«Duérmete,
mi Sol, mi cielo. Cierra tus diminutos ojos y agárrate con fuerza a las sábanas
azules antes de conciliar el sueño. Si no haces lo que te digo, Lilit vendrá a
por ti y te llevará al reino del mal».
Ese
es el recuerdo que vagamente recuerdo de aquellos maravillosos días, cuando yo
era pequeño y mi madre todavía conservaba su voz dulce y su pelo tan brillante
como el Sol al amanecer.
La
Luna se estaba acomodando en el cielo con las estrellas cuando aparté la tela
perfilada de dorado delante de mí y me dispuse a tocar la tierra seca y oscura.
Muchos de mis vecinos contemplaban el admirable paisaje que se presentaba ante
nosotros. Todavía nos quedaba bastante camino hacia la Ciudad Sagrada, pero el
alivio de que todos estábamos juntos me tranquilizaba bastante. Me sacudí la
túnica y lancé una última mirada al interior de mi tienda. Definitivamente, no
podía dormir.
La
hoguera todavía estaba encendida. Las llamas, tan débiles como un cervatillo
recién nacido, luchaban por sobrevivir. Había poca gente por los alrededores
del campamento, pero sabía que, al mirar a la izquierda, la figura del Maestro
siempre quedaría grabada en el horizonte de aquella oscuridad. Estaba de
espaldas, silencioso y dejando que los pliegos de su túnica bailaran con la
música de aquella llanura, tan salvaje y acogedora. Visto desde mi tienda, su
silueta parecía la de un dios. Me acerqué con cuidado, para no interrumpir su
ensimismamiento, y le saludé con la voz casi cortada.
-
Maestro, ¿se encuentra bien?
No
dijo ni una palabra. Ni se molestó en girarse. Decidí que lo mejor era volver
atrás y aceptar la compañía de la hoguera. Quizá dentro de algunas horas,
cuando la madrugada se echara sobre el vasto campo de hierbajos y soledad, el
sueño vendría a visitarme y me rendiría a sus brazos sin oponer resistencia.
-
No te vayas.
La
voz ronca del Maestro me sorprendió. Me di cuenta de que me estaba mirando
fijamente, con sus ojos negros como el carbón clavados en mí como un gato que
quiere cazar un ratón. Disimulando su larga cabellera medio gris, una banda
algo vieja se ceñía sobre su cabeza. La túnica era más vieja y desaliñada
todavía: sin duda, el cuidado personal no era lo que más le llamaba la
atención. A pocos metros de él, me di cuenta por primera vez en nuestra
travesía de lo alto y delgado que era. Sus manos, arrugadas y demacradas,
mostraban ríos de arrugas por toda su superficie. Los huesos cruzaban el aire
hasta perfilarse en lo más oscuro del paisaje.
-
Mi tatarabuelo siempre me decía que cuando estás enamorado de un paisaje tan
bello como el que estamos viendo ahora, nada ni nadie debe osar interrumpirte-
El Maestro sonrió, acariciándome el hombro. - ¿No puedes dormir, muchacho?
-
Mi madre sigue enferma- me apresuré a decir. – Suelo tener pesadillas donde
aparecemos los dos; yo, cuando era solo un bebé; y ella, tan joven y bella, tan
sana, tan guerrera.
El
Maestro me quitó la mirada y volvió a clavar su imponente mirada en el
horizonte nocturno. Cerró los ojos y dijo en un susurro:
-
Verdad es que el amor de una madre es lo más importante del mundo.
El
Maestro volvió a girarse y, con su mano, fría como el hielo, sobre mi hombro,
me invitó a seguirle. Los dos nos sentamos junto a la hoguera, que expiraba
envuelta en las cenizas, y el viejo sabio cogió un palo chamuscado para ponerlo
ante mí.
-
El amor de una madre puede generar el odio más temible del mundo, muchacho. Un
odio que puede remover las entrañas y hasta la tierra si hace falta, igual
sentimiento que la leona amenazada cuando ve que sus cachorros están en peligro.
Si alguien hace daño a una madre, lo lamentará por siempre.
