EL TRIUNFO
Allí donde acaba la vida, empieza la verdadera esencia del arte.
Era de
noche y todas las velas de la mansión de Lázaro estaban encendidas.
El viejo de él fumaba a más no poder en la tranquila noche, donde
todos sus pensamientos se convertían en centellas: ideas que pasaban
por su cabeza y se estrellaban en las inmediaciones de su universo, o
pinceladas de amor y de destrucción que parecía dar su cerebro sin
su permiso. Frente a él, tres retratos de tres bellas mujeres
pintadas por la gracia de su autor: él mismo. Había cuidado aquella
textura, volumen y color hasta más no poder; incluso había
sacrificado todos sus sentidos para que aquel conjunto quedara lo más
semejante a la perfección.
El
primer cuadro correspondía al retrato de una mujer muy joven, casi
rozando los veinte años, que reía con un ramo de flores en la mano
y que tenía aquella mirada perdida que suelen tener las colegialas
cuando miran hacia su futuro. Le había dado por nombre Elyenne, como
la modelo que había posado para él a la hora de planificar aquella
obra de arte. La muchacha iba vestida de blanco, como una paloma en
medio de un paisaje verde que no se podía definir. Su risa era pura,
sus labios finos y delicados, y sus ojos verdes como los olivos que
adornaban las grandes llanuras en los alrededores de la mansión.
La
segunda mujer era algo más mayor, de unos treinta y pocos años. A
diferencia de la primera, poseía una sonrisa algo más apagada,
perfumada de tiempo y misterio. Su cabello era negro y largo y tenía
los ojos cerrados. Lázaro pensó que quizás aquel retrato era el
mejor de los tres por el embrujo que desprendía, por la gran fuerza
pictórica que transmitía: aquella mujer quería salir del cuadro en
un desfile de cisnes, los mismos cisnes que se veían en el paisaje
de lejos. Lázaro sabía que aquel cuadro, de nombre Ivette, había
sido su creación más pura y maravillosa; la sensación perfecta
para un público crítico.
Por
último, el tercer retrato presentaba a una mujer anciana, rozando la
muerte, de nombre Proserpina. El cuadro estaba sin acabar, dejándose
ver los pequeños huecos que la mujer dejaba entre la cabeza y el
cuello y los dos ojos. El paisaje del cuadro era sombrío, mucho más
oscuro que las dos anteriores. Las ropas de la anciana estaban
envueltas en la penumbra y su mirada taciturna había sellado su
sonrisa. Lázaro pensó que en cuanto acabara aquella obra, su cumbre
en la pintura se coronaría. Todos los mejores críticos de arte y
periodistas de todas partes del mundo vendrían a felicitarle y a
querer lanzarle ofertas para añadir aquellas maravillas a su
colección privada. Pero, aquellas mujeres que simbolizaban el paso
del tiempo del ser humano, guardaban un secreto que se había forjado
precisamente cuando su pintor las creaba.
Veinte
años atrás, Lázaro era un pintor algo más joven y con mucha menos
barba. La juventud de alguien con tanto talento era la excusa
perfecta para entrar a formar parte de la Galería del Cisne, una
asociación de pintores que exponían todos los años en el centro de
la ciudad. Allí, en aquel edificio destinado a tal encuentro, los
mejores pinceles de todas las ciudades del mundo se hacían hueco en
el maravilloso mundo del arte. Pero, como todo sello de bienvenida,
la Galería del Cisne necesitaba dejar maravillado al público en su
reunión anual con una pintura que mereciera la pena llegar al
corazón del ser más pétreo. Y ese año de locura y bohemia, Lázaro
estaba dispuesto a dejar boquiabiertos a la alta sociedad artística
con una obra creada en su propio corazón.
A
pesar de todos los esfuerzos por buscar ideas y la motivación de que
mantener la esperanza era la mejor de las opciones, Lázaro no obtuvo
buenos resultados los meses siguientes. Se encerraba en la mansión
que su tío le había heredado, aislado del mundo real, envuelto en
sus pinceles y en sus lienzos, tachando y mejorando los garabatos que
conseguía hacer y que le costaban toda una vida. A veces no bebía
ni comía nada durante horas, entregándole su aliento al cuadro con
el objetivo de presentar aquella obra sin futuro en el congreso de la
Galería del Cisne. Pensaba y pensaba una y otra vez, pero sólo
consiguió establecer su estilo de expresión plástica: un retrato.
Cuando
sólo quedaban cinco meses para la reunión de la Galería, Lázaro
encontró la chispa que necesitaba para hacer explotar su maravilla.
