domingo, 30 de marzo de 2014

El sauce llorón



EL SAUCE LLORÓN


Malva destilaba una belleza increíble cuando Marco puso el pie en ella. Una tierra realmente hermosa, poblada por abundantes arbustos y árboles, que por el día movían sus ramajes como un ritual sagrado dedicado al Sol. Pero que, al caer el astro rey, se teñían de oscuridad y silencio, como un cementerio. Marco, sin mirar atrás, avanzó hacia la casa de sus abuelos, que quedaba un poco al este del pueblo, y contempló aquel paisaje de noche, tan escalofriante como bello a la vez. Aquellos árboles no se movían con solemnidad; ahora lo hacían con fuerza y violencia. El aire que se respiraba destilaba miedo, como si se concentraran los gritos de los muertos.
Marco divisó la casa de sus abuelos cuando unas borrosas nubes ocultaron a la Luna. Parecía que, en aquel inquietante momento, lo único que parecía tener una vía de salvación era aquella piedra que brillaba en lo más alto del cielo, rodeada de estrellas y de tinieblas. Si alguien tenía miedo, sólo tenía que mirarla y relajarse. Marco finalizó su camino al tocar en la puerta de la casa de sus abuelos. El silencio se había apoderado del ambiente y las ramas de los árboles ya no se movían. Un enorme sauce se levantaba unos metros más al norte de donde él estaba. Era el viejo sauce de la familia, que ocultaba una leyenda tan misteriosa como macabra. Según decían las malas lenguas del pueblo, incluida la abuela de Marco, a quien se atreviera a colocarse bajo el sauce le explotaría el corazón en cuestión de milésimas de segundos, causándole la muerte instantánea. Como era de esperar, desde que se propagó tal cuento nadie del pueblo se atrevió a situarse bajo aquel árbol, ya que existía la extraña posibilidad de que aquel rumor fuera verdad, por capricho de la casualidad o por la misma malicia de la muerte al elaborar semejante trampa.
- ¡Abuela, soy yo! ¡Abre!
- ¿Quién llama a estas horas...?- dijo una voz detrás de la puerta.
- Soy yo, Marco, tu nieto. Ya llegué.
- ¡A buenas horas llegas, hijo!
La abuela de Marco abrió la puerta mostrando unas ojeras que llegaban hasta el suelo. Su apariencia era la de toda ancianita chismosa de cualquier pueblo del mundo. Un delantal adornaba su cintura, decorado con destacadas flores blancas y negras. Tenía el cabello recogido por un moño, dejando ver unos finos pelos grises apretados y grasientos. Sonrió a su nieto, tomándose a risa su llegada de a aquellas horas de la madrugada. Por su aspecto y su expresión de la cara, era una vieja algo gruñona, que siempre estaba pendiente de lo que hacían los demás. El morbo lo mantenía con sus grandes invenciones; chismes sin sentido que escandalizaban a todo el pueblo. Y eso Marco lo sabía: su abuela no era precisamente la más querida. Pero, al mismo tiempo, una heroina joven e invencible luchaba contra su propio corazón por querer salir de aquel cuerpo arrugado y al borde de la destrucción.
La abuela lo invitó a pasar, sintiendo Marco una inevitable ráfaga de calidez procedente del interior de la casa. Aquel lugar estaba plagado de retratos por todas las paredes. Uno presentaba a un hombre con un poblado bigote que sonreía, y que sostenía en su mano una pipa marrón algo destacada. Otro retrato plasmaba la imagen de una joven de cabello moreno y largo, de ojos verdes esmeralda y con una rosa plateada en la mano. Aquel semblante lleno de dulzura provocó en Marco un sentimiento de tranquilidad y acogimiento.
La habitación del chico no estaba muy lejos de la última pared. Ésta estaba regentada por un amplio cuadro de un paisaje. Marco supuso que era el paisaje nocturno de Malva, pintado con una técnica tan perfecta como delicada. La abuela le invitó a entrar en su habitación.
- Esta era la habitación de tus bisabuelos.
- Vaya, nunca había visto este cuarto...
- Tampoco me gusta mucho abrirlo. No quiero que se escapen los recuerdos.
Marco se quedó contemplando a su abuela con una chispa de emoción. La anciana presentaba ya alguna lagrimilla en sus ojos, y Marco respetó su tristeza con un profundo silencio. Acto seguido, la abuela le sonrió y le comunicó que iría a dormir con el abuelo. Con un sonoro beso se despidieron.
La cama de aquella habitación era blanca y muy vieja, de matrimonio. Sin embargo, su vejez no escondía la belleza que contenía aun habiendo pasado los años. Era como si la cama tuviera corazón, puesto seguía serena y paciente a que su nuevo huésped se recostara sobre ella. Marco tocó el colchón y comprobó que era más cómodo de lo que se esperaba. La luz que procedía de la lámpara del techo provocaba unos luminosos reflejos en las almohadas. Marco decidió irse a dormir, puesto que estaba cansado y le dolían un poco los pies. La serenidad que le invadía era sólo una mera capa para que su abuela no descubriera su moribunda alma llena de tristeza; una tristeza que sólo el corazón de un hijo puede comprender.
