jueves, 2 de octubre de 2014

El triunfo



EL TRIUNFO



Allí donde acaba la vida, empieza la verdadera esencia del arte.



Era de noche y todas las velas de la mansión de Lázaro estaban encendidas. El viejo de él fumaba a más no poder en la tranquila noche, donde todos sus pensamientos se convertían en centellas: ideas que pasaban por su cabeza y se estrellaban en las inmediaciones de su universo, o pinceladas de amor y de destrucción que parecía dar su cerebro sin su permiso. Frente a él, tres retratos de tres bellas mujeres pintadas por la gracia de su autor: él mismo. Había cuidado aquella textura, volumen y color hasta más no poder; incluso había sacrificado todos sus sentidos para que aquel conjunto quedara lo más semejante a la perfección.
El primer cuadro correspondía al retrato de una mujer muy joven, casi rozando los veinte años, que reía con un ramo de flores en la mano y que tenía aquella mirada perdida que suelen tener las colegialas cuando miran hacia su futuro. Le había dado por nombre Elyenne, como la modelo que había posado para él a la hora de planificar aquella obra de arte. La muchacha iba vestida de blanco, como una paloma en medio de un paisaje verde que no se podía definir. Su risa era pura, sus labios finos y delicados, y sus ojos verdes como los olivos que adornaban las grandes llanuras en los alrededores de la mansión.
La segunda mujer era algo más mayor, de unos treinta y pocos años. A diferencia de la primera, poseía una sonrisa algo más apagada, perfumada de tiempo y misterio. Su cabello era negro y largo y tenía los ojos cerrados. Lázaro pensó que quizás aquel retrato era el mejor de los tres por el embrujo que desprendía, por la gran fuerza pictórica que transmitía: aquella mujer quería salir del cuadro en un desfile de cisnes, los mismos cisnes que se veían en el paisaje de lejos. Lázaro sabía que aquel cuadro, de nombre Ivette, había sido su creación más pura y maravillosa; la sensación perfecta para un público crítico.
Por último, el tercer retrato presentaba a una mujer anciana, rozando la muerte, de nombre Proserpina. El cuadro estaba sin acabar, dejándose ver los pequeños huecos que la mujer dejaba entre la cabeza y el cuello y los dos ojos. El paisaje del cuadro era sombrío, mucho más oscuro que las dos anteriores. Las ropas de la anciana estaban envueltas en la penumbra y su mirada taciturna había sellado su sonrisa. Lázaro pensó que en cuanto acabara aquella obra, su cumbre en la pintura se coronaría. Todos los mejores críticos de arte y periodistas de todas partes del mundo vendrían a felicitarle y a querer lanzarle ofertas para añadir aquellas maravillas a su colección privada. Pero, aquellas mujeres que simbolizaban el paso del tiempo del ser humano, guardaban un secreto que se había forjado precisamente cuando su pintor las creaba.
Veinte años atrás, Lázaro era un pintor algo más joven y con mucha menos barba. La juventud de alguien con tanto talento era la excusa perfecta para entrar a formar parte de la Galería del Cisne, una asociación de pintores que exponían todos los años en el centro de la ciudad. Allí, en aquel edificio destinado a tal encuentro, los mejores pinceles de todas las ciudades del mundo se hacían hueco en el maravilloso mundo del arte. Pero, como todo sello de bienvenida, la Galería del Cisne necesitaba dejar maravillado al público en su reunión anual con una pintura que mereciera la pena llegar al corazón del ser más pétreo. Y ese año de locura y bohemia, Lázaro estaba dispuesto a dejar boquiabiertos a la alta sociedad artística con una obra creada en su propio corazón.
A pesar de todos los esfuerzos por buscar ideas y la motivación de que mantener la esperanza era la mejor de las opciones, Lázaro no obtuvo buenos resultados los meses siguientes. Se encerraba en la mansión que su tío le había heredado, aislado del mundo real, envuelto en sus pinceles y en sus lienzos, tachando y mejorando los garabatos que conseguía hacer y que le costaban toda una vida. A veces no bebía ni comía nada durante horas, entregándole su aliento al cuadro con el objetivo de presentar aquella obra sin futuro en el congreso de la Galería del Cisne. Pensaba y pensaba una y otra vez, pero sólo consiguió establecer su estilo de expresión plástica: un retrato.