La inspiración se debía a Elyenne, una bella muchacha que todos los
martes visitaba el Parque Central para contemplar la elegancia que
los cisnes manifestaban en el estanque. Allí, con una mirada dulce
que podría cautivar a un ángel, Elyenne desprendía su perfume a
pincel y musa griega que cautivó a Lázaro. Dos días después, el
pintor cogió el lienzo y su paleta de colores puros, y empezó a
retratarla con la delicadeza que presenta una joven de apenas veinte
años como ella. Cuando acabó su cuerpo, pintó aquellos ojos verdes
que destilaban la esencia de la naturaleza, y que podían enamorar
con solo mirar. De hecho, Lázaro acabó volviéndose loco de amor
por aquella joven de blanco que parecía posar para él en aquel
estanque de cisnes. La modelo era perfecta. La mujer era perfecta.
Pensaba enseñarle su creación una vez estuviera acabada, pero nunca
se atrevió; quizás por miedo o por vergüenza. Tampoco la presentó
a la Galería del Cisne. Veía que su talento había decaído un poco
a la hora de pintar a Elyanne, quizás por el amor que Lázaro
profesaba. Su debilidad se había convertido en un punto fuerte que
le robaba el tiempo y la vida. Elyanne nunca supo que el pintor la
amaba con todas sus fuerzas. Ni siquiera tomó contacto con él,
excepto aquellas miradas de extrañeza que desde lejos lanzaba, con
la curiosidad de una niña de seis años respecto a un desconocido
que no paraba de mirarla.
El
cuadro que sí presentaría Lázaro a la Galería del Cisne tres
meses después de pintar a Elyanne fue el de Ivette. De todos los
pintores que adornaban los altos cargos de la Galería, había uno en
especial que había hecho muy buenas migas con Lázaro. Su nombre era
Cann, cabeza y corazón de la revisión de todas las obras de arte
que se comentaban en aquella magnífica reunión. Ivette, su hija, y
ajena totalmente al trabajo de su padre, odiaba el arte del pincel
con tanta ignorancia como su madre, fiel amante de la tradición y el
conservadurismo. Pero Lázaro, en una de las sucesivas comidas que la
familia dio el gusto en invitarle, le robó el corazón
completamente. Gracias a todo lo que él le contaba, Ivette comenzaba
a amar algo que antes no podía soportar: el arte. Y con ese arte,
estaba sintiendo más que amistad por el dios que se encargaba de
manifestarlo: el pintor.
Desgraciadamente,
Ivette sufrió un accidente poco antes de casarse con Lázaro que la
dejó ciega, sin posibilidad alguna de recuperación. Los ánimos de
Ivette decayeron y su corazón, muerto de pena, ya no funcionaba por
la gracia de Lázaro. Decidió posar para su marido como despedida de
ese mundo que tanto había ignorado al principio y tan poco tiempo
había tenido para entender. Debido a su ceguera, Lázaro la retrató
con los ojos cerrados y con una sonrisa que mostraba el dolor que
Ivette sentía dentro de su corazón: el dolor de no poder volver a
ver, y de cómo eso le había afectado a su vida. En honor a ella,
colocó el busto de su esposa delante de un estanque de cisnes, como
símbolo del triunfo respecto a su primer amor, Elyanne. La fortaleza
de aquella mujer tenía límites insospechados y consiguió vencer su
depresión para morir. A pesar de todo, Lázaro presentó el cuadro
de su mujer a la Galería del Cisne. Cann le preguntó por qué había
elegido ese cuadro, a lo que Lázaro respondió que era el más
adecuado por todo lo que transmitía: la mujer de su vida, aún en un
estado irremediable de melancolía, había conseguido cautivar su
corazón de una manera que sólo el arte había hecho hasta entonces.
El lienzo mostraba la combinación perfecta de amor y arte, pilares
esenciales para que la vida tenga sentido: Lázaro había retratado
mediante la actividad artística a la mujer de la que se había
enamorado con todas sus fuerzas, por lo que los dos conceptos
quedaban plasmados a la perfección y al mismo nivel. Cann quedó
asombrado por aquella reflexión y lo nombró miembro de honor de la
Galería del Cisne. Años más tarde, se convertiría en director de
la asociación.
La
última inspiración que Lázaro recibió del cielo fue para retratar
a Flor, su madre. Ya alejado de la Galería del Cisne y retirado en
su mansión a las afueras de la ciudad, el pintor comenzó una obra
que marcaría su vida profundamente. Su madre estaba muy enferma y al
borde de la muerte. Antes de que el servicio se fuera de la casa,
pusieron todas sus esperanzas en que la señora se recuperara, pero
no fue así. Los últimos días de Flor tuvieron lugar en su
habitación oscura, con las cortinas corridas y con el sonido de la
lluvia atacando los cristales. Su tristeza era tal que a veces
lloraba por las noches, cuando todos dormían. Lázaro la escuchaba,
pero él sabía que aquellos chillidos eran el sonido de la Muerte,
que venía a por ella.
Comenzó
a retratarla una semana antes de que muriese, cuando la enfermedad y
la debilidad perfumaban el cuerpo casi inerte de la pobre mujer.