A la mañana siguiente, Marco se levantó más cansado de lo que estaba cuando se acostó. El sonido del viento golpeando en la ventana y el olor a café recién hecho terminaron por espabilarlo del todo. Se levantó de un brinco y fue a parar directo a la cocina, hipnotizado por el armonioso aroma. Pero el estado de embelesamiento le duró poco, ya que su abuelo entró en la cocina con la mirada triste y la cabeza baja.
- ¡Buenos días, abuelo! ¿Qué tal por la mañana?
- Buenos días...hijo. ¿Qué...tal estás?
- ¿Ocurre algo?
- Bueno, no traigo buenas noticias...
En ese momento, la abuela de Marco entró con los ojos desencajados, afirmando con la cabeza a la vez que miraba a su marido. Caminaba de un lado para el otro, como si estuviera inquieta. Algo le ponía realmente nerviosa, y no era precisamente el olor a café que se respiraba en la cocina.
- Mariela ha muerto.
- ¿Mariela?- preguntó Marco, mirando a sus abuelos.
- Sí. La vecina de aquí al lado.
Mariela era una joven a la que Marco le tenía bastante aprecio. Había sido amiga de la familia desde hace tiempo, y su muerte dejó al chico con el corazón en las manos. Mariela vivía en la casa que se encontraba debajo de la de los abuelos de Marco. Era una casa algo más nueva, rodeada de un jardín precioso que contenía jarrones de flores de todo tipo. Desde la ventana de la casa de la chica, según pudo comprobar Marco tiempo atrás, se veía el sauce de lejos. Por la noche, aquella estampa parecía salida de una película de terror.
- ¿Cómo ha sido? ¿Qué ha pasado?
- La encontraron muerta bajo el sauce llorón que hay cerca de casa.
- ¿El sauce?- Marco no podía creer lo que estaba oyendo.
Dejando a su abuelo con la palabra en la boca, Marco corrió hacia el árbol, dando un portazo al salir de casa que espantó a un gato que por allí paseaba. Aquel enorme sauce tenía un aspecto bastante inocente por el día. Sus ramas permanecían quietas, producto del silencio del viento. Unas pequeñas manchas de sangre adornaban su tronco. Sin duda, aquellas manchas parecían recientes.
- ¡No lo hagas!- gritó la abuela de Marco a sus espaldas.- ¡El sauce acabará contigo!
- ¡Tonterías!- dijo Marco - ¡Este sauce es inofensivo! ¡La muerte de Mariela no se produjo por aquella descabellada leyenda!
- ¡No, por favor! ¡MARCO!
La abuela de Marco parecía fuera de sí. El abuelo le aconsejó a su nieto que se dejara de hacer tonterías en la escena del suceso, pero Marco estaba ya demasiado lejos para oír su suave voz. El chico dio un paso adelante para confirmar su teoría y se situó bajo el sauce, provocando acto seguido un silencio que le puso los pelos de punta.
- ¿Ves, abuela? No me ha explotado el corazón. ¡Esa leyenda es falsa!
La abuela se desmayó después de suspirar profundamente aliviada. Aquella leyenda había sido desmontada por el único valiente que se había atrevido a desafiar su oscuro contenido. Varios agentes de policía llegaron a la casa de los abuelos de Marco cuando éste intentó socorrer a su abuela. Al parecer, estaban allí por una sencilla y lógica razón: investigar lo que había ocurrido. Tuvieron una intensa charla con el abuelo de Marco, haciéndole todo tipo de preguntas para averiguar si había sido testigo. Sin embargo, el abuelo sólo se había enterado de la noticia una vez muerta Mariela, por lo que no pudo darle mucha información de lo que ocurrió antes de morir la chica.
Marco entró en la habitación y se pasó allí la mayor parte del día, reflexionando por lo que había ocurrido. Extrañada por su ausencia en la casa, la abuela fue a ver que todo estaba bien y que la muerte de aquella chica no hubiera afectado demasiado a su nieto. Abrió la puerta con sigilo y descubrió a Marco tendido en la cama y con los ojos llorosos. Se acercó al borde de la cama y se sentó, acariciándole el pelo a su nieto con una dulzura que a Marco le pareció reconfortante.
- Sé lo mucho que querías a tu madre. Y lo mucho que querías a esa jovenzuela.
- ¿Por qué yo, abuela? No me paran de pasar cosas malas. Estoy harto, no aguanto más...
- La muerte es algo de lo que nadie puede escapar, hijo. Sé que la vida es injusta y que a veces se lleva a las personas antes de lo previsto, pero no debemos debilitarnos...
- Demasiado tarde para decirme eso...
- Has venido aquí para despejar de todo el agobio que te rodeaba. Intenta sonreír y seguir adelante. Créeme. Tu abuelo y yo también lo hacemos cada día, a pesar de que sabemos que somos viejos y que la muerte puede llamar a la puerta en cualquier momento. Ya no es como antes, que éramos jóvenes y no nos preocupábamos de eso. Decíamos ''¡Queda mucho tiempo para morirnos!'' ''¡Cuando lleguemos a viejos ya reflexionaremos sobre eso!'' Pero lo que no sabíamos es que tu madre moriría mucho tiempo después, no a los noventa años, sino a los cuarenta. Y que Mariela no tuvo tiempo de reflexionar sobre la muerte, porque nunca llegó a vieja. Aún así, hijo mío, la vida es una contínua prueba para demostrar lo que valemos. Y sólo los más fuertes consiguen el primer premio.
