LA CASA DE LA FAMILIA SANTAMARÍA
El día en que
Bianca se despidió del mundo para siempre, Dafne y Juan no volvieron
a ser los mismos. Aquellos hermanos, tan felices y jóvenes, deseaban
que su madre volviera con ellos para abrazarles y besarles. Pero ya
nada se podía hacer. Aquel cuerpo inerte había abandonado el alma
tan preciada que escondía dentro de las entrañas. No se volvería a
oír la voz de Bianca, ni sus hijos podrían volver a sentir el
cálido tacto de sus manos a punto de derrumbarse.
Alejandro, el
marido, se deshacía en lágrimas mientras los chicos contemplaban el
rostro sereno de su madre muerta. Un rostro tranquilo y juvenil
manchado por la presencia de la muerte. El padre de familia desde
siempre había admitido ser débil, que su mujer era la fuerte, la
guerrera de aquella familia que entre los dos habían formado. Y
ahora la línea de la vida de Bianca había sido cortada por el
destino y una brecha negra llena de dolor se había abierto en los
corazones de los que lloraron su pérdida.
Quizás el
recuerdo de ver a una madre sonriente y llena de vida fue el impulso
que llevó a Dafne y a Juan a visitar la casa materna. Querían
descubrir la parte de Bianca que no conocían. Dafne pensaba que ese
era el único misterio que su madre guardaba en lo más profundo de
su corazón: su familia. A Juan, seis años menor que su hermana, le
apasionaban aquellas cosas.
El destino que la
familia Santamaría había elegido muchos años atrás para formar un
hogar se encontraba en un pequeño pueblecito de la costa, de nombre
Vieira. Allí, Santiago y Ángeles, por entonces abuelos de Bianca,
vivían felices con sus hijos y con la gran variedad de lirios y
gnomos que adornaban el jardín de la casa. El mar se podía sentir a
lo lejos, bailando al son de lo que parecía una música de leyenda.
Cuando Juan,
acompañado de su hermana y de su padre, entró al jardín para
acceder a la casa, se quedó prendado de los gnomos que ejercían de
guardianes del lugar. Pensó que aquellos hombrecillos de piedra
cobraban vida por la noche, atendiendo al misterio de la noche para
evitar intrusos, ladrones o curiosos. Pero la casa, un clásico
edificio de dos plantas, servía de lección a aquellos que querían
meter las narices más de lo que les marcaba su prudencia: el paso
del tiempo había dotado a la casa de un aspecto turbador.
- No me convence
esto, chicos. ¿Queréis que volvamos a casa?- dijo Alejandro,
inseguro debido al aspecto que ofrecía la casa.
- Papá,
escúchame bien.- expuso Dafne.- Esta es una oportunidad muy buena
para conocer a mis abuelos, aunque estén muertos. Aquí vivió mamá
hasta que te conoció y estoy segura que encontraré muchos recuerdos
que me completen aquella parte vacía de mamá. Entiendo que tú no
quieras quedarte…estaremos bien.
- Hay un par de
vecinos a los que podéis pedir cualquier cosa si lo necesitáis. Os
dejé comida en la nevera. Y si pasa algo t…
- No te
preocupes, papá. Son sólo dos días.
- Ya, pero…-
siguió Alejandro. La muerte de su esposa le había convertido en un
hombre pesimista y sin ilusión.
- Cuida de tu
hermano, Dafne. Y de ti. Si mamá nunca nos contó nada de su familia
por algo sería.
Acto seguido,
Alejandro besó a sus hijos y se marchó, dedicándole una mirada
taciturna a su hija. Observó que Juan estaba jugando con los gnomos.
Cuando Dafne
abrió la puerta, un escalofrío le recorrió el cuerpo de punta a
punta. Su hermano Juan estaba en el jardín, entretenido con los
pequeños detalles que surgían entre la hierba. Pensó que sería
buena idea alumbrar la casa un poco, ya que no era muy amiga de la
oscuridad. El salón estaba cubierto de polvo, lo que le hizo pensar
que el día siguiente iba a ser un día de limpieza. Le llamó la
atención tres cuadros colgados en la pared frente a ella. Eran tres
retratos; uno de un hombre y los dos restantes de dos mujeres. Una le
resultaba muy familiar y enseguida la reconoció: era su madre,
Bianca, con una expresión en la cara feliz y sorprendida ante la
inminente captura de la fotografía. La otra mujer sostenía un lirio
en la mano y miraba con inocencia a la cámara. Su cabello era una
mezcla entre castaño y pelirrojo. Parecía la más joven de todos.
