jueves, 6 de marzo de 2014

María



MARÍA

María recogió la mesa después de que su marido y ella cenaran, y guardó las sobras en la nevera. La palidez de su cara demostró que una vez más se había enterado de algo que ya, de todas formas, le daba igual. Miró a su marido, que se había quedado dormido en la silla, y continuó fregando los platos con tanta parsimonia que hasta ella misma se desquiciaba. Su camisa negra estaba ya un poco sucia, pues se la había puesto cuatro días seguidos. Su falda había quedado en el olvido; estaba pasada de moda. También era negra, con reflejos blancos y grises. Su pelo era lo que más llamaba la atención, pues estaba desaliñado y recogido en un débil moño que se desmoronaba con la noche. Eran las cinco de la mañana cuando María apagó la luz y se fue a dormir.
La habitación de María tenía las paredes llenas de humedad. Un crucifijo adornaba la pared que protegía las camas. María miró al crucifijo y se santiguó. Era una devota pasional, pero poco caso le hacía Dios a sus plegarias, pues su vida era tan desgraciada como su nacimiento. Y es que cuando digo desgraciada, hago énfasis en todas y cada una de las letras de la palabra.
María nació en un pueblo donde el hospital se había convertido en un vertedero. Las ruinas del edificio se levantaban en la noche cuando el padre y la madre de María entraban por la puerta principal. Un paralítico se quejaba afuera, llorándole a la Luna para no sentirse solo. La madre de María intentó acercarse a él para socorrerlo, pero cuando le iba a tender la mano, interrumpiendo así el llanto del lisiado, su marido le gritó que se diera prisa. A pesar de los fuertes dolores que sentía la madre de María por la llegada del bebé, ella quería socorrer a aquel desafortunado. Finalmente nadie le hizo caso, pues los nervios y el dolor acabaron por convencer a la futurísima madre del peligro que corría si se demoraba más. El paralítico se quedó tirado en la calle, exactamente como había seguido antes de la llegada de los padres de María, y continuó su llanto a la noche, balanceándose para adelante y para atrás, quejándose con su voz quebrada del dolor que sentía en lo más profundo de su corazón: no lloraba por su enfermedad; lloraba porque todo el mundo se había olvidado de él, dejándolo en una profunda soledad.
María nació a las cinco de la madrugada en aquel mísero lugar lleno de mugre. Su madre le dedicó una sonrisa al nacer, aunque su padre no estaba muy de acuerdo con ese gesto, ya que no quería que el bebé naciera. Se retiró al pasillo del hospital y decidió esperar hasta que se hubieran llevado a aquel demonio que había brotado de su propia sangre. María, para su padre, siempre fue Lilith, la tentadora súcubo que se dedicaba a seducir a los hombres. María sería su perdición. No tenían dinero y no tenían como mantenerla. ¿Qué iban a hacer? El fuerte deseo de tener a su niña convirtió a la madre de María en una heroína. El padre, frío de corazón y de sangre azul como el cielo, tenía pensado empujar por las escaleras a su esposa para que perdiera el bebé. Su plan falló debido a que su mujer mismamente sospechaba de la locura de su marido. El padre de María también había pensado en envenenar a su mujer con un líquido que le había recomendado un farmacéutico, que, según contaba él, hacía que el feto muriera al instante. Nada había tenido resultado, ya que la astucia de la madre de María se había adelantado a la malicia de su marido: su decisión era tener y cuidar al bebé. Finalmente, el padre de María aceptó la decisión de su mujer, a regañadientes. Aún así, seguía pensando que sería la perdición de su familia.
- ¡Mario! ¡Mario! ¡Ven a ver a tu hija!
Los gritos de la madre de María retumbaban por todo el hospital, dando la impresión de que se iba a caer de un momento a otro. Mario no se movía. Seguía esperando en el pasillo a que el ajetreo del parto se hubiera consumado. Con paso firme, se dirigió hacia la puerta principal, volviendo la cabeza hacia la puerta de la habitación por última vez. María tardaría mucho tiempo en ver la cara de su padre.
A los diez años de edad, la madre de María decidió contarle a su hija que su padre la abandonó al nacer. La joven niña al principio no entendía mucho la actitud de su padre, pero luego terminó odiándolo con todas sus fuerzas por lo que hizo. Su carácter fuerte y desconfiado, forjado por el rencor que le tenía a su padre, hicieron de María una niña llena de problemas en el colegio. Maltrataba a los niños más débiles y les insultaba hasta hundirles la moral. Los lunes prefería insultar a los empollones; a algunos les rompía las gafas y se las pisoteaba en el suelo. A otros le escupía en la cara y luego extendía la saliva por la cara, dejando que el líquido viscoso se mezclara con las lágrimas de la víctima. Cuando María quería ser cruel, abofeteaba a los niños e incluso, le rompía partes de su cuerpo, como un día cuando le dobló la pierna a una niña y acabó por utilizar ésta silla de ruedas. Lo que no sabía María es que la utilizaría toda la vida; la existencia de aquella niña había quedado arruinada en el momento en que se supo que iba a perder la pierna. Entonces, en ese preciso momento, empezaron las amenazas. Todas las noches, cuando el Sol rozaba el horizonte para decir adiós, la madre de María lloraba en la habitación, preguntándose una y otra vez por qué su hija era de la forma en la que era.