- Abuela, mi madre no se merecía morir, era injusto...hasta yo mismo puedo morir mañana...
- Marco, no pienses eso. ¿Qué más da morirse con veintitrés años? ¿Qué más da morirse con setenta y cinco? Lo importante es morir con una sonrisa que demuestre que has vivido una vida que merece la pena recordar.
- Mi madre no pudo recordar su vida. Porque ya no existe. Ni Mariela tampoco.
- Ni tu madre ni Mariela pueden ya recordar todo lo felices que fueron en vida. Pero nosotros sí. Nosotros sí podemos recordar sus momentos, tanto los buenos como los malos, los graciosos y los tensos. Y mientras que nosotros lo podamos recordar por ellas, ellas seguirán viviendo. No en forma física, sino en una mucho más especial: en forma de un precioso recuerdo.
- ¿En mi memoria?
La abuela negó con la cabeza y puso su mano derecha en el pecho de su nieto, mostrándole una amplia sonrisa.
- Dentro de tu corazón.
Abuela y nieto se enfundaron en un intenso abrazo. Ahora que la leyenda del sauce llorón era incierta y que la policía había demostrado que Mariela fue apuñalada, la abuela de Marco había abandonado su superstición y se había tranquilizado del todo, abandonado las absurdas ideas que inundaban su cabeza y podiendo así consolar a su nieto tras el horrible acontecimiento.
Esa noche Marco no pudo dormir. Salió a tomar un poco el aire, dándose cuenta de que el tiempo había cambiado: ahora el viento era más fuerte. El sauce movía las ramas con fuerza, provocando en el chico un escalofrío. Malva descansaba bajo más de un millón de luces destelleantes aquella noche. Las luces de las casas aparecían todas apagadas, por temor a lo que había pasado esa mañana. Todo el mundo se había ido a dormir; menos Marco. Caminó hacia el sauce, ya que todavía sentía curiosidad por aquel árbol, y se paró en seco al volver a ver las manchas de sangre. La policía había recogido sus artilugios y la zona ya estaba libre.
- Ojalá pudieras hablar y contarme lo que pasó ayer por la noche. Estoy seguro que Mariela se alegraría...
Las ramas del sauce se pararon de pronto, acrecentando aun más el silencio.
- Vaya, eres muy cordial...
Y con esas palabras, Marco se retiró a casa y se metió en su habitación, envuelto en una tristeza que no tendría fin. Poco habían servido las palabras de la abuela, ya que Marco estaba tan tocado que sus fuerzas terminaron por decaer. Aquella noche ni el somnífero más fuerte podría haberle hecho dormir.
Un grito ahogado despertó a Marco la mañana siguiente. Su abuela, horrorizada, chillaba sin parar. Una acumulación de gente se concentraba en torno a la casa de los abuelos. Nervioso, Marco fue a ver lo que pasaba, y, para su sorpresa, encontró lo que menos esperaba del mundo. Su abuelo, con una gran mancha en el pecho, yacía muerto bajo el sauce. Esta vez, las ramas del árbol se teñían de un rojo intenso. La desesperación acabó con el chico. Una sensación de impotencia subió por su columna, haciendo que su adrenalina se activara. Fue a parar donde estaba el árbol y arremetió contra él un puñetazo que hizo vibrar el sauce. Después, un cabezazo, un puñetazo más y una fuerte patada finalizaron la pelea. La sangre salía a borbotones de los nudillos, las rodillas y las orejas de Marco.
- ¡HIJO DE PUTA!- gritó, resonando su eco en toda Malva.
La abuela del chico acudió en su ayuda, llorando como una magdalena.
- Tranquilo, cariño...tranquilo...él no tiene la culpa...ya lo vimos...
- ¡SUÉLTAME, ABUELA!
La furia de Marco no paraba. Empezó a asestar todo tipo de golpes al árbol, haciendo que éste se doblara un poco. Unas pocas ramas saltaron por los aires, yendo a parar a donde estaba la gente, que contemplaba la escena tan sorprendida como la policía. Cuando el chico ya se hubo tranquilizado, los agentes comentaron a la familia que el abuelo había muerto del corazón. Para sorpresa de los médicos, el corazón de Mariela había sufrido un impulso tremendo que le había llevado a su rotura de una forma brusca. Los síntomas en el cuerpo que padecía el abuelo eran los mismos que los de la chica. Habían muerto de la misma forma; a los dos les había ''explotado'' el corazón.
La extraña coincidencia después de la autopsia de ambos cuerpos hizo que la alarma volviera a aparecer entre las gentes del pueblo y, sobre todo, en la abuela de Marcó. Ésta, tan dolida como asustada, recomendó a su nieto que no se acercara al árbol, puesto que ahora sí que su vida corría peligro si osaba ser tan atrevido como la otra vez. Por su parte, Marco estaba empezando a perder la razón. La muerte de Mariela y la de su abuelo habían terminado con él. Si no descubría el enigma de aquel asunto, al que le explotaría el corazón sería a él.
Dos víctimas, la misma muerte, el mismo lugar, ningún asesino, la extraña coincidencia natural...natural...
- Puede que no sea tan natural como pensemos.- le dijo Marco a su abuela mientras ésta tranquilizaba del todo a su nieto con un sabroso café.