Por su parte, el retrato del chico era más oscuro. Vestía una
elegante chaqueta y corbata y posaba con un semblante serio y fuerte.
- ¡Esa es mamá!
¡Qué fea está!- exclamó Juan, que acababa de entrar.
- ¡No digas eso,
Juanito!- intervino su hermana. Sabía que a su hermano le molestaba
muchísimo que le llamasen por ese nombre.- Mamá está preciosa.
- ¿Quiénes son
los otros dos?
- Supongo que sus
hermanos. Aunque ese chico no sé…puede que sea su padre.
- ¿Esos son
nuestros tíos? Vaya…que guapa es la del centro.
- Sí…no se
parece en nada a mamá. Sin embargo, él se parece bastante.
La mirada de Juan
se dirigió al mueble que se encontraba al lado del sofá.
- ¿Has visto
eso?
Dafne desvió la
mirada. Juan tenía una flor seca en la mano, los trozos de lo que en
el pasado fue un plato de porcelana y un colgante en forma de corazón
que podía dividirse en dos partes. A la chica le llamó la atención
los trozos del plato y se propuso volver a formarlo. Tras unos
minutos encajando las piezas, observó que un dibujo de una media
luna azul brillaba en el fondo.
- Cosas de mamá…
- O no.- comentó
Dafne.- Es raro que objetos que no tienen nada que ver los unos con
los otros aparezcan juntos aquí, ¿no te parece?
- ¡No te hagas
la Sherlock!- apuntó su hermano.- Esta casa tiene muchos años y
todas las cosas están desordenadas. ¡Menos las telarañas!
Dafne observó la
flor: era un lirio de los que había en el jardín.
- Un momento.-
dijo mirando al plato. Apartando a su hermano, se abrió paso hasta
la vieja cocina, que contenía más polvo que el salón. Estuvo
revolviendo en los muebles hasta que dio con lo que buscaba.
- Mira, Juan.
Este plato pertenece a esta vajilla.
- Vaya…cada
plato tiene un círculo…
- No son simples
círculos, idiota. Son astros, en su mayoría planetas.
- De ahí lo de
La Luna.
- Sí. Pero, ¿qué
hacía en especial el plato de la media luna en el salón y junto a
la flor y el colgante?
Dafne y Juan se
miraron, confusos, sin saber que decir.
- Dejemos esto y
sigamos viendo la casa. ¡Me muero por ver los talleres!- sentenció
Juan, haciendo que los dos olvidaran el tema y se dirigieran al
jardín.
Aquel jardín
estaba plagado de lirios, que florecían alrededor de una curiosa
estructura de piedra que parecía haber emergido de la tierra. Una
cabaña, a lo lejos, se levantaba para saludarlos. El aspecto que
presentaba era aterrador. Manchas negras por toda la superficie de la
madera dieron a entender que aquella construcción había sido
quemada.
- ¿Estás seguro
que quieres entrar, Juan? Puede haber ratas.
- ¡Yo no le
tengo miedo a nada! ¡Vamos!
El interior se
abría tras la puerta, que emitía un sonido chirriante y
espeluznante. Un montón de sábanas sucias y una ventana medio rota
pero por donde todavía entraba la luz del Sol era todo lo
interesante que se podía encontrar. En un rincón oscuro se podían
ver varias palas y otras herramientas amontonadas.
Sin embargo, a
Juan le llamó la atención un detalle que pasó desapercibido a
Dafne, o a cualquiera que hubiese entrado y no hubiera prestado
atención a las paredes.
- ¡Arañazos!
- ¿Qué dices?-
dijo Dafne, alterada.
- Digo que en la
pared de la puerta hay arañazos.
- Serán marcas
de rastrillos, hombre. No hay que ser tan macabra.
- Pues no lo
parece…
- Salgamos de
aquí, Juan. Esta cabaña me da mala espina.