Conmovido
por las palabras tan duras de mi acompañante, el Maestro entendió mi silencio y
me dedicó una sonrisa dulce antes de seguir hablando.
-
No sé si algún día os he hablado de la dramática historia de Lilit, la primera
mujer de Adán.
-
No, Maestro. Quisiera sentirme afortunado al oírla.
El
Maestro borró su sonrisa de la cara. Miró atentamente a las chispitas tan
débiles que había dejado la hoguera y bajó la mirada. A nuestro alrededor, nos
habíamos quedado solos.
«Lilit
ha pasado a la historia de nuestros ancestros por ser una mujer pecadora, pionera
en adulterio y perversión femenina. Pero la gran verdad es que todo ello es una
cruel fachada que esconde a la mujer que realmente fue, no la que pintan los
cuentos de vieja. En realidad, nuestra protagonista fue una heroína de su
tiempo, aquella época en la que Dios era el todopoderoso de las fértiles
tierras del Paraíso. Y por ello, por rebelarse contra lo establecido, sufrió la
eterna condena que propició su leyenda oscura. Lilit también fue conocida por
ser una ladrona de niños excepcional. Casi todas las noches, furiosa por su
castigo, asaltaba las cunas de los más bellos inocentes y los raptaba. Algunos
dicen que acababa con sus vidas tan puras y juveniles como la flor de la rosa.
Otros que los tiene guardados bajo llave en algún sitio infernal. Pero, a mi
parecer, aquello habría sido demasiado obvio sino se hubiera tenido en cuenta
algo importante: a ella también les arrebataron a sus hijos; ella también fue
madre.
Pero
empecemos por el principio. En el comienzo de los tiempos, cuenta nuestro
Evangelio, Dios creó la luz, el cielo y la tierra, todo lo necesario para que
tiempo después unos seres con alma y cuerpo pudieran disfrutar de su creación.
Creó las montañas, los continentes, las piedras y los volcanes; también creo el
agua, los lagos, los mares y las fuentes. Llenó el mundo de naturaleza,
plantas, flores y frutos, además de tierra, arena, barro y animales. Por
último, para concluir la parte material, creó el fuego y lo ocultó, pensando que
tiempo después la humanidad lo descubriría y se convertiría en su instrumento
más útil. Pero su obra estaba muy incompleta, por eso decidió agregar una parte
vital a esa parte material y natural. Cogió un poco de barro y con algo de
magia divina creó a la vez al hombre y a la mujer. A él lo llamó Adán; a ella,
Lilit. Y los colocó en el Paraíso, un lugar hecho especialmente para ellos,
para que vivieran felices y tuvieran hijos. Como último regalo, debido al
afecto que sentía por su más preciada creación, Dios otorgó a sus dos seres
humanos el don de la inmortalidad, pues el Paraíso era infinito y debía ser
poblado por la estirpe que había sido modelada a partir de su alma divina.
Dios
creó algo dotado de inteligencia, ideas, opiniones y criterio propio. Quería
que, a diferencia de los demás animales, el ser humano tuviera derecho a pensar
por sí mismo y ser independiente, predicando la idea del bien a sus
generaciones. También que tuviera la habilidad de construir edificios donde
vivir y talento para la creación, que hasta el momento solo se había reservado
para él. Así, la comunicación entre la especie progresaría y el Paraíso se
pintaría de más colores que el verde esperanza.
Aunque
ambos individuos, hombre y mujer, eran sumamente bellos, la belleza de Lilit
sobrepasaba a Adán. Su cuerpo desnudo se convertía en un cielo rosado mientras
sus cabellos largos y rojizos rozaban su piel. El Paraíso era el lugar ideal
para ellos, un sitio donde disfrutar de todos los placeres de la vida. Adán y
Lilit controlaron en poco tiempo todos los instrumentos de música, deleitando a
los ciervos y a los gorriones con su cantar: lira en mano de él, voz en mano de
ella. Las aves y los peces se estremecían con sus cantos y los árboles mecían
sus ramas con la suave brisa. Allí donde se movía el viento, se escuchaba la
voz de la hermosísima Lilit y el talento con las cuerdas del primer hombre.