- ¿Qué quieres decir, hijo?
- Desde pequeño me criaron para no ser supersticioso, pero es demasiada casualidad en todo...
- ¿Insinuas que han muerto porque un fantasma les ha matado?
- Un fantasma ha hecho que su corazón ''explote'', por así decirlo. Pero ese fantasma se esconde en algo...y creo que sé que es.
- ¿El sauce, verdad?
- Me da la impresión de que lo llevas pensando todo este tiempo.
- Así es, hijo. Estaba convencida de que cosas que creemos que existen, existen de verdad. Para eso están las leyendas.
- La cuestión es...quién es ese fantasma, y por qué mató a Mariela y al abuelo.
La noche se deslizó tan rápidamente como un destello sobre Malva. La abuela de Marco y éste, armados cada uno con un cuchillo, decidieron tentar al destino y salir afuera, a investigar alrededor del sauce lo que tanto les intrigaba. Esta vez, el sauce parecía más tranquilo, con la posición de un soldado a las puertas de un castillo. Marco contempló sus ramas, que se movían con sigilo, provocando un destacado sonido que ponía la piel de gallina. Sin duda, el sauce estaba dispuesto a contraatacar si se le volvía a agredir de aquella manera.
Marco miró el reloj: eran las dos de la madrugada. No había nadie en los alrededores; sólo él, su abuela y el sauce. Los tres dispuestos a verse las caras. Esa tarde, la abuela de Marco le había contado a su nieto que hace años murió un detective privado en una casa cercana a la suya. Los del pueblo lo llamaban el viejo Thomas, y siempre mostró una actitud rancia y grosera. Según contaba, nunca había tenido éxito en la vida y todos los del pueblo estaban en contra de él. ¿Y si el espíritu de Thomas, que había sido asesinado por su hijo por motivos de herencia, quería tomar venganza también de sus vecinos, que tanto lo despreciaban? Marco se estremeció cuando su abuela le contó la historia. Creer en espíritus no era lo suyo, pero esta vez no le quedaba más remedio. Debía afrontar la verdad con valentía, algo que le faltaba desde hace tiempo debido a la muerte de su madre.
Marco, a escasos centrímetros del tronco del sauce, empezó a sentir un dolor punzante en su corazón. Notaba como palpitaba intensamente en el interior de su cuerpo. Pero ese dolor se hizo cada vez más insoportable. Llegó a la conclusión de que no eran los latidos, sino la presencia de algo que le estaba haciendo daño. Y realmente...estaba en lo cierto.
<<Insensato...te atreves a luchar con tu propia ignorancia...>>
Una voz que salía del cielo estaba hablando. Pero la abuela de Marco no parecía inmutarse, pues seguía con su mirada atenta por si algo acechaba. La voz había sonado atronadora, y Marco sentía que sus oídos estallaban a cada sílaba.
<<No te das cuenta...de que aquí la única amenaza eres tú. Tú y tu existencia.>>
- ¡ABUELA!- gritó Marco, desesperado por aquellas dolorosas palabras.- ¡Estoy oyendo voces!
- ¿Qué te dicen, hijo mío?
- Me dicen...que soy el culpable de todo esto...que soy un ignor...
Marco no llegó a terminar la palabra. Cayó al suelo fulminante. La abuela de Marco dio un paso atrás y miro al sauce, desconcertada. Su nieto se había desmayado, pero no tenía las suficientes fuerzas de ayudarle; algo se lo impedía. De pronto, unas violentas ramas le golpearon la espalda y el pecho, atándola de una manera brutal. La abuela de Marco, atrapada por los ramajes de aquel árbol, se elevó en el aire y fue a parar hacia la copa del sauce. Marco, por su parte, recuperaba poco a poco la conciencia en el suelo, tirado como un perro contra su voluntad.
<<Acabarás conmigo cuando te hayas destruido>>
- ¿Qué está pasando, Marco? ¡Ayúdame, por favor!
El sauce tenía bien sujeta a la anciana, que se esforzaba por escapar de aquellas ramas que le hacían tanto daño. Un hilo de sangre apareció por su vientre, delatando su delicada situación.
- ¡Abuela, abuela!- gritaba Marco, que miraba al sauce con resentimiento.
En ese momento, todo cobró sentido. Marco, totalmente capacitado e incorporado, sacó su puñal y miró a su abuela, acercándose a ella. Aquella voz, que parecía provenir del sauce y no del cielo, seguía entonando las diabólicas frases. El chico se paró en seco y bajo la cabeza.
- Lo siento, abuela.- dijo mientras las ramas del árbol fatigaban cada vez más a la anciana.- Hay algo que no te conté sobre mamá.
- ¿Qué ocurre, hijo?- dijo la abuela con las lágrimas en los ojos del dolor que le producía tal tortura.- ¿Qué tienes?
- Mamá no murió de un ataque al corazón.
Marco empezó a llorar envuelto en la más profunda pena. Sus ojos estaban empezando a ponerse rojos y su voz temblaba a cada palabra que articulaba.
- Yo la maté.
Esas palabras sonaron como truenos en el corazón de la anciana, a pesar de que su nieto las había entonado con la suavidad más perfecta.