En lo que quedaba
de día, Dafne y Juan no se atrevieron a contarse lo que habían
presenciado por temor a que el otro no le creyese. Dafne no paraba de
sentir escalofríos y extrañas presencias, sobre todo en el salón
de la casa y en los alrededores de la cabaña. Por su parte, la
torpeza de Juan con el balón de fútbol le llevó a descubrir un
hueco en la pared del pasillo del segundo piso que había servido de
refugio a unos huesos llenos de polvo y tiempo. El chico, aterrado
por el cadáver que se había desplomado ante sus ojos, acabó por
confesarle todos sus miedos a su hermana.
- No me gusta
nada todo esto. Aparecen objetos sin sentido, arañazos en una pared,
un esqueleto emparedado… ¿qué está pasando aquí?
Dafne se volvió
al cuadro de su madre.
- Mamá… ¿qué
nos escondes?
De repente, la
puerta del salón se abrió poco a poco, hasta que el viento provocó
un portazo que la dejó sellada. Dafne y Juan, perturbados por el
increíble silencio que se había formado, decidieron no mirar atrás.
Se dieron la mano y cerraron los ojos.
Todo permaneció
quieto.
- No tengáis
miedo, Dafne, Juan.
Los chicos se
vieron sorprendidos. Aquella voz femenina que había surgido de
repente sabía sus nombres. Se dieron la vuelta todavía con
inseguridad.
- Me llamo Lucía.
Una chica de más
o menos la edad de Dafne les sonreía con dulzura. Era castaña y más
alta que ella.
- ¿Quién eres
tú?
- Soy vuestra
prima.
- ¿Prima?- Juan
parecía nervioso.
- Sí. La hija de
vuestro tío, Román. Este señor de aquí.
Lucía señaló
el retrato del hombre serio y elegante. Se quedó dos minutos
contemplando los otros cuadros, mientras Dafne y Juan ahogaron su
silencio con una expresión de sorpresa. Miró a sus primos, tan
anonadados como ella, y soltó una mirada enternecedora.
- Yo también
estoy aquí porque quiero saber más de la familia de mi padre.
- ¿Y cómo sabes
que…?
- ¿Qué sois
hermanos y primos míos? Mi padre me lo contó antes de morir. El
pequeño Juan está muy mayor, eh.
- ¡No soy un
niñito pequeño para que me hables así!
- Perdóneme
usted.- siguió Lucía. La situación provocó la risa de las dos
chicas. Juan se encogió de hombros y cruzó los brazos.
- Mujeres…
Lucía acercó
una silla y se sentó.
- Veréis, hay
algo de vuestra madre que no sabéis. Y que nunca os contó por miedo
a la gente, al qué dirán…Ese secreto debía de permanecer
enterrado de por vida. Y que mejor táctica que nunca sacarlo a la
luz. Pero, ¿sabéis qué? Tenéis derecho a saberlo. Fue nuestro tío
abuelo el que me contó la historia de nuestra familia, la familia
Santamaría.
- ¡Pues a que
esperas! ¡Cuenta!- insistió Juan.
- Juan, no seas
maleducado.- dijo Dafne, molesta con su hermano.- Será un placer oír
esa historia, Lucía.
La chica le
dedicó una mirada a su padre y cerró los ojos. Nada en las vidas de
los tres chicos volvería a ser igual después de aquella noche.
*
>>La
historia comienza con los abuelos de vuestra madre y mi padre,
Santiago y Ángeles. Él, de familia noble y honrada, se enamoró de
nuestra bisabuela, que por aquel entonces cantaba en los más
prestigiosos casinos y clubes privados de París. Cuando conoció a
la que sería la mujer de su vida, Santiago le propuso de inmediato
matrimonio a aquella francesita tan bella y ésta aceptó, prendada
del físico del galán. Dos años después de la boda, concibieron a
su primer hijo, al que pondrían de nombre Julio, en honor a Julio
César, ya que Santiago era seguidor incondicional de la historia
grecolatina. No tardarían en nacer Fernando y Germán, el pequeño,
años después. El matrimonio y sus tres hijos vivían felices en la
casa de Vieira que el padre de Santiago le había regalado como
presente de bodas. Pero la tensión en la familia no tardaría en
aparecer con la llegada de Leonor, una mujer tímida procedente de la
familia Santamarta, unas cuantas casas más abajo que los Santamaría.