Juntos, enamorados y entrelazados con sus cuerpos, dieron la vida a catorce
hijos, y luego a más, y más. Todos crecieron sanos, correteando por los prados,
disfrutando del Sol del Paraíso, el cual les iluminaba la cara rosácea. Las
niñas heredaban el primor de su madre, los niños la complexión de su padre.
Adán y Lilit, junto con la inmensa familia que habían formado, no podían ser
más felices. Dios, desde la inmensidad del universo, contemplaba su creación
con satisfacción. Aquel mundo paradisíaco había sido la salvación a su soledad.
Pero,
muchacho, has de saber que todas las relaciones humanas tienen enfrentamientos
por el choque de ideales. Y nada es idílico, como nos cuentan algunas
historias, tan viejas como la misma Ciudad Sagrada. Una noche, mientras Lilit y
Adán disfrutaban de una placentera velada uniendo sus cuerpos en la oscuridad,
la mujer manifestó su queja por el ansia de dominación de su contraparte.
‘¿Por
qué, oh, hombre vil y ambicioso, montas encima de mi cuerpo para cabalgar y yo,
que soy tan igual como tú, no dejas que interprete tu papel?’
‘Por
muy semejantes que sean el hombre y la mujer, una hembra nunca sembrará la semilla
en el macho’
Es
obvio que Adán, irracional de sensibilidad, nunca entendió el mensaje de su
mujer. Y por ello sufrió las consecuencias. Lilit, harta de que su hombre ideal
quisiera anteponer su conducta dominante sobre ella y sus deseos de poseerla,
rogó a Dios que la expulsara de aquel lugar, pues era una ofensa para ella como
mujer el hecho de soportar la sumisión total de su persona y el silencio como
condena. Dios se negó totalmente, viendo amenazada su más preciada creación.
Lilit, decepcionada con todo lo que le rodeaba, abrió los ojos en aquel
momento: todo ese momento había vivido feliz, pero el hecho de que Adán la
considerase inferior detrás de la cortina había estado siempre ahí. ¿Dónde
habían quedado los valores de la creación: el respeto y la igualdad? Dios,
enfadado con la primera mujer, intentó convencerla para que se quedase,
argumentando que las circunstancias de vivir en comunidad con el primer hombre
y las demás especies habían determinado su papel en el Paraíso. Lilit no podía
creer lo que estaba oyendo; había vivido engañada todo ese tiempo. Si su papel
era ese, aquel no era su lugar.
‘Pues
si ese es mi papel, prefiero irme de aquí. Y me iré. Quieras o no’
Esas
fueron las últimas palabras que la primera mujer le dijo a Dios. Acto seguido, pronunció
el nombre de su Creador en vano para poder abandonar el Paraíso. Y un
torbellino de rosas cogió el sensible cuerpo de Lilit y la transportó a la
Nada. Cuando la mujer abrió los ojos tras la inmensa oscuridad, se encontraba
en un lugar frío y desolado. Un lago del color de la turmalina se extendía al
lado de ella. Sus pies tocaban la orilla. Y el nombre de Dios retumbó en el
cielo:
‘Mujer,
dada tu rebeldía y tu decisión de abandonar el lugar que te he dado, vivirás en
esta tierra al que llamé Infierno, un mundo que quiso ser Paraíso y se quedó en
las más solitarias ruinas. Como castigo por tu insolencia, tus hijos serán
desterrados contigo y vivirán en la desdicha eterna junto a ti. Esto no quedará
así. Crearé a una nueva hija que te reemplace y esta vez ella será la encargada
de dar a luz la verdadera humanidad’.
El
torbellino de rosas volvió, esta vez para entregarle a Lilit su infinidad de
hijos, que fueron posados junto a las orillas del lago, algunos berreando,
otros en silencio. Los días pasaron y el hambre quiso hacerse un hueco entre
todos aquellos seres tan desgraciados cuya boca seca y estómago vacío reducían
sus fuerzas. Lilit ya no era aquella bella mujer que había sido feliz junto a
su Adán. Ahora su pelo estaba encanecido y las arrugas habían adornado su
hermosa y pasada tez. Su juventud se había consumado.