La agresión a la niña de silla de ruedas cambió la vida de María. Ésta, siendo consciente de la atrocidad del asunto, optó por cambiar su forma de ser y convertirse en una persona sumisa y débil. El cargo de conciencia de María pocas veces era soportable. A veces, llegados al extremo, había ocasiones en las que María se provocaba el vómito en los baños del colegio para limpiar su culpa. Rezaba todas las noches para que aquella niña que ella había desgraciado se pusiera bien. Pero no fue así. Dos años después aquella niña murió, literalmente por la depresión que cogió por quedarse sin pierna. María intentó suicidarse quince veces. La última la llevó a las puertas de la muerte, ya que por poco se libró de su desgraciado final.
La madre de María murió cuando ella tenía treinta años. Por aquel entonces, era una joven adulta que estaba entrando en la madurez plena. Su carácter le había marcado para toda la vida, destacando su monotonía en su día a día y sus pocas ganas de vivir. La trágica explosión que hubo en su casa mientras su madre se encontraba dentro le causó un trauma que se añadió a la lista de infortunios de la vida de María. El despiste siempre había sido gran amigo de su madre, y eso la llevó a la tumba después de un escape de gas. A partir de ahí, el camino lo debía de recorrer María, sin compañía de nadie. No tenía más familia, estaba completamente sola.
Tres años después de la muerte de su madre, María encontró el amor. Pensando en que había sido demasiado tarde para que se enamorara y, teniendo en cuenta que su pretendiente no era muy agraciado, María no le dio muchas esperanzas a la relación. Los prejuicios seguían acompañando a la solitaria mujer después de todo el peso de su conciencia, algo que no iba a olvidar nunca. Se casó un mes de abril, vestida de negro. Era tanta su tristeza por todo lo que le había pasado en la vida que decidió no vestirse de pureza para el día más importante de su vida; o quizás el día más triste de su vida, pues su marido le fue infiel la noche de bodas. Dos días después, el matrimonio se acabó.
María permaneció sola dos meses más, y después volvió casarse sorprendentemente con una anciano ya muy mayor, que había adquirido recientemente una herencia valorada en bastante dinero. A pesar de las habladurías de la gente, María se enamoró por segunda vez. El anciano, llamado Nicolás, amaba a María con todo su corazón, y le propuso matrimonio después de llevar saliendo un año. Ella, encantada, aceptó. Era la primera vez que María era feliz de verdad.
De la bonita relación que mantuvieron los dos nació una niña, a la que llamaron Azucena por nombre, pues, según su padre, el olor a dicha flor había penetrado en su fosas nasales cuando ella vino al mundo. María y Nicolás iban al cine juntos, paseaban casi todas las tardes y cenaban de vez en cuando en un restaurante cercano a su casa. Era la vida alegre y despreocupada que María siempre había querido tener. Pero la desgracia llamó una vez más a la puerta de la mujer. Fuentes cercanas a Nicolás le habían revelado que ella era la hija de aquel hombre que impidió que su mujer le ayudara. María, que no sabía la historia del paralítico y sus padres en la noche de su nacimiento, pidió mil perdones por la actitud de ambos, pero todo fue en vano: el matrimonio empezó a retorcerse.
Nicolás llegaba frecuentemente a casa borracho, amargando todas las noches de su esposa. Ella, agotada por el trabajo de la casa, se sentaba en la silla a llorar y a recordar aquellos tiempos en los que era una mujer fuerte. Prefería volver a ellos y asumir de nuevo el peso de la conciencia por haber acabado indirectamente con la vida de una persona que aguantar aquel infierno. Todos los días; uno tras otro, lo mismo. A veces, Nicolás le lanzaba mil voces, que chocaban contra el corazón de María como un puñal envenenado. Su corazón herido estaba empezando a exhalar su último suspiro; no le quedaría mucho.
Azucena, por su parte, veía todos los maltratos verbales que su madre recibía; incluso Nicolás llegó en varias ocasiones a las manos. Cuando la hija de María sólo contaba con diez años, Nicolás decidió irse de cacería en su cumpleaños. María se quedaría a celebrar con su hija aquel día tan especial, ya que Azucena no es que precisamente presumiera de muchos amigos.
- Nadie quiere venir a mi fiesta...
