MARÍA
María recogió la mesa después de que su marido y ella cenaran, y
guardó las sobras en la nevera. La palidez de su cara demostró que
una vez más se había enterado de algo que ya, de todas formas, le
daba igual. Miró a su marido, que se había quedado dormido en la
silla, y continuó fregando los platos con tanta parsimonia que hasta
ella misma se desquiciaba. Su camisa negra estaba ya un poco sucia,
pues se la había puesto cuatro días seguidos. Su falda había
quedado en el olvido; estaba pasada de moda. También era negra, con
reflejos blancos y grises. Su pelo era lo que más llamaba la
atención, pues estaba desaliñado y recogido en un débil moño que
se desmoronaba con la noche. Eran las cinco de la mañana cuando
María apagó la luz y se fue a dormir.
La habitación de María tenía las paredes llenas de humedad. Un
crucifijo adornaba la pared que protegía las camas. María miró al
crucifijo y se santiguó. Era una devota pasional, pero poco caso le
hacía Dios a sus plegarias, pues su vida era tan desgraciada como su
nacimiento. Y es que cuando digo desgraciada, hago énfasis en todas
y cada una de las letras de la palabra.
María nació en un pueblo donde el hospital se había convertido en
un vertedero. Las ruinas del edificio se levantaban en la noche
cuando el padre y la madre de María entraban por la puerta
principal. Un paralítico se quejaba afuera, llorándole a la Luna
para no sentirse solo. La madre de María intentó acercarse a él
para socorrerlo, pero cuando le iba a tender la mano, interrumpiendo
así el llanto del lisiado, su marido le gritó que se diera prisa. A
pesar de los fuertes dolores que sentía la madre de María por la
llegada del bebé, ella quería socorrer a aquel desafortunado.
Finalmente nadie le hizo caso, pues los nervios y el dolor acabaron
por convencer a la futurísima madre del peligro que corría si se
demoraba más. El paralítico se quedó tirado en la calle,
exactamente como había seguido antes de la llegada de los padres de
María, y continuó su llanto a la noche, balanceándose para
adelante y para atrás, quejándose con su voz quebrada del dolor que
sentía en lo más profundo de su corazón: no lloraba por su
enfermedad; lloraba porque todo el mundo se había olvidado de él,
dejándolo en una profunda soledad.
María nació a las cinco de la madrugada en aquel mísero lugar
lleno de mugre. Su madre le dedicó una sonrisa al nacer, aunque su
padre no estaba muy de acuerdo con ese gesto, ya que no quería que
el bebé naciera. Se retiró al pasillo del hospital y decidió
esperar hasta que se hubieran llevado a aquel demonio que había
brotado de su propia sangre. María, para su padre, siempre fue
Lilith, la tentadora súcubo que se dedicaba a seducir a los hombres.
María sería su perdición. No tenían dinero y no tenían como
mantenerla. ¿Qué iban a hacer? El fuerte deseo de tener a su niña
convirtió a la madre de María en una heroína. El padre, frío de
corazón y de sangre azul como el cielo, tenía pensado empujar por
las escaleras a su esposa para que perdiera el bebé. Su plan falló
debido a que su mujer mismamente sospechaba de la locura de su
marido. El padre de María también había pensado en envenenar a su
mujer con un líquido que le había recomendado un farmacéutico,
que, según contaba él, hacía que el feto muriera al instante. Nada
había tenido resultado, ya que la astucia de la madre de María se
había adelantado a la malicia de su marido: su decisión era tener y
cuidar al bebé. Finalmente, el padre de María aceptó la decisión
de su mujer, a regañadientes. Aún así, seguía pensando que sería
la perdición de su familia.
- ¡Mario! ¡Mario! ¡Ven a ver a tu hija!
Los gritos de la madre de María retumbaban por todo el hospital,
dando la impresión de que se iba a caer de un momento a otro. Mario
no se movía. Seguía esperando en el pasillo a que el ajetreo del
parto se hubiera consumado. Con paso firme, se dirigió hacia la
puerta principal, volviendo la cabeza hacia la puerta de la
habitación por última vez. María tardaría mucho tiempo en ver la
cara de su padre.
A los diez años de edad, la madre de María decidió contarle a su
hija que su padre la abandonó al nacer. La joven niña al principio
no entendía mucho la actitud de su padre, pero luego terminó
odiándolo con todas sus fuerzas por lo que hizo. Su carácter fuerte
y desconfiado, forjado por el rencor que le tenía a su padre,
hicieron de María una niña llena de problemas en el colegio.
Maltrataba a los niños más débiles y les insultaba hasta hundirles
la moral. Los lunes prefería insultar a los empollones; a algunos
les rompía las gafas y se las pisoteaba en el suelo. A otros le
escupía en la cara y luego extendía la saliva por la cara, dejando
que el líquido viscoso se mezclara con las lágrimas de la víctima.