De
repente, algo le hizo recuperar la esperanza. En un mar de hijos muriéndose de
hambre, dos ángeles celestiales, enviados de Dios, aparecieron en el cielo.
Armados y leales a su Creador, intentaron convencer a Lilit para que volviera
al Paraíso, aceptando su destino, el destino que el proceso vital le había
asignado. Así, sus hijos y ella misma no volverían a pasar hambre. Pero la
mujer, leal a sus ideales, se negó. Los ángeles, mirándose a sí mismos,
sentenciaron el sino de la desdichada.
‘Pues
la mortalidad te acompañará el resto de tus días’
Y
se fueron batiendo sus alas imperiales. Tiempo después, los gritos de hambre de
los hijos de Lilit anunciaron su repentina muerte. Viendo los cuerpos de sus
retoños sin vida, Lilit lanzó al aire el grito más desgarrador que la humanidad
oyó jamás: el grito de una madre dolida y desesperada.
Muchacho…dicen
las viejas sabias que cuando nos parten el corazón en dos nos volvemos el ser
más malvado del mundo. De hecho, los grandes villanos de nuestras historias
ancestrales nacen del dolor y de una experiencia tan oscura como la noche.
Lilit convirtió su nuevo hogar en un lugar todavía más siniestro. Las nubes
rugían en el cielo, salvajes y tenebrosas. Ahora ya no tenía el pelo
encanecido, sino una fina melena negra con tonalidades moradas. Las arrugas
desaparecieron de su piel, dando paso al brillo y a la fortaleza. Su piel se
había convertido en una armadura. La belleza de Lilit había vuelto. Pero ya no
era aquella mujer delicada y melodiosa, sino un ser totalmente diferente. Vestía
una especie de túnica larguísima, la cual cubría a todos sus hijos y dejaba
descubierta la parte superior del torso. Sus ideales se habían convertido en
ideas firmes y ansias de venganza.
Miró
al lago y contempló sus aguas, que se habían vuelto aún más negras. Cortó el
aire con su brazo derecho afilado y apuntó. Su uña puntiaguda brillaba en las
ondas de la superficie. Cerró sus ojos felinos y murmuró unas palabras que
salían desde el fondo de su corazón. Corazón que se había recubierto de un
tejido venenoso y pétreo, rasgos de un órgano roto y muerto.
‘Levantaos
y andad’
Miles
de cadáveres de niños se despertaron de su eterno sueño y comenzaron a andar,
dejando caer sus infantiles brazos y balanceando la cabeza. Un muñón
tremendamente viscoso luchaba por romper la carne de sus espaldas para dar
lugar a dos monstruosas alas de murciélago. Lilit observó a sus podridos retoños,
mientras unas lágrimas rojas descendían por su rostro, bello de nuevo.
‘Rebelaos
contra el Padre. Rebelaos contra su dogma: ¡el Bien! ¡Recorred la tierra y
engendrad hijos, y más hijos! Poblad estas llanuras y contaminad sus aguas.
Preparemos nuestra venganza en silencio, mientras construimos nuestro ejército
de fieles oscuros. ¡Destronemos al Creador!’
Las
últimas palabras de Lilit propiciaron miles de gritos desgarradores a la vez de
seres monstruosos, que se retorcían y empezaban a volar, revoloteando alrededor
de ella. Lilit los acariciaba, pues la sangre que corría por las venas de
aquellos demonios era suya, y del primer hombre, que los había traicionado. Y
con sus garras de súcubo destrozó las gargantas de su propia estirpe para beber
de su sangre y extenderla sobre sus pechos desnudos en movimientos circulares.
Porque aquella sangre había salido de ella, y como suya tenía derecho a lamerla
y regocijarse en ella. El tejido podrido y dañado de aquellos diablos se
regeneró, pues ya estaban muertos.
Y
así cuentan las historias ancestrales el origen del Mal, a manos de una mujer.
Lilit vivió toda la eternidad, cumpliendo efectivamente su venganza tal como la
había planeado. Cuando Eva, la segunda mujer de su Adán, fue desterrada del
Paraíso por comer de la fruta prohibida, bajó a la Tierra con el primer hombre
para dar a luz una estirpe nueva de mortales, que formarían la raza humana.