- Yo estoy aquí para que no pases tu cumpleaños sola, cariño.- dijo María, abrazando a su hija y llorando de impotencia.
Nicolás llegó ya bien avanzada la noche. En ese momento, María se levantó de la mesa y se fue a su encuentro, haciendo un amago de besarle, con un resultado claramente fallido. El desprecio de su marido no era lo único que le preocupaba, ya que éste empezó a tomarla con su hija. La agarró del pelo y le susurró una cantidad de insultos que hicieron que Azucena se estremeciera.
- Eres tan puta como tu madre, ¿me oyes, zorrita?
- Déjame, papi, déjame, por favor. No me digas cosas feas.- decía Azucena una y otra vez.
Pero la retórica de Nicolás parecía eterna. Luego empezó a acariciarla por debajo del cuello, haciendo que todos los pelos de la niña se pusieran de punta.
- ¿Quieres que te de tu regalo de cumpleaños, cariño?
María observó como Nicolás se aprovechaba de su propia hija. Estaba tan borracho que había olido a ron minutos antes de que entrara por la puerta. Con un rápido movimiento de brazo, María apartó a Nicolás de su hija, provocando la furia de éste. Con un empujón totalmente brutal, su marido hizo que Azucena se levantara y la llevó a la puerta. Asomó su cabeza al exterior y dejó el cuerpo adentro. Con un grito maligno, empujó brutalmente la puerta hacia dentro, provocando a Azucena un tremendo dolor en el cuello. Nicolás repetió lo mismo cuatro veces. Azucena no llegó viva a la quinta. Sólo se oyó un ''crac''.
El cuello de María se había partido. El grito de dolor de María fue agonizante. Por sus entrañas sentía que ella se iba con su hija. Nicolás quedó estupefacto, y se desmayó. María se acercó a su niña e intentó reanimarla, pero todo fue inútil. Dos días más tarde, su cuerpo era enterrado. María nunca perdonaría aquello a su marido. Es más, tenía un desagradable destino preparado para el asesino de su hija.
Después de dos semanas tras la muerte de Azucena, María recogió la mesa después de que su marido y ella cenaran, y guardó las sobras en la nevera. La palidez de su cara demostró que una vez más se había enterado de algo que ya, de todas formas, le daba igual. Miró a su marido, que se había quedado dormido en la silla, y continuó fregando los platos con tanta parsimonia que hasta ella misma se desquiciaba. Su camisa negra estaba ya un poco sucia, pues se la había puesto cuatro días seguidos. Su falda había quedado en el olvido; estaba pasada de moda. También era negra, con reflejos blancos y grises. Su pelo era lo que más llamaba la atención, pues estaba desaliñado y recogido en un débil moño que se desmoronaba con la noche. Eran las cinco de la mañana cuando María apagó la luz y se fue a dormir.
La habitación de María tenía las paredes llenas de humedad. Un crucifijo adornaba la pared que protegía las camas. María miró al crucifijo y se santiguó. Era una devota pasional, pero poco caso le hacía Dios a sus plegarias, pues su vida era tan desgraciada como su nacimiento. Decidió no quitarse la ropa de luto, ya que quería sentir la muerte tan cerca como pudiese.
Su marido estaba yéndose a la cama cuando María se despertó a las siete de la madrugada. Si todo iba bien, su regreso triunfal sería recordado para toda la vida: en la televisión, en los periódicos...Cogió silenciosamente un cuchillo de cortar jamón de la cocina, y se dirigió a su dormitorio con la delicadeza de un ladrón que entra por la noche a robar un banco. Vio la cara de Nicolás, tan anciana y rugosa como siempre. Miró el cuchillo y sonrió. La María de aquellos tiempos había vuelto; no importaba lo buena persona o lo sumisa que hubiera sido los últimos años, la naturaleza diabólica de una persona nunca cambia a mejor.
Y con un rápido repaso, María le clavó el cuchillo jamonero a Nicolás en el corazón. Éste, abrió los ojos por última vez con una expresión de angustia que a su mujer le causó risa. Escupió abundante sangre, y expiró. Después, María volvió a la cocina para coger otro cuchillo que estuviera más afilado y volvió a la habitación para degollar a su víctima. Acto seguido, desfiguró tanto el rostro como el cuerpo y se marchó de la habitación, dejando el suelo y las sábanas cubiertas de un océano de sangre.
María, antes de suicidarse con el mismo cuchillo que había acabado con la vida de su marido, recordó los momentos felices de su vida, que eran pocos pero intensos. Estuvo orgullosa de todo lo que hizo y no se arrepintió de nada: el hombre era malo por naturaleza y entre maldad y oscuridad debía de morir, a ser posible de la manera más trágica posible.
La sangre brotaba del pecho de María cuando se apuñaló a si misma, mostrando como último gesto una sonrisa maliciosa que alimentaba el seno de su desgracia: su propio corazón.

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