Cuando sólo quedaban cinco meses para la reunión de la Galería, Lázaro encontró la chispa que necesitaba para hacer explotar su maravilla. La inspiración se debía a Elyenne, una bella muchacha que todos los martes visitaba el Parque Central para contemplar la elegancia que los cisnes manifestaban en el estanque. Allí, con una mirada dulce que podría cautivar a un ángel, Elyenne desprendía su perfume a pincel y musa griega que cautivó a Lázaro. Dos días después, el pintor cogió el lienzo y su paleta de colores puros, y empezó a retratarla con la delicadeza que presenta una joven de apenas veinte años como ella. Cuando acabó su cuerpo, pintó aquellos ojos verdes que destilaban la esencia de la naturaleza, y que podían enamorar con solo mirar. De hecho, Lázaro acabó volviéndose loco de amor por aquella joven de blanco que parecía posar para él en aquel estanque de cisnes. La modelo era perfecta. La mujer era perfecta. Pensaba enseñarle su creación una vez estuviera acabada, pero nunca se atrevió; quizás por miedo o por vergüenza. Tampoco la presentó a la Galería del Cisne. Veía que su talento había decaído un poco a la hora de pintar a Elyanne, quizás por el amor que Lázaro profesaba. Su debilidad se había convertido en un punto fuerte que le robaba el tiempo y la vida. Elyanne nunca supo que el pintor la amaba con todas sus fuerzas. Ni siquiera tomó contacto con él, excepto aquellas miradas de extrañeza que desde lejos lanzaba, con la curiosidad de una niña de seis años respecto a un desconocido que no paraba de mirarla.
El cuadro que sí presentaría Lázaro a la Galería del Cisne tres meses después de pintar a Elyanne fue el de Ivette. De todos los pintores que adornaban los altos cargos de la Galería, había uno en especial que había hecho muy buenas migas con Lázaro. Su nombre era Cann, cabeza y corazón de la revisión de todas las obras de arte que se comentaban en aquella magnífica reunión. Ivette, su hija, y ajena totalmente al trabajo de su padre, odiaba el arte del pincel con tanta ignorancia como su madre, fiel amante de la tradición y el conservadurismo. Pero Lázaro, en una de las sucesivas comidas que la familia dio el gusto en invitarle, le robó el corazón completamente. Gracias a todo lo que él le contaba, Ivette comenzaba a amar algo que antes no podía soportar: el arte. Y con ese arte, estaba sintiendo más que amistad por el dios que se encargaba de manifestarlo: el pintor.
Desgraciadamente, Ivette sufrió un accidente poco antes de casarse con Lázaro que la dejó ciega, sin posibilidad alguna de recuperación. Los ánimos de Ivette decayeron y su corazón, muerto de pena, ya no funcionaba por la gracia de Lázaro. Decidió posar para su marido como despedida de ese mundo que tanto había ignorado al principio y tan poco tiempo había tenido para entender. Debido a su ceguera, Lázaro la retrató con los ojos cerrados y con una sonrisa que mostraba el dolor que Ivette sentía dentro de su corazón: el dolor de no poder volver a ver, y de cómo eso le había afectado a su vida. En honor a ella, colocó el busto de su esposa delante de un estanque de cisnes, como símbolo del triunfo respecto a su primer amor, Elyanne. La fortaleza de aquella mujer tenía límites insospechados y consiguió vencer su depresión para morir. A pesar de todo, Lázaro presentó el cuadro de su mujer a la Galería del Cisne. Cann le preguntó por qué había elegido ese cuadro, a lo que Lázaro respondió que era el más adecuado por todo lo que transmitía: la mujer de su vida, aún en un estado irremediable de melancolía, había conseguido cautivar su corazón de una manera que sólo el arte había hecho hasta entonces. El lienzo mostraba la combinación perfecta de amor y arte, pilares esenciales para que la vida tenga sentido: Lázaro había retratado mediante la actividad artística a la mujer de la que se había enamorado con todas sus fuerzas, por lo que los dos conceptos quedaban plasmados a la perfección y al mismo nivel. Cann quedó asombrado por aquella reflexión y lo nombró miembro de honor de la Galería del Cisne. Años más tarde, se convertiría en director de la asociación.
La última inspiración que Lázaro recibió del cielo fue para retratar a Flor, su madre. Ya alejado de la Galería del Cisne y retirado en su mansión a las afueras de la ciudad, el pintor comenzó una obra que marcaría su vida profundamente. Su madre estaba muy enferma y al borde de la muerte. Antes de que el servicio se fuera de la casa, pusieron todas sus esperanzas en que la señora se recuperara, pero no fue así. Los últimos días de Flor tuvieron lugar en su habitación oscura, con las cortinas corridas y con el sonido de la lluvia atacando los cristales. Su tristeza era tal que a veces lloraba por las noches, cuando todos dormían. Lázaro la escuchaba, pero él sabía que aquellos chillidos eran el sonido de la Muerte, que venía a por ella.