El mayor de los hijos, Julio, nuestro abuelo, se enamoró
incondicionalmente de aquella delicada mujer y le propuso matrimonio.
Felipe y Celia, los padres de la chica, negaron la mano de su hija a
aquel hombre y prohibieron a su hija volver a verlo. Pero gracias a
las estratagemas e intervenciones del hermano de Leonor, Pablo, sus
padres entraron en razón y un año más tarde se celebró la boda, a
la que acudió casi toda Vieira. Sin embargo, Leonor había adquirido
el carácter sumiso de su madre y Julio la arrogancia de su padre, lo
que provocó que poco a poco su vida se convirtiera en un infierno.
Las gentes del pueblo decían que las únicas tres veces que los
‘amantes’ se habían reunido en el lecho conyugal fue para
concebir a sus tres hijos. Leonor, celosa de todas las vecinas, no se
atrevía a callar los rumores, que cada vez se hacían más sonantes.
Esto provocó que Julio manchara la piel de su esposa de morado más
de una vez. Se sentía mejor cada vez que lo hacía. Aquella mujer
pagaba el pato por todas las veces que a Julio le insultaban en el
trabajo, o todos los comentarios dañinos que recibía de la gente
del pueblo.
Ajenos al Infierno
matrimonial y criados sin ver un solo beso de amor de sus padres, los
tres hijos de Julio y Leonor Santamaría crecieron con toda la
ilusión e inocencia que puede caracterizar a un niño. Román era el
mayor, seguido de Bianca y por último, Adriana. ¿Quién le iba a
decir a Julio que amaría tanto a su hija menor como si fuera su
propia vida? Ni podía imaginarse en aquellos tiempos lo que años
más tarde cometería contra su sangre en favor de su justicia
interior.
Román creció al
margen del cariño y del amor de su madre, quien lo rechazó. Dolido
por la ausencia y la ignorancia de Leonor, mi padre buscó amparo en
Julio, que parecía que se estaba ganando su corazón poco a poco,
expulsando los grandes encantos de Adriana lejos. Pero como dicen,
nunca la buena suerte nos acompaña a lo largo de nuestra vida
consecutivamente. Un día de verano, Adriana estaba jugando en el
jardín de su casa con una vecina muy amiga suya cuando su padre la
llamó para que entrara en casa. Cuando la pequeña se asomó por la
puerta, vio que un señor muy alto y con bigote le sonreía. Detrás
de él, un niño algo tímido y repeinado para detrás intentaba
ocultarse. A pesar de las insistencias de su padre de que estábamos
en familia y que no tenía porqué avergonzarse, Víctor Santamaría,
el primo de Román, Adriana y Bianca e hijo de Germán, no pronunció
apenas palabras durante la visita a la casa de sus parientes. Se
contaba por el norte que aquel crío había sido concebido por una
prostituta que no quiso saber nada más de él cuando nació. Su
padre, Germán, se hizo cargo de él a regañadientes. Poco después
no se supo nada más de aquella mujer. Unos decían que había muerto
de una enfermedad de transmisión sexual y otros rumoreaban que había
sido víctima de un homicidio callejero. La cuestión es que Víctor
creció sin madre, sin aquel referente del que tanto Adriana gozó.
Poco
a poco, y en las sucesivas visitas a la casa de los Santamaría,
Víctor perdió la timidez y ofreció confianza a sus primos y a sus
tíos, que estaban locos con él. Pero el tremendo cariño que
Adriana le tenía a su primo resultó ser peligroso cuando los dos
tenían diecisiete años. Un amor juvenil y puro se había formado
alrededor de sus corazones, manchando el honor de la familia al tener
la misma sangre corriendo por sus venas. A partir de entonces,
diseñaron un plan secreto para verse por las noches en la cabaña
donde se guardaban las herramientas y así satisfacer sus joviales
hormonas en una explosión de amor y placer. A pesar de la gravedad
del asunto, Adriana y Víctor nunca consideraron que estuvieran
haciendo algo malo; al revés. Pensaban que lo que sentían era amor
verdadero y que lo mejor era disfrutar de aquel sentimiento antes de
que sus cabellos se volvieran del color de la nieve y su piel se
pudriera.
