores roncos pararon su canto, deseosos de volver a arrancar.
Ayudándose de la posición de la escalera, Ana se las ingenió para subir hasta
la imagen y acariciar el rostro de María, besándola acto seguido. Una vez
hechas las muestras de cariño, Ana le enseñó la corona de flores a su madre y
se la colocó a la Señora encima de la gran corona que ya tenía. Acto seguido,
los tambores comenzaron a sonar, aunque más fuerte. Ese fue el único momento de
la noche en el que sonaron aplausos y voces de los más devotos. Sin embargo, el
repentino estruendo de la ovación puso nerviosa a la niña, quien se tambaleó,
golpeando a la imagen fuertemente. Las manos unidas de María se despegaron del
resto de la imagen, cayéndose al centro del paso, donde las flores de todos los
colores acompañaban a la talla. A pesar de que los más cercanos se dieron
cuenta del accidente, el público seguía aplaudiendo enérgicamente, y los
tambores sonando con la fuerza de diez mil estampidas, ajenos todos al momento
de tensión.
El acontecimiento puso aún
más nerviosa a Ana, que se esforzaba por recuperar el pedazo de cuerpo de la
talla. Pero la confusión que, desde abajo, había generado el accidente, quiso
que la escalera se desestabilizara, golpeando nuevamente la imagen. Quizás, los
técnicos de la cofradía debían de haber reforzado la seguridad de la escultura
sobre el paso. La imagen de la Virgen perdió el apoyo del manto mariano y se
movió violentamente encima de la peana. Definitivamente, el pánico se fue
generando entre la multitud. María había perdido el equilibrio. El capataz
ordenó calma a los costaleros (algunos habían salido de la trabajadera y
observaban atónitos el panorama). Finalmente, la imagen, en pie gracias a la
enorme pieza de tela, acabó por ceder y estallar contra el suelo, dejando libre
la peana encima del paso procesional. Ana, en su intento de recobrar el
equilibrio de la desafortunada imagen, acompañó a María en tal fatal accidente:
la niña fue golpeada por la talla y desplazada varios metros de donde había
caído la Virgen. La gente, horrorizada, acudió enseguida a levantar la figura
mariana del suelo, olvidando por completo que la desdichada infante estaba
herida.
Un tumulto de personas se
arremolinaban en torno al paso mariano, dejando ver su horror de todo tipo:
lamentos, angustias, gritos de rabia, dolor, tristeza...Mientras toda la gente
se esforzaba por ayudar a los penitentes a comprobar que nada le hubiera pasado
a la bella imagen de la Madre triste, Francisco se dirigía a auxiliar a su
hermana, magullada en el suelo. Su cabeza emanaba sangre a borbotones,
impregnando la corona de flores, que había cogido polvo debido al ir y venir de
las personas que contemplaban la procesión. El accidente detuvo la comitiva por
el principio, obligando a los costaleros del paso de Jesús a parar e ir a
ayudar a sus compañeros.
Pero nadie se acordaba de
Ana. Francisco no entendía cómo ni sus propios padres acudían a ayudarla.
¿Quizás con la masiva reunión de gente no se habían dado cuenta? El papel de la
niña era demasiado importante para no alterarse una vez golpeada. Francisco
lloró todo lo que no lloró en su vida aquella noche. Desesperado, gritaba a
cualquier persona para que le ayudase, a él y a su hermana, pero todos estaban
demasiado ocupados en saber lo que le había ocurrido a la grandiosa imagen. Con
su hermana ensangrentada en brazos, recordó aquel pasaje de la vida de Jesús
que había relatado el sacerdote en misa: el de la Piedad, cuando María, rota de
dolor, coge a su hijo en brazos tras ser bajado de la cruz en el Gólgota. En
aquel momento se dio cuenta del dolor que sintió la Señora tras tocar carne de
su carne, destruida e injustamente tratada.
¿Qué había sido de la
transmisión del mensaje de Jesús, aquel que decía que había que ser compasivo y
piadoso con el prójimo? Aquella niña estaba herida, y nadie la ayudaba. ¿Dónde
estaba la misericordia que Jesús, más de mil años atrás, hubiera tenido?
Francisco se dio cuenta de que las personas, a lo largo de los tiempos, no se
habían dado cuenta de nada. El verdadero mensaje de Cristo, la verdadera fe de
Jesús no residía en aquellas urnas que glorificaban su muerte. De hecho, Jesús
fue sepultado en un sepulcro de piedra, normal y corriente. Tampoco residía en
aquellas esculturas tan minuciosamente detalladas y vestidas. Ese no era asunto
del verdadero mensaje de Cristo. No era posible que los fieles dieran más
importancia a una talla de madera pintada que a una niña de carne y hueso, viva
como ellos. El símbolo que guardaban las tallas religiosas había sido explotado.
Francisco recordó el
entusiasmo de la gente con la procesión, pero el poco interés que mostraban en
misa al escuchar las hazañas benevolentes y el sacrificio humano de Jesús, que
en sí conllevaba una finalidad espiritual, pura y pacífica. Rozó el corazón de
su hermana y temió lo peor. Hacía tiempo que su pecho no daba leves brincos de
vida, y que sus pulmones habían dicho adiós. Con un grito desgarrador, y
perdidos entre la hipócrita multitud, Francisco y Ana estaban solos. La
verdadera fe no residía en aquellos obsesos y falsos devotos, sino en el
corazón de Francisco, que se había lanzado a ayudar a su desgraciada hermana.
Ahora entendía aquellas palabras de santo Tomás de Aquino, santo que había
leído durante esa semana, «La fe se refiere a aquellas cosas que no se ven».
Intentó por todos los medios que el corazón de su hermana captara aquella
bondad que había aprendido de Jesús, pensando que eso le ayudaría a recobrar la
vida. Pero ya era demasiado tarde. Había dejado de latir.