- Mamá se comportaba de una manera rara, como si ella no fuese la misma de todos los días. Últimamente tenía las venas de los ojos casi siempre hinchados y estar en presencia de ella me incomodaba demasiado. Ya no me besaba ni abraza; se había convertido en una piedra con piernas. Un día, mientras ella se estaba cambiando en su habitación para ir a dormir, la espié por el hueco de la puerta. Y vi algo horrible.
- ¿Qué...viste...?
- Mamá tenía los ojos en blanco y tenía convulsiones muy fuertes. Soltaba una especie de espuma por la boca que me hizo dar un paso para atrás. Al principio creí que era un ataque epiléptico, pero mi hipótesis se desmontó al comprobar que se elevó en el aire. Definitivamente, algo estaba tomando el control de su cuerpo. Aún así, me negué a saber lo que era. Aquel monstruo ya no era mi madre. La piel se le estaba empezando a poner de color azulado y la boca cada vez soltaba más espuma.
Marco se quedó callado por un momento, siendo consciente de lo doloroso que le resultaba contar aquello a su propia abuela.
- Mi mala suerte llegó cuando sintió mi presencia y giró la cabeza hacia mí. Un escalofrío y unas ganas tremendas de que la tierra me tragase recorrieron todo mi cuerpo. La puerta se abrió de golpe y mi madre se situó delante de mí en una milésima de segundo. Me cogió del cuello y me lo apretó con fuerza. Intenté escapar por los pelos, y corrí al salón a pedir ayuda, pero era demasiado tarde: aquel monstruo me volvió a atrapar, y esta vez me tenía amordazado. Cuando creí que perdía la respiración, vi mi salvación en una mesa cercana y pequeña. Un rosario plateado brillaba encima del cristal. Intenté por todos los medios acercarme a la mesa, a pesar de las heridas que me estaba haciendo aquella cosa. Cada esfuerzo que hacía era un grito para atraer a la muerte...
- Dios...
- Cuando aquella criatura vio el rosario colgado de mi mano me soltó de golpe. Una luz blanca y potente salió de su boca, cubriendo todo el espacio. Después de que la luminosidad se hubiera disipado, vi el cuerpo de mi madre en el suelo, sin ninguna herida y con los ojos abiertos. Estaba muerta. Los médicos dijeron que había sido un ataque al corazón, pero solo yo sabía la verdad: había sido poseída por un demonio. Incapaz de procesar aquello, me negué a creer la evidencia y me escapé a Malva para olvidarlo todo; para olvidar la verdadera razón de mi presencia aquí. Pero ahora que ha pasado esto, tengo que asumirlo de una vez por todas...
- Hijo...
- Mi remordimiento, mi tristeza y mi tormento se han encarnado en el sauce llorón, abuela. No es Thomas el espíritu que tiene cautivo a Malva. Las muertes de Mariela y el abuelo sólo han sido una señal para que me dé cuenta de quien se esconde tras estas ramas.
- Estás diciendo que aquel...
- Las ramas de este árbol siempre se identificaban con mi estado de ánimo.- interrumpió Marco- Cuando yo estaba tranquilo, el viento no las movía. Por el contrario, cuando sentía alguna agitación en mi corazón, el viento las envolvía en la más violenta furia. ¡El demonio que se poseyó a mi madre está en ese árbol! ¡Y me está intentando manipular! Los dos nos sentimos furiosos por la misma razón. Ahora...el sauce y yo somos la misma persona.
Marco hizo una fuerte pausa y agarró su cuchillo con todas sus fuerzas. Ahora que sabía que el ser que poseía al sauce era aquel demonio, tenía por seguro que esta vez no lo iba a dejar escapar. El árbol, por su parte, se alimentaba de la rabia de Marco y, deseoso, soltó a la abuela para enfrentarse a él. La anciana cayó al suelo tras un fuerte golpe, que le provocó un llanto que se oiría a kilómetros de distancia; un llanto que no sólo llevaba el dolor de su herida, sino también el dolor por su nieto, que se estaba encarando con un ser infernal.
A pesar del golpe tan fuerte que se había dado cuando se desmayó, Marco siguió caminando hasta situarse bajo el sauce. Aquel sitio parecía todavía más terrorífico. Sin embargo, las ramas se esforzaron por rodearlo e impulsarlo para atrás, recibiendo Marco un golpe en la cabeza que casi lo deja inconsciente. A pesar de su fracasado primer intento, el chico siguió intentándolo, atacando con su cuchillo a las ramas que le obstaculizaban el camino. Con un rápido movimiento de pies, se colocó a escasos centímetros de las raíces, pero una rama lo tumbó en un segundo. Herido y casi sin respirar, Marco se esforzó por clavar la punta del cuchillo bajo el sauce, pero las condiciones estaban en su contra: las ramas del sauce y el viento no parecían dar su brazo a torcer. De repente, la abuela de Marco le cogió el arma y alcanzó las raíces.
De la punta del cuchillo salió un potente chorro de luz que nubló la vista de Marco y su abuela. El sauce, que desprendía gritos como bolas de fuego, se estaba incendiando. La abuela de Marco intentó apartarse todo lo que podía, arrastrando a su nieto para ponerlo a salvo. El sauce estaba teniendo convulsiones, que finalmente acabaron en una explosión de luz y ramas, sentenciando así la muerte del árbol. Un berrido escalofriante se oyó desaparecer en el viento.