Miles de siglos después, Lilit se encargaría de robar aquellos niños recién
nacidos, privándoles a sus madres de lo que a ella se le privó: la sangre de su
sangre y la carne de su carne. Algunos dicen que Lilit desgarraba a los bebés
que raptaba hasta hacerles desangrar. Otros, más compasivos, decían que se los
llevaba a una cueva solitaria en los confines del mundo, para protegerlos de
los hombres y para que crecieran sin el veneno de la vida en sociedad. Las
lenguas más piadosas afirmaban que los guardaba en un baúl en algún sitio de su
mundo infernal. Al fin y al cabo, y como madre, rezaban esos escritos, Lilit no
sería capaz de quitarle la vida a aquello que nunca pudo disfrutar.
Se
cuenta que una vez Lilit y Eva se encontraron, en el límite que separa la
Tierra y el Inframundo, y que la diosa del Infierno sintió compasión por
aquella débil muchacha que había salido de la costilla del primer hombre. Pero
que también sintió envidia, pues a ella, a pesar de ser mortal, se le reservaba
el privilegio de engendrar niños sanos y hermosos para que poblaran de
naturaleza y saber aquellas tierras terrenales. Sin embargo, sintió pena y
rabia, pues el hecho de haber salido de la costilla de Adán y no haber sido
creada al mismo tiempo, le condenaba a ser inferior el resto de sus días. A
pesar de que trató de convencerla para que se rebelara igual que ella, Lilit no
consiguió nada y decidió vivir al margen de la Tierra, en su mundo infernal
donde todavía podía ser ‘La Reina’, sin ningún hombre que la condicionara.
Así
que, muchacho, cada vez que pienses que tu madre puede dejarnos en cualquier
momento, piensa que en ellas reside una capacidad de decisión y fortaleza que
nosotros no llegamos a entender. Recuerda que Lilit, por reclamar la igualdad
que al principio conservaba y con el tiempo había perdido, tuvo que hacer
frente a la expulsión del Paraíso, la ira de su Creador, la muerte de todos sus
hijos y la condena eterna en el Inframundo. Y después de pasar todo eso, pasó a
la historia ancestral por ser una mujer libre y rebelde, lejos de la
contaminación social y el control de todo aquel que quería dominarla. Y eso la
llevó a la soledad pues, aunque se convirtió en reina de los súcubos al
demostrar que no es más libre el que más fiel a Dios se cree.’
Me
quedé en silencio, masticando la historia parte por parte. Me acaricié el pelo.
-
El Bien y el Mal son relativos, chico. Puede que todo lo que tiene que ver con
lo celestial sea ejemplo para los demás, pero recuerda que Lilit solo fue libre
hasta que tomó sus verdaderas decisiones. Y gracias a ellas consiguió ser
recordada por todos, aunque para sus traidores obviamente supuso el nacimiento
de la vileza. ¿Y sabes por qué toda esa vileza? Porque primero fue humillada
por su condición de mujer, y después su corazón estalló en mil pedazos al
sufrir como madre. Y aun así nunca se rindió cuando tomaba venganza.
-
Y todo el mundo la acabó considerando seno del mal.
-
Por ser mujer. Y querer ser libre.
Cuando
me despedí del Maestro la noche era profunda y oscura. Mucho más relajado,
observé como mi madre plácidamente dormía antes de irme a la cama. Por un
momento quise ver a Lilit, la heroína que fue juzgada injustamente por ser
quién era. Y en ese momento me di cuenta de que la reina de las súcubos, al fin
y al cabo, no era tan malvada. Luego, el rostro de mi madre volvió a su sitio.
Su rostro firme, sus labios delicados y su cabello fuerte. Con una sonrisa tan
tierna como la seda, quise pensar que mi madre procedía de la estirpe de Lilit,
de las guerreras, de las fuertes, de las que luchan por salir adelante…en
definitiva: de las que nunca se rinden.
«Duérmete,
mi Sol, mi cielo. Cierra tus diminutos ojos y agárrate con fuerza a las sábanas
azules antes de conciliar el sueño. Si no haces lo que te digo, Lilit vendrá a
por ti y te llevará al reino del mal».
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