Decididos a amarse
en secreto hasta que pudieran irse juntos lejos, llevaron a cabo su
plan. Si Adriana no tenía ningún problema en ir a la cabaña la
noche que fuese, lo que significaba que no había moros en la costa,
debía poner una flor del jardín, un plato con una media luna, que
simbolizaba la noche, y una medalla en forma de corazón, que había
pertenecido a su madre, en el mueble. Así, Víctor, cuando llegaba a
la casa de su amada, podía ver el mueble desde la ventana y divisar
los objetos. Si, por el contrario, había pasado algo y esa noche
Adriana no podía reunirse con Víctor, ella debía separar una de
las dos partes del colgante y llevárselo consigo. Casi todas las
noches, el chico visitaba a su prima y se aseguraba de que todos los
objetos estaban en su sitio. Una vez comprobado, corría a la cabaña
de las herramientas donde le esperaría el ángel de sus sueños. Le
encantaba perderse en aquellos labios del color de la amatista, y en
esos ojos que derramaban juventud. Su cuerpo era una senda de flores
que sólo él tenía el privilegio de besar y tocar hasta el
amanecer; hasta que el fuego de sus caricias se hiciera humo. Todas
las noches que llevaron a cabo la artimaña, las cosas salieron mejor
de lo que esperaban.
Menos una.
La noche en la que
Adriana no pudo consolidar su encuentro con su Víctor fue ese mismo
año, por la culpa de mi padre, Román. Él los había descubierto la
noche anterior, fundiéndose en besos y pequeños gemidos. Con miedo
de que su padre se enterara, aquella noche Adriana separó unas de
las partes del colgante y se la metió en el bolsillo. Se retiró a
su habitación después de cenar y llorando, intentó dormir. A la
mañana siguiente, sus hipótesis se volvían ciertas: Román, en ese
afán de fidelidad obsesiva a su padre, le había contado lo que
había visto en la cabaña. Pero Julio, algo incrédulo, prefirió
comprobar aquel relato con sus propios ojos, así que esperó a que
se hiciera de noche para perseguir a Adriana. Y efectivamente, le
hizo creer a su hija que dormía para que todo siguiera tan normal.
Descubrió su código de objetos en el mueble y la persiguió hasta
la cabaña, donde por el cristal de la ventana pudo verificar lo que
dijo su hijo Román. Esa noche, Leonor recibió una paliza que casi
le costó la vida. La rabia de su marido era invencible y estaba
dispuesto a acabar con todos. En silencio. Uno a uno. Antes de que la
noticia del incesto impregnara Vieira y todos los vecinos lo
estigmatizaran de por vida. Leonor, por su parte, activó su mente
para buscar una solución que evitara el objetivo principal de su
marido tras sorprender a su hija y su sobrino: acabar con ellos.
Definitivamente, Julio Santamaría había perdido la razón.
A
la mañana siguiente, Julio apenas probó bocado. Pasó todo el día
encerrado en su habitación, hablando solo y dando golpes sin
sentido. Las pocas veces que se dejaba ver aparecía con los dientes
manchados de sangre y cada vez más calvo. Leonor, muerta de dolor
por lo que estaba por venir, encargó veneno letal para las plagas a
un vecino y lo virtió en la copa donde Julio bebía siempre el vino.
Aquel monstruo, que había abandonado todo resto de corazón, alma y
humanidad, merecía morir. Y sería ella, la profeta de su desgracia,
la encargada de mandarlo al otro mundo.
Sin embargo, Julio,
enfermo de sospechas, obligó a Leonor a beber el vino primero. Como
era de esperar, la gran cantidad de veneno penetró en la sangre de
la desgraciada mujer y cayó agonizante al suelo, envuelta en
convulsiones y gritos. Adriana, ajena a todo lo que estaba pasando,
aprovechó la noche para ver a Víctor. Éste, al ver la perfección
de los elementos del mueble, corrió a los brazos de su prima, loco
de amor. Pero mientras los dos jóvenes sucumbian a los encantos del
placer, Julio, con los ojos inyectados en sangre y las ropas
desgarradas por sus ataques de rabia, impregnó la cabaña de madera
de gasolina y acto seguido le prendió fuego. Contempló como las
paredes de la cabaña guardaban los ecos de los arañazos de Adriana
y los gritos desesperados de Víctor. O como la diminuta ventana se
rompía, aunque no dejaba pasar nada más que el humo. Los alaridos
de dolor se penetraron en la mente de Julio. Nada se podía hacer con
los chicos. Diez minutos después sólo quedaba de ellos el triste
olor a quemado. Bianca y Román, aterrados, decidieron hacer sus
maletas para posteriormente ir al norte, donde su tío Fernando les
acogería y les libraría de la locura de su padre.