Marco lloró todas las noches a partir de aquel día. Tanto su abuela como él juraron nunca contar aquella historia que habían vivido en primera persona: ni la verdadera razón de la muerte de su madre, ni la posesión del sauce, ni todo lo que pasó después...Su silencio y sus lágrimas eran la única señal de lo ocurrido cuando se cerraba la puerta de la casa de la abuela de Marco. Por su parte, aquel árbol ya no volvería a ser lo que era: ahora estaba destrozado y poco a poco iría perdiendo el interés de la gente de Malva. Marco decidió quedarse a vivir allí, pues quería cuidar a su abuela todo lo que pudiese, una bonita forma de agradecimiento tras haberle salvado la vida. A veces, se asomaba por la ventana de la casa y contemplaba los restos del sauce llorón. Todavía sentía escalofríos al contemplar lo que quedaba de aquel árbol, que en su memoria...nunca moriría.

jueves, 6 de marzo de 2014

María



MARÍA

María recogió la mesa después de que su marido y ella cenaran, y guardó las sobras en la nevera. La palidez de su cara demostró que una vez más se había enterado de algo que ya, de todas formas, le daba igual. Miró a su marido, que se había quedado dormido en la silla, y continuó fregando los platos con tanta parsimonia que hasta ella misma se desquiciaba. Su camisa negra estaba ya un poco sucia, pues se la había puesto cuatro días seguidos. Su falda había quedado en el olvido; estaba pasada de moda. También era negra, con reflejos blancos y grises. Su pelo era lo que más llamaba la atención, pues estaba desaliñado y recogido en un débil moño que se desmoronaba con la noche. Eran las cinco de la mañana cuando María apagó la luz y se fue a dormir.
La habitación de María tenía las paredes llenas de humedad. Un crucifijo adornaba la pared que protegía las camas. María miró al crucifijo y se santiguó. Era una devota pasional, pero poco caso le hacía Dios a sus plegarias, pues su vida era tan desgraciada como su nacimiento. Y es que cuando digo desgraciada, hago énfasis en todas y cada una de las letras de la palabra.
María nació en un pueblo donde el hospital se había convertido en un vertedero. Las ruinas del edificio se levantaban en la noche cuando el padre y la madre de María entraban por la puerta principal. Un paralítico se quejaba afuera, llorándole a la Luna para no sentirse solo. La madre de María intentó acercarse a él para socorrerlo, pero cuando le iba a tender la mano, interrumpiendo así el llanto del lisiado, su marido le gritó que se diera prisa. A pesar de los fuertes dolores que sentía la madre de María por la llegada del bebé, ella quería socorrer a aquel desafortunado. Finalmente nadie le hizo caso, pues los nervios y el dolor acabaron por convencer a la futurísima madre del peligro que corría si se demoraba más. El paralítico se quedó tirado en la calle, exactamente como había seguido antes de la llegada de los padres de María, y continuó su llanto a la noche, balanceándose para adelante y para atrás, quejándose con su voz quebrada del dolor que sentía en lo más profundo de su corazón: no lloraba por su enfermedad; lloraba porque todo el mundo se había olvidado de él, dejándolo en una profunda soledad.
María nació a las cinco de la madrugada en aquel mísero lugar lleno de mugre. Su madre le dedicó una sonrisa al nacer, aunque su padre no estaba muy de acuerdo con ese gesto, ya que no quería que el bebé naciera. Se retiró al pasillo del hospital y decidió esperar hasta que se hubieran llevado a aquel demonio que había brotado de su propia sangre. María, para su padre, siempre fue Lilith, la tentadora súcubo que se dedicaba a seducir a los hombres. María sería su perdición. No tenían dinero y no tenían como mantenerla. ¿Qué iban a hacer? El fuerte deseo de tener a su niña convirtió a la madre de María en una heroína. El padre, frío de corazón y de sangre azul como el cielo, tenía pensado empujar por las escaleras a su esposa para que perdiera el bebé. Su plan falló debido a que su mujer mismamente sospechaba de la locura de su marido. El padre de María también había pensado en envenenar a su mujer con un líquido que le había recomendado un farmacéutico, que, según contaba él, hacía que el feto muriera al instante. Nada había tenido resultado, ya que la astucia de la madre de María se había adelantado a la malicia de su marido: su decisión era tener y cuidar al bebé. Finalmente, el padre de María aceptó la decisión de su mujer, a regañadientes. Aún así, seguía pensando que sería la perdición de su familia.
- ¡Mario! ¡Mario! ¡Ven a ver a tu hija!
Los gritos de la madre de María retumbaban por todo el hospital, dando la impresión de que se iba a caer de un momento a otro. Mario no se movía. Seguía esperando en el pasillo a que el ajetreo del parto se hubiera consumado. Con paso firme, se dirigió hacia la puerta principal, volviendo la cabeza hacia la puerta de la habitación por última vez. María tardaría mucho tiempo en ver la cara de su padre.