Cuando María quería ser cruel, abofeteaba a los niños e incluso,
le rompía partes de su cuerpo, como un día cuando le dobló la
pierna a una niña y acabó por utilizar ésta silla de ruedas. Lo
que no sabía María es que la utilizaría toda la vida; la
existencia de aquella niña había quedado arruinada en el momento en
que se supo que iba a perder la pierna. Entonces, en ese preciso
momento, empezaron las amenazas. Todas las noches, cuando el Sol
rozaba el horizonte para decir adiós, la madre de María lloraba en
la habitación, preguntándose una y otra vez por qué su hija era de
la forma en la que era.
La agresión a la niña de silla de ruedas cambió la vida de María.
Ésta, siendo consciente de la atrocidad del asunto, optó por
cambiar su forma de ser y convertirse en una persona sumisa y débil.
El cargo de conciencia de María pocas veces era soportable. A veces,
llegados al extremo, había ocasiones en las que María se provocaba
el vómito en los baños del colegio para limpiar su culpa. Rezaba
todas las noches para que aquella niña que ella había desgraciado
se pusiera bien. Pero no fue así. Dos años después aquella niña
murió, literalmente por la depresión que cogió por quedarse sin
pierna. María intentó suicidarse quince veces. La última la llevó
a las puertas de la muerte, ya que por poco se libró de su
desgraciado final.
La madre de María murió cuando ella tenía treinta años. Por aquel
entonces, era una joven adulta que estaba entrando en la madurez
plena. Su carácter le había marcado para toda la vida, destacando
su monotonía en su día a día y sus pocas ganas de vivir. La
trágica explosión que hubo en su casa mientras su madre se
encontraba dentro le causó un trauma que se añadió a la lista de
infortunios de la vida de María. El despiste siempre había sido
gran amigo de su madre, y eso la llevó a la tumba después de un
escape de gas. A partir de ahí, el camino lo debía de recorrer
María, sin compañía de nadie. No tenía más familia, estaba
completamente sola.
Tres años después de la muerte de su madre, María encontró el
amor. Pensando en que había sido demasiado tarde para que se
enamorara y, teniendo en cuenta que su pretendiente no era muy
agraciado, María no le dio muchas esperanzas a la relación. Los
prejuicios seguían acompañando a la solitaria mujer después de
todo el peso de su conciencia, algo que no iba a olvidar nunca. Se
casó un mes de abril, vestida de negro. Era tanta su tristeza por
todo lo que le había pasado en la vida que decidió no vestirse de
pureza para el día más importante de su vida; o quizás el día más
triste de su vida, pues su marido le fue infiel la noche de bodas.
Dos días después, el matrimonio se acabó.
María permaneció sola dos meses más, y después volvió casarse
sorprendentemente con una anciano ya muy mayor, que había adquirido
recientemente una herencia valorada en bastante dinero. A pesar de
las habladurías de la gente, María se enamoró por segunda vez. El
anciano, llamado Nicolás, amaba a María con todo su corazón, y le
propuso matrimonio después de llevar saliendo un año. Ella,
encantada, aceptó. Era la primera vez que María era feliz de
verdad.
De la bonita relación que mantuvieron los dos nació una niña, a la
que llamaron Azucena por nombre, pues, según su padre, el olor a
dicha flor había penetrado en su fosas nasales cuando ella vino al
mundo. María y Nicolás iban al cine juntos, paseaban casi todas las
tardes y cenaban de vez en cuando en un restaurante cercano a su
casa. Era la vida alegre y despreocupada que María siempre había
querido tener. Pero la desgracia llamó una vez más a la puerta de
la mujer. Fuentes cercanas a Nicolás le habían revelado que ella
era la hija de aquel hombre que impidió que su mujer le ayudara.
María, que no sabía la historia del paralítico y sus padres en la
noche de su nacimiento, pidió mil perdones por la actitud de ambos,
pero todo fue en vano: el matrimonio empezó a retorcerse.
Nicolás llegaba frecuentemente a casa borracho, amargando todas las
noches de su esposa. Ella, agotada por el trabajo de la casa, se
sentaba en la silla a llorar y a recordar aquellos tiempos en los que
era una mujer fuerte. Prefería volver a ellos y asumir de nuevo el
peso de la conciencia por haber acabado indirectamente con la vida de
una persona que aguantar aquel infierno. Todos los días; uno tras
otro, lo mismo. A veces, Nicolás le lanzaba mil voces, que chocaban
contra el corazón de María como un puñal envenenado. Su corazón
herido estaba empezando a exhalar su último suspiro; no le quedaría
mucho.
Azucena, por su parte, veía todos los maltratos verbales que su
madre recibía; incluso Nicolás llegó en varias ocasiones a las
manos. Cuando la hija de María sólo contaba con diez años, Nicolás
decidió irse de cacería en su cumpleaños. María se quedaría a
celebrar con su hija aquel día tan especial, ya que Azucena no es
que precisamente presumiera de muchos amigos.
- Nadie quiere venir a mi fiesta...
-
Yo estoy aquí para que no pases tu cumpleaños sola, cariño.- dijo
María, abrazando a su hija y llorando de impotencia.