Lázaro, con pincel y lienzo en mano, observaba como aquel monstruo
se llevaba a la mujer que le había dado el don de la vida. Sentía
que algo se le iba por un pozo tenebroso y destructivo; que la vida
poco a poco iba teniendo menos sentido, que los cisnes se habían ido
y habían dejado un olor a podrido y muerte, que el arte estaba a
punto de morir y que el único ápice de amor que Lázaro había
empeñado en el cuadro era el mismo hecho de retratarla para
inmortalizarla. Debido a su contenido tan oscuro y triste, Lázaro
rebautizó a su madre en el cuadro con el nombre de Proserpina, en
honor a la diosa de los muertos, esposa del mismísimo Hades.
Lázaro
sintió que su corazón estallaba dentro cuando la desgraciada mujer
dejó de respirar. Fue un golpe tan terrible que estuvo a punto de
romper el cuadro, enloquecido por el miedo y el dolor que se fundían
en una vara de hierro mortal dispuesto a quebrarle su vida. Flor
había cerrado los ojos para siempre, mientras que Proserpina cada
vez tenía más vida. Y esa idea de tener a su madre en el cuadro y
no poder hablarle para que ella le respondiese estaba matando poco a
poco a Lázaro. Para colmo, se enteró poco después de que aquella
chiquilla que ahora era una mujer madura había muerto trágicamente.
Elyenne había sido otra más que le había dado el beso a la
Encapuchada demasiado rápido.
A
pesar de toda la melancolía traidora que reinaba en lo más profundo
de su corazón, Lázaro se propuso acabar el cuadro de su madre hasta
el final. Pensó que gracias a aquel trío de cuadros tan personales
y tan perfectos acabaría coronando el reconocimiento que una vez
empezó a cosechar en la Galería del Cisne. Empezaría de nuevo su
vida e invertiría su tiempo y su dinero en cuadros más alegres y
vistosos que Proserpina, adornados de sonrisas y colores.
Era de
noche y todas las velas de la mansión de Lázaro estaban encendidas.
El viejo de él fumaba a más no poder en la tranquila noche, donde
todos sus pensamientos se convertían en centellas: ideas que pasaban
por su cabeza y se estrellaban en las inmediaciones de su universo, o
pinceladas de amor y de destrucción que parecía dar su cerebro sin
su permiso. Frente a él, tres retratos de tres bellas mujeres
pintadas por la gracia de su autor: él mismo. Había cuidado aquella
textura, volumen y color hasta más no poder; incluso había
sacrificado todos sus sentidos para que aquel conjunto quedara lo más
semejante a la perfección.
Las
tres mujeres que habían marcado un antes y un después en su vida
habían muerto. Lázaro, con decisión, avanzó hacia Proserpina e
inició su recta final. Tres horas y media estuvo pintando las partes
que faltaban de aquel tétrico y espeluznante cuadro. Tres horas de
cautela y perfección que se hicieron eternas en la soledad de la
mansión. Por momentos, Lázaro tenía la impresión de que el
cadáver de su madre le estaba mirando acabar el cuadro, vigilando
que todo tuviera la atmósfera a muerte deseada. Más de una vez
Lázaro miró para atrás, convencido de que Flor no estaba muerta,
sino congelada en el tiempo, en el recuerdo de aquella habitación
que la había visto morir.
Cuando
terminó de dar la última pincelada, el reloj que rompía el
silencio del salón se paró. Y se hizo el misterio. Los tres cuadros
empezaron a relucir, brillantes como dos diamantes blancos y fuertes.
Elyanne, con su mirada perdida, se regocijaba en su paisaje. Ivette,
con los ojos cerrados y muertos, suplicaba salir de aquel marco que
la estaba volviendo a matar. Flor, encerrada bajo el alma de la reina
de los muertos, parecía resucitar como una heroína. Entonces Lázaro
lo entendió a la perfección. Había puesto tanto empeño en
perfeccionar aquellas obras de arte que se había olvidado de lo más
importante: la esencia que cada una tenía. Definitivamente, los
cuadros que él había pintado tenían vida propia. Pero esa vida
había empezado inmediatamente después de que sus respectivos
modelos hubieran muerto. En otras palabras, el arte había superado a
la materialidad.
Confuso
y temeroso, Lázaro corrió por los pasillos de la mansión,
hechizado de horror ante sus creaciones, que lo perseguían por el
edificio como almas en pena, en busca de su autor. El pintor,
desesperado, subió al segundo piso y se asomó al balcón. Contempló
a La Luna, blanca e inocente, atenta por si algún gitano visitaba la
fragua. Pensó que huir al único sitio donde la vida no podía
entrar: la muerte
Todo
estaba escrito en ese mismo momento. Aquellas corrientes de aire con
las formas de sus tres féminas estaban demasiado cerca de él, con
el objetivo de fusionarse con su cuerpo. Así arte y artista
quedarían unidos para siempre. Cerró los ojos convencido de su
final. Reflexionó en los últimos instantes sobre su destrucción;
sobre como el arte había triunfado sobre la cordura y sobre la
realidad; y, especialmente, sobre la mismísima vida.
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