A los diez años de edad, la madre de María decidió contarle a su hija que su padre la abandonó al nacer. La joven niña al principio no entendía mucho la actitud de su padre, pero luego terminó odiándolo con todas sus fuerzas por lo que hizo. Su carácter fuerte y desconfiado, forjado por el rencor que le tenía a su padre, hicieron de María una niña llena de problemas en el colegio. Maltrataba a los niños más débiles y les insultaba hasta hundirles la moral. Los lunes prefería insultar a los empollones; a algunos les rompía las gafas y se las pisoteaba en el suelo. A otros le escupía en la cara y luego extendía la saliva por la cara, dejando que el líquido viscoso se mezclara con las lágrimas de la víctima. Cuando María quería ser cruel, abofeteaba a los niños e incluso, le rompía partes de su cuerpo, como un día cuando le dobló la pierna a una niña y acabó por utilizar ésta silla de ruedas. Lo que no sabía María es que la utilizaría toda la vida; la existencia de aquella niña había quedado arruinada en el momento en que se supo que iba a perder la pierna. Entonces, en ese preciso momento, empezaron las amenazas. Todas las noches, cuando el Sol rozaba el horizonte para decir adiós, la madre de María lloraba en la habitación, preguntándose una y otra vez por qué su hija era de la forma en la que era.
La agresión a la niña de silla de ruedas cambió la vida de María. Ésta, siendo consciente de la atrocidad del asunto, optó por cambiar su forma de ser y convertirse en una persona sumisa y débil. El cargo de conciencia de María pocas veces era soportable. A veces, llegados al extremo, había ocasiones en las que María se provocaba el vómito en los baños del colegio para limpiar su culpa. Rezaba todas las noches para que aquella niña que ella había desgraciado se pusiera bien. Pero no fue así. Dos años después aquella niña murió, literalmente por la depresión que cogió por quedarse sin pierna. María intentó suicidarse quince veces. La última la llevó a las puertas de la muerte, ya que por poco se libró de su desgraciado final.
La madre de María murió cuando ella tenía treinta años. Por aquel entonces, era una joven adulta que estaba entrando en la madurez plena. Su carácter le había marcado para toda la vida, destacando su monotonía en su día a día y sus pocas ganas de vivir. La trágica explosión que hubo en su casa mientras su madre se encontraba dentro le causó un trauma que se añadió a la lista de infortunios de la vida de María. El despiste siempre había sido gran amigo de su madre, y eso la llevó a la tumba después de un escape de gas. A partir de ahí, el camino lo debía de recorrer María, sin compañía de nadie. No tenía más familia, estaba completamente sola.
Tres años después de la muerte de su madre, María encontró el amor. Pensando en que había sido demasiado tarde para que se enamorara y, teniendo en cuenta que su pretendiente no era muy agraciado, María no le dio muchas esperanzas a la relación. Los prejuicios seguían acompañando a la solitaria mujer después de todo el peso de su conciencia, algo que no iba a olvidar nunca. Se casó un mes de abril, vestida de negro. Era tanta su tristeza por todo lo que le había pasado en la vida que decidió no vestirse de pureza para el día más importante de su vida; o quizás el día más triste de su vida, pues su marido le fue infiel la noche de bodas. Dos días después, el matrimonio se acabó.
María permaneció sola dos meses más, y después volvió casarse sorprendentemente con una anciano ya muy mayor, que había adquirido recientemente una herencia valorada en bastante dinero. A pesar de las habladurías de la gente, María se enamoró por segunda vez. El anciano, llamado Nicolás, amaba a María con todo su corazón, y le propuso matrimonio después de llevar saliendo un año. Ella, encantada, aceptó. Era la primera vez que María era feliz de verdad.
De la bonita relación que mantuvieron los dos nació una niña, a la que llamaron Azucena por nombre, pues, según su padre, el olor a dicha flor había penetrado en su fosas nasales cuando ella vino al mundo. María y Nicolás iban al cine juntos, paseaban casi todas las tardes y cenaban de vez en cuando en un restaurante cercano a su casa. Era la vida alegre y despreocupada que María siempre había querido tener. Pero la desgracia llamó una vez más a la puerta de la mujer. Fuentes cercanas a Nicolás le habían revelado que ella era la hija de aquel hombre que impidió que su mujer le ayudara. María, que no sabía la historia del paralítico y sus padres en la noche de su nacimiento, pidió mil perdones por la actitud de ambos, pero todo fue en vano: el matrimonio empezó a retorcerse.
Nicolás llegaba frecuentemente a casa borracho, amargando todas las noches de su esposa. Ella, agotada por el trabajo de la casa, se sentaba en la silla a llorar y a recordar aquellos tiempos en los que era una mujer fuerte. Prefería volver a ellos y asumir de nuevo el peso de la conciencia por haber acabado indirectamente con la vida de una persona que aguantar aquel infierno. Todos los días; uno tras otro, lo mismo. A veces, Nicolás le lanzaba mil voces, que chocaban contra el corazón de María como un puñal envenenado. Su corazón herido estaba empezando a exhalar su último suspiro; no le quedaría mucho.
Azucena, por su parte, veía todos los maltratos verbales que su madre recibía; incluso Nicolás llegó en varias ocasiones a las manos. Cuando la hija de María sólo contaba con diez años, Nicolás decidió irse de cacería en su cumpleaños. María se quedaría a celebrar con su hija aquel día tan especial, ya que Azucena no es que precisamente presumiera de muchos amigos.
- Nadie quiere venir a mi fiesta...
- Yo estoy aquí para que no pases tu cumpleaños sola, cariño.- dijo María, abrazando a su hija y llorando de impotencia.