Nicolás
llegó ya bien avanzada la noche. En ese momento, María se levantó
de la mesa y se fue a su encuentro, haciendo un amago de besarle, con
un resultado claramente fallido. El desprecio de su marido no era lo
único que le preocupaba, ya que éste empezó a tomarla con su hija.
La agarró del pelo y le susurró una cantidad de insultos que
hicieron que Azucena se estremeciera.
- Eres
tan puta como tu madre, ¿me oyes, zorrita?
- Déjame,
papi, déjame, por favor. No me digas cosas feas.- decía Azucena
una y otra vez.
Pero
la retórica de Nicolás parecía eterna. Luego empezó a acariciarla
por debajo del cuello, haciendo que todos los pelos de la niña se
pusieran de punta.
- ¿Quieres
que te de tu regalo de cumpleaños, cariño?
María
observó como Nicolás se aprovechaba de su propia hija. Estaba tan
borracho que había olido a ron minutos antes de que entrara por la
puerta. Con un rápido movimiento de brazo, María apartó a Nicolás
de su hija, provocando la furia de éste. Con un empujón totalmente
brutal, su marido hizo que Azucena se levantara y la llevó a la
puerta. Asomó su cabeza al exterior y dejó el cuerpo adentro. Con
un grito maligno, empujó brutalmente la puerta hacia dentro,
provocando a Azucena un tremendo dolor en el cuello. Nicolás repetió
lo mismo cuatro veces. Azucena no llegó viva a la quinta. Sólo se
oyó un ''crac''.
El
cuello de María se había partido. El grito de dolor de María fue
agonizante. Por sus entrañas sentía que ella se iba con su hija.
Nicolás quedó estupefacto, y se desmayó. María se acercó a su
niña e intentó reanimarla, pero todo fue inútil. Dos días más
tarde, su cuerpo era enterrado. María nunca perdonaría aquello a su
marido. Es más, tenía un desagradable destino preparado para el
asesino de su hija.
Después de dos semanas tras la muerte de Azucena, María recogió la
mesa después de que su marido y ella cenaran, y guardó las sobras
en la nevera. La palidez de su cara demostró que una vez más se
había enterado de algo que ya, de todas formas, le daba igual. Miró
a su marido, que se había quedado dormido en la silla, y continuó
fregando los platos con tanta parsimonia que hasta ella misma se
desquiciaba. Su camisa negra estaba ya un poco sucia, pues se la
había puesto cuatro días seguidos. Su falda había quedado en el
olvido; estaba pasada de moda. También era negra, con reflejos
blancos y grises. Su pelo era lo que más llamaba la atención, pues
estaba desaliñado y recogido en un débil moño que se desmoronaba
con la noche. Eran las cinco de la mañana cuando María apagó la
luz y se fue a dormir.
La habitación de María tenía las paredes llenas de humedad. Un
crucifijo adornaba la pared que protegía las camas. María miró al
crucifijo y se santiguó. Era una devota pasional, pero poco caso le
hacía Dios a sus plegarias, pues su vida era tan desgraciada como su
nacimiento. Decidió no quitarse la ropa de luto, ya que quería
sentir la muerte tan cerca como pudiese.
Su marido estaba yéndose a la cama cuando María se despertó a las
siete de la madrugada. Si todo iba bien, su regreso triunfal sería
recordado para toda la vida: en la televisión, en los
periódicos...Cogió silenciosamente un cuchillo de cortar jamón de
la cocina, y se dirigió a su dormitorio con la delicadeza de un
ladrón que entra por la noche a robar un banco. Vio la cara de
Nicolás, tan anciana y rugosa como siempre. Miró el cuchillo y
sonrió. La María de aquellos tiempos había vuelto; no importaba lo
buena persona o lo sumisa que hubiera sido los últimos años, la
naturaleza diabólica de una persona nunca cambia a mejor.
Y con un rápido repaso, María le clavó el cuchillo jamonero a
Nicolás en el corazón. Éste, abrió los ojos por última vez con
una expresión de angustia que a su mujer le causó risa. Escupió
abundante sangre, y expiró. Después, María volvió a la cocina
para coger otro cuchillo que estuviera más afilado y volvió a la
habitación para degollar a su víctima. Acto seguido, desfiguró
tanto el rostro como el cuerpo y se marchó de la habitación,
dejando el suelo y las sábanas cubiertas de un océano de sangre.
María, antes de suicidarse con el mismo cuchillo que había acabado
con la vida de su marido, recordó los momentos felices de su vida,
que eran pocos pero intensos. Estuvo orgullosa de todo lo que hizo y
no se arrepintió de nada: el hombre era malo por naturaleza y entre
maldad y oscuridad debía de morir, a ser posible de la manera más
trágica posible.
La sangre brotaba del pecho de María cuando se apuñaló a si misma,
mostrando como último gesto una sonrisa maliciosa que alimentaba el
seno de su desgracia: su propio corazón.
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