CONTIGO HASTA EL FINAL
Un
denso manto plateado adornaba los cielos de París aquella mañana.
Era temprano y el Sol amenazaba con no salir, evitando cumplir con su
función de cada día. Vincent observaba desde su sillón a la gente
pasar más allá de su jardín. La gente de la ciudad iba de un lado
para otro. París empezaba a funcionar. Algo raro en el cielo cambió
de repente mientras el anciano se entretenía mirando a sus vecinos
enfadarse con los primeros conflictos comerciales del día: estaba
lloviendo. Las gotas caían del cielo a una velocidad que a Vincent
le pareció increíble. Todas ellas se iban estampando contra el
cristal de la gran ventana del salón.
-
El perdón cae como lluvia suave desde el cielo a la tierra. Es dos
veces bendito; bendice al que lo da y al que lo recibe.
-
William Shakespeare.- dijo una voz entrando por la puerta. La mujer
que acababa de contestar a Vincent tenía una bandeja en la mano con
un café recién hecho. El olor de aquella magnífica esencia inundó
todo el salón. Vincent pudo notar como se le colaba por las fosas
nasales e impregnaba de placer su nariz.
-
Gracias por el café, Victoire.- agradeció el anciano, dirigiéndose
a la criada. Victoire le sonrió y se sentó a su lado. Vincent
seguía contemplando la lluvia, en silencio y agarrado a su bastón,
apoyado en el suelo. La criada intentó buscar en su mirada algo que
le preocupara, pero se dio cuenta de que Vincent siempre estaba
triste desde que le pasó aquello. Entonces comprendió que hasta el
final de sus días sería un hombre que miraría a la lluvia,
retándola, buscando venganza, como si las finas gotas que
sentenciaban su final en el cristal tuvieran la culpa de su
desgracia.
-
La señora está comportándose de manera extraña. Supuse que quería
ir a hacer sus necesidades, pero cuando fuimos al baño no hizo nada.
Tampoco es el hambre. Creo que le duele algo. Es mejor llamar al
doctor.
-
Te puedo asegurar que aunque yo esté bien, tanto ella como yo
sufrimos en silencio, Victoire.- dijo Vincent bajando la cabeza. La
criada se percató del tono de tristeza que el anciano había añadido
a sus palabras. Pensó que era mejor no decir ni una palabra más y,
recogiendo la bandeja y observando el café por última vez, abandonó
la habitación. Antes de cerrar la puerta del todo miró hacia la
ventana y después miró atentamente a Vincent. La última estampa
que tuvo de él antes de irse fue la de un anciano comenzando a
derramar lágrimas inevitables. Cuando Victoire abandonó la sala,
Vincent se sumergió en sus recuerdos, ante el amparo de la lluvia de
París.
La
vida de Vincent nunca fue agradable. Creció en Alemania, en un
orfanato sucio y lúgubre. Nada se sabía de sus padres. Algunos
decían que habían sido asesinados por unos empresarios que les
debían dinero. Otros comentaban de lado a lado que la muerte había
sido causada por un accidente de coche. No tenía familia, ni amigos.
La gente que le rodeaba se comportaba mal con él: le insultaban, le
pegaban y le humillaban, riéndose de él. El entretenimiento
favorito de los niños del orfanato era recordarle todos los días y
a todas horas lo solo que estaba, soledad que acabaría por marchitar
su infancia.
Cuando
cumplió dieciocho años, un hombre realmente extraño visitó el
orfanato por la noche. Era un día lluvioso y nublado. Vincent nunca
había oído hablar de él. A pesar de que el misterioso personaje
nunca desveló su identidad, el desgraciado chaval pudo salir del
infierno en el que había vivido toda su infancia y adolescencia.
Todos los intentos de saber su nombre fueron en vanos para Vincent.
Tras muchas veces insistiendo, el extraño se dignó a responderle al
chico, pero como era de esperar, con un nombre clave: Noir. Noir le
dijo a Vincent que lo llamaría así durante todo el tiempo que
estuviera con él, ya que, debido a deudas y problemas personales, lo
buscaban. Vincent pensó que esa podía ser la verdadera razón por
la cual Noir no desvelaba su verdadera identidad. En lo que se
refería a trato, el chico estaba muy contento. Noir lo llevó a su
mansión de París y lo instaló. El hombre no tenía familia y vivía
solo con su criada. Vincent había descubierto el verdadero sentido
de la libertad. Noir le daba todo lo que deseaba. Podía ir a los
sitios que quisiese. Podía hacer lo que le apeteciera. El mundo se
abría a un nuevo Vincent que estaba dispuesto a vivir su vida de
verdad, sin compañeros de orfanato que intentaran destruir su
existencia.
El
chico se rindió muy pronto a uno de los placeres que durante toda su
vida había sido un pecado mortal para él, siendo algo desconocido
para todos sus sentidos: el amor. Vincent se enamoró de una chica un
año menor que ella, pero ésta era muy egoísta e independiente y
debido a su trabajo de modelo, nunca disfrutaba de su intimidad con
Vincent. Éste, que trabajaba de periodista colocado por Noir,
pensaba que él era el culpable de todos los infortunios de su
relación con Mariela, que así se llamaba la individualista modelo.
Pasó el tiempo y Vincent se apartó cada vez más de Mariela,
dejándole espacio para lo que ella consideraba su vida: su imagen.
Con una punzada de dolor en el corazón, una noche fría de invierno
en casa de ella, la miró a los ojos y le expresó su desesperación
a través de su mirada. Mariela, confusa, no se daba cuenta de que
Vincent quería pasar más tiempo con ella y acabó por irse a su
habitación, rota en lágrimas. El chico sintió como si la lava de
un volcán en erupción le atravesase el cuerpo, quemando lo más
profundo de su alma. Mariela no quiso saber nunca más nada de él.