Nicolás llegó ya bien avanzada la noche. En ese momento, María se levantó de la mesa y se fue a su encuentro, haciendo un amago de besarle, con un resultado claramente fallido. El desprecio de su marido no era lo único que le preocupaba, ya que éste empezó a tomarla con su hija. La agarró del pelo y le susurró una cantidad de insultos que hicieron que Azucena se estremeciera.
- Eres tan puta como tu madre, ¿me oyes, zorrita?
- Déjame, papi, déjame, por favor. No me digas cosas feas.- decía Azucena una y otra vez.
Pero la retórica de Nicolás parecía eterna. Luego empezó a acariciarla por debajo del cuello, haciendo que todos los pelos de la niña se pusieran de punta.
- ¿Quieres que te de tu regalo de cumpleaños, cariño?
María observó como Nicolás se aprovechaba de su propia hija. Estaba tan borracho que había olido a ron minutos antes de que entrara por la puerta. Con un rápido movimiento de brazo, María apartó a Nicolás de su hija, provocando la furia de éste. Con un empujón totalmente brutal, su marido hizo que Azucena se levantara y la llevó a la puerta. Asomó su cabeza al exterior y dejó el cuerpo adentro. Con un grito maligno, empujó brutalmente la puerta hacia dentro, provocando a Azucena un tremendo dolor en el cuello. Nicolás repetió lo mismo cuatro veces. Azucena no llegó viva a la quinta. Sólo se oyó un ''crac''.
El cuello de María se había partido. El grito de dolor de María fue agonizante. Por sus entrañas sentía que ella se iba con su hija. Nicolás quedó estupefacto, y se desmayó. María se acercó a su niña e intentó reanimarla, pero todo fue inútil. Dos días más tarde, su cuerpo era enterrado. María nunca perdonaría aquello a su marido. Es más, tenía un desagradable destino preparado para el asesino de su hija.
Después de dos semanas tras la muerte de Azucena, María recogió la mesa después de que su marido y ella cenaran, y guardó las sobras en la nevera. La palidez de su cara demostró que una vez más se había enterado de algo que ya, de todas formas, le daba igual. Miró a su marido, que se había quedado dormido en la silla, y continuó fregando los platos con tanta parsimonia que hasta ella misma se desquiciaba. Su camisa negra estaba ya un poco sucia, pues se la había puesto cuatro días seguidos. Su falda había quedado en el olvido; estaba pasada de moda. También era negra, con reflejos blancos y grises. Su pelo era lo que más llamaba la atención, pues estaba desaliñado y recogido en un débil moño que se desmoronaba con la noche. Eran las cinco de la mañana cuando María apagó la luz y se fue a dormir.
La habitación de María tenía las paredes llenas de humedad. Un crucifijo adornaba la pared que protegía las camas. María miró al crucifijo y se santiguó. Era una devota pasional, pero poco caso le hacía Dios a sus plegarias, pues su vida era tan desgraciada como su nacimiento. Decidió no quitarse la ropa de luto, ya que quería sentir la muerte tan cerca como pudiese.
Su marido estaba yéndose a la cama cuando María se despertó a las siete de la madrugada. Si todo iba bien, su regreso triunfal sería recordado para toda la vida: en la televisión, en los periódicos...Cogió silenciosamente un cuchillo de cortar jamón de la cocina, y se dirigió a su dormitorio con la delicadeza de un ladrón que entra por la noche a robar un banco. Vio la cara de Nicolás, tan anciana y rugosa como siempre. Miró el cuchillo y sonrió. La María de aquellos tiempos había vuelto; no importaba lo buena persona o lo sumisa que hubiera sido los últimos años, la naturaleza diabólica de una persona nunca cambia a mejor.
Y con un rápido repaso, María le clavó el cuchillo jamonero a Nicolás en el corazón. Éste, abrió los ojos por última vez con una expresión de angustia que a su mujer le causó risa. Escupió abundante sangre, y expiró. Después, María volvió a la cocina para coger otro cuchillo que estuviera más afilado y volvió a la habitación para degollar a su víctima. Acto seguido, desfiguró tanto el rostro como el cuerpo y se marchó de la habitación, dejando el suelo y las sábanas cubiertas de un océano de sangre.
María, antes de suicidarse con el mismo cuchillo que había acabado con la vida de su marido, recordó los momentos felices de su vida, que eran pocos pero intensos. Estuvo orgullosa de todo lo que hizo y no se arrepintió de nada: el hombre era malo por naturaleza y entre maldad y oscuridad debía de morir, a ser posible de la manera más trágica posible.
La sangre brotaba del pecho de María cuando se apuñaló a si misma, mostrando como último gesto una sonrisa maliciosa que alimentaba el seno de su desgracia: su propio corazón.

domingo, 2 de marzo de 2014

Mar bravo

Quisiste ser ola marina
y chocaste contra mi.
Quisiste brotar tu espuma
sobre el vacío de mi alma.
¡Tuviste la oportunidad
de tirarme al mar
y no lo hiciste!

¡Por nuestro amor
juro que se acabó!
Que huyan gaviotas
y la furia se eleve;
que canten los puertos
por mi desesperación.
¡Que todo se hunda
en el fondo marino!
¡Por dios, por ti, por mi,
juro ante el mar embravecido
que ya puedo vivir sin ti!