Ni siquiera Julio le
dio tiempo a la policía a que retirara aquellos cuerpos sin vida que
él había destruido: el de Leonor, que yacía en el salón
envenenada y sola, y el de su Adriana y Víctor, quemados vivos por
la locura de un padre influenciado por las voces eternas de Vieira.
Arrepentido de su crimen, recobró la razón en el último minuto y
rugió al cielo su destino. Empezaban a caer las primeras gotas de
lluvia de la noche y a oírse los truenos en las lejanías cuando
Julio Santamaría se precipitó desde el balcón del segundo piso.
El destino de los
demás quedó marcado por aquella mancha negra que había destrozado
los corazones de Adriana y Víctor. Germán se enteró de lo sucedido
por su sobrino Román, que junto a Bianca se trasladó a vivir con su
otro tío, Fernando. Envuelto en un estado de locura menor que su
hermano Julio, Germán se suicidó de un tiro en la cabeza por el
miedo al qué dirán y pidió a su mayordomo ser emparedado en el
segundo piso de la casa de los Santamaría con el fin de acelerar el
abandono de la finca y de atormentar las almas de todos los que allí
habitaban. Bianca rehízo su vida con Alejandro, con el que tuvo dos
hijos, vosotros, aunque ya oí que el cáncer se la llevó. Mi padre
también rehízo su vida con una mujer llamada Lara, mi madre, que
nunca creyó la fatídica historia de los Santamaría. Alejandro y
Lara permanecieron siempre al margen de aquella mancha; él por
desconocimiento y ella por ignorancia. Supongo que habría sido mejor
así. Sin embargo, mi padre no tuvo tanto suerte y los remordimientos
de culpa pudieron con él, suicidándose para jamás regresar a ese
mundo de los vivos que tantos problemas le había dado. De hecho, se
suicidó como lo habría hecho su padre años atrás.
Mi
padre también le contó la historia a Fernando, y él a mí. Y ahí
la historia hasta hoy. La casa ha permanecido abandonada todo este
tiempo. Nadie quiere saber nada. Los vecinos han inventado miles de
leyendas sobre este lugar, con el objetivo de ahuyentar a los
curiosos y aterrar a los turistas que año tras año veranean en la
costa de Vieira. Pero yo estoy segura que los retratos nunca mienten,
y que detrás de cada uno de los tres se guardan sus memorias y sus
tragedias, expectantes a que de nuevo otra persona en el futuro los
vuelva a sacar a relucir, para que nadie se olvide de la trágica y
tétrica historia de la familia Santamaría. >>
*
Juan y Dafne se
quedaron sin palabras. Ambos estaban llorando a lágrima viva cuando
Lucía pronunció sus últimas palabras que sentenciaban el final de
la historia. Ahora sabían el verdadero pasado de su madre, el porqué
nunca se había atrevido a decirles nada. El objetivo de Bianca era
mantener el secreto más negro de su familia escondido en lo más
profundo de su corazón, para que nadie sintiera el horror que vivió
ella en primera persona.
- Descubrimos los
restos óseos de Germán arriba, cuando Juan jugaba al fútbol.- dijo
Dafne, luchando por no mirar atrás. Sentía que la presencia de algo
sobrenatural la miraba desde la escalera.
- Esta casa está
maldita. Pero no creo que las almas que aquí descansan nos hagan
nada. Como ellos, estamos destinados a llevar la marca de los
Santamaría.- dijo Lucía observando el retrato de su padre.
El pequeño Juan
estaba temblando de miedo, mezcla de los ruidos que se oían en el
piso superior de la casa y de la historia que su prima Lucía acababa
de contar. Los tres quedaron mirando a los retratos de los hermanos.
Román, el más serio, adivinaba una muestra de arrepentimiento en
sus ojos. Bianca, la dulce y maternal mirada que con el tiempo el
destino le arrebató. Y la joven Adriana, presa de un amor imposible
que su misma sangre destruyó.
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