Comenzó a retratarla una semana antes de que muriese, cuando la enfermedad y la debilidad perfumaban el cuerpo casi inerte de la pobre mujer. Lázaro, con pincel y lienzo en mano, observaba como aquel monstruo se llevaba a la mujer que le había dado el don de la vida. Sentía que algo se le iba por un pozo tenebroso y destructivo; que la vida poco a poco iba teniendo menos sentido, que los cisnes se habían ido y habían dejado un olor a podrido y muerte, que el arte estaba a punto de morir y que el único ápice de amor que Lázaro había empeñado en el cuadro era el mismo hecho de retratarla para inmortalizarla. Debido a su contenido tan oscuro y triste, Lázaro rebautizó a su madre en el cuadro con el nombre de Proserpina, en honor a la diosa de los muertos, esposa del mismísimo Hades.
Lázaro sintió que su corazón estallaba dentro cuando la desgraciada mujer dejó de respirar. Fue un golpe tan terrible que estuvo a punto de romper el cuadro, enloquecido por el miedo y el dolor que se fundían en una vara de hierro mortal dispuesto a quebrarle su vida. Flor había cerrado los ojos para siempre, mientras que Proserpina cada vez tenía más vida. Y esa idea de tener a su madre en el cuadro y no poder hablarle para que ella le respondiese estaba matando poco a poco a Lázaro. Para colmo, se enteró poco después de que aquella chiquilla que ahora era una mujer madura había muerto trágicamente. Elyenne había sido otra más que le había dado el beso a la Encapuchada demasiado rápido.
A pesar de toda la melancolía traidora que reinaba en lo más profundo de su corazón, Lázaro se propuso acabar el cuadro de su madre hasta el final. Pensó que gracias a aquel trío de cuadros tan personales y tan perfectos acabaría coronando el reconocimiento que una vez empezó a cosechar en la Galería del Cisne. Empezaría de nuevo su vida e invertiría su tiempo y su dinero en cuadros más alegres y vistosos que Proserpina, adornados de sonrisas y colores.
Era de noche y todas las velas de la mansión de Lázaro estaban encendidas. El viejo de él fumaba a más no poder en la tranquila noche, donde todos sus pensamientos se convertían en centellas: ideas que pasaban por su cabeza y se estrellaban en las inmediaciones de su universo, o pinceladas de amor y de destrucción que parecía dar su cerebro sin su permiso. Frente a él, tres retratos de tres bellas mujeres pintadas por la gracia de su autor: él mismo. Había cuidado aquella textura, volumen y color hasta más no poder; incluso había sacrificado todos sus sentidos para que aquel conjunto quedara lo más semejante a la perfección.
Las tres mujeres que habían marcado un antes y un después en su vida habían muerto. Lázaro, con decisión, avanzó hacia Proserpina e inició su recta final. Tres horas y media estuvo pintando las partes que faltaban de aquel tétrico y espeluznante cuadro. Tres horas de cautela y perfección que se hicieron eternas en la soledad de la mansión. Por momentos, Lázaro tenía la impresión de que el cadáver de su madre le estaba mirando acabar el cuadro, vigilando que todo tuviera la atmósfera a muerte deseada. Más de una vez Lázaro miró para atrás, convencido de que Flor no estaba muerta, sino congelada en el tiempo, en el recuerdo de aquella habitación que la había visto morir.
Cuando terminó de dar la última pincelada, el reloj que rompía el silencio del salón se paró. Y se hizo el misterio. Los tres cuadros empezaron a relucir, brillantes como dos diamantes blancos y fuertes. Elyanne, con su mirada perdida, se regocijaba en su paisaje. Ivette, con los ojos cerrados y muertos, suplicaba salir de aquel marco que la estaba volviendo a matar. Flor, encerrada bajo el alma de la reina de los muertos, parecía resucitar como una heroína. Entonces Lázaro lo entendió a la perfección. Había puesto tanto empeño en perfeccionar aquellas obras de arte que se había olvidado de lo más importante: la esencia que cada una tenía. Definitivamente, los cuadros que él había pintado tenían vida propia. Pero esa vida había empezado inmediatamente después de que sus respectivos modelos hubieran muerto. En otras palabras, el arte había superado a la materialidad.
Confuso y temeroso, Lázaro corrió por los pasillos de la mansión, hechizado de horror ante sus creaciones, que lo perseguían por el edificio como almas en pena, en busca de su autor. El pintor, desesperado, subió al segundo piso y se asomó al balcón. Contempló a La Luna, blanca e inocente, atenta por si algún gitano visitaba la fragua. Pensó que huir al único sitio donde la vida no podía entrar: la muerte
Todo estaba escrito en ese mismo momento. Aquellas corrientes de aire con las formas de sus tres féminas estaban demasiado cerca de él, con el objetivo de fusionarse con su cuerpo. Así arte y artista quedarían unidos para siempre. Cerró los ojos convencido de su final. Reflexionó en los últimos instantes sobre su destrucción; sobre como el arte había triunfado sobre la cordura y sobre la realidad; y, especialmente, sobre la mismísima vida.