Para Vincent, el hecho de que la relación se acabara supuso un gran
alivio para él. Él la amaba, sí, pero ella no ponía de su parte
todo lo que a él le hubiese gustado. Más tarde comprendería que,
en realidad, ella no había hecho nada para resucitar la relación.
La
vida pasaba ante los ojos de Vincent como un huracán de
sentimientos. Le gustaba su profesión de periodista cultural.
Además, estaba muy contento con su sueldo y su nivel de vida. Había
dejado años atrás su búsqueda de la verdad por la identidad de
Noir. Se limitó a pensar que él lo había salvado de aquel infierno
que durante toda su infancia fue su prisión eterna, y que no tenía
derecho a violar la intimidad de su héroe. Aún así, durante toda
su vida, Vincent había pensado que Noir escondía secretos que ni
los más perspicaces detectives podían descifrar. Una vez, cuando el
aliento de la primavera estaba empezando a rozar las cálidas y
alegres flores del jardín de la mansión, Vincent descubrió a Noir
llorando en una de las habitaciones. Cayó en la cuenta de que
aquella misteriosa sala siempre había permanecido cerrada y pocas
veces había visto a Noir entrar en ella. Su héroe estaba doblando
un papel con delicadeza y lo estaba colocando dentro de un libro.
Vincent no podía descubrir de qué libro se trataba porque observaba
a Noir desde la puerta, que estaba entreabierta. Noir colocó el
libro en la estantería que tenía enfrente y se secó las lágrimas.
Se giró y apoyó las manos en la pared, rompiendo de nuevo a llorar.
La habitación estaba muy sucia y parecía una especie de escritorio
viejo. Había un cuadro que adornaba la pared del fondo. Noir se
acercó a él y lo acarició. El cuadro retrataba a una mujer
bellísima. Parecía como si hubiera sido engendrada por los mismos
ángeles. Vincent nunca había visto a aquella mujer de extrema
belleza ni había oído nunca su voz, pero aún así, se la imaginaba
como una melodía dulce y celestial, capaz de amansar hasta el más
temible de los monstruos. Noir se contuvo las lágrimas por segunda
vez.
-
Algún día lo encontrará, Isabelle.
Esas
palabras se quedaron grabadas en el corazón de Vincent para siempre.
Las lágrimas del hombre que lo había salvado y la intriga de la
carta que había introducido en el libro habían despertado en él un
torbellino de confusión que se acrecentó más cuando oyó el triste
tono de voz que Noir había dirigido al cuadro, que presentaba a la
preciosa Isabelle. ¿Quién era Isabelle? ¿Por qué Noir nunca le
había hablado de ella? ¿Qué se supone que se debe encontrar, y
quién lo debe hacer? La confusión, el misterio, la intriga y la
desesperación acabaron por acompañar a Vincent durante todo su
camino.
Poco
a poco los recuerdos de Isabelle y de Noir se fueron desvaneciendo de
la mente de Vincent, aunque recordaría los fósiles de aquellas
memorias por siempre. Noir murió una fría noche de invierno cuando
Vincent tenía treinta años. Había contraído una rara enfermedad
que los médicos no podían descubrir y murió en la cama rodeado del
único que le había hecho feliz en toda su vida: su hijo adoptivo
Vincent. Aquella noche sería recordada por todos los habitantes de
París. Una fuerte tormenta azotó la ciudad destrozando varias
estructuras y dañando a varia gente. Noir expiró tras caer un rayo
en la mansión que paralizó toda la electricidad, dejando la
vivienda a oscuras. Cuando Vincent encendió una vela, se dio cuenta
de que la de Noir se había apagado ya. Tapó con las sábanas a su
salvador después de besarle en la frente entre lágrimas. El
entierro fue unos días después. Sólo Vincent acudió con flores.
Nadie más se presentó. El chico heredó la mansión y todo el
dinero que tenía Noir en el banco bajo una cuenta falsa. Para
limpiar su nombre, Vincent pagó todas las deudas que Noir había
mantenido en vida tras descubrir unos papeles sobre su escritorio que
lo delataban. Vincent decidió buscar el libro que había alimentado
su misterio años atrás, el libro donde había escondido esa especie
de papel doblado. Giró el pomo de la puerta y comprobó, para su
sorpresa, que permanecía abierta. Había estado abierta desde el día
en que murió Noir. Vincent pensó que Noir sabía que iba a morir
pronto y dejó la tarea de buscar el libro a él, por lo que era el
elegido de encontrarlo. Tras repasar todos los libros de la
estantería y mirar las páginas una por una, Vincent se dio por
vencido al caer la noche. La habitación iluminada tenía mejor
aspecto que sin luz. El rostro de Isabelle brillaba unos metros más
allá, reclamando la presencia de Vincent. Éste se acercó al cuadro
y lo contempló. Isabelle seguía con la misma belleza que unos años
atrás, pura e inigualable. Pero había algo extraño en su rostro.
Vincent enfocó la mirada más detalladamente y un espantoso trueno
lo asustó. Tormenta de nuevo. Vincent se dio cuenta de que, aunque
pareciera increíble, Isabelle estaba llorando. El cuadro estaba
vertiendo lágrimas reales, tan líquidas como las gotas de lluvia
que se estampaban contra los cristales. Vincent corrió a enjugar
aquellas gotas de pena tan rápido como pudo. Mientras lo hacía, los
truenos y el sonido de la lluvia envolvían el ambiente en el viejo
escritorio. Isabelle lloraba. Lloraba por la muerte de Noir. Pero aún
así, la chica no perdía la belleza que la caracterizaba. Era
realmente hermosa cuando lloraba. Y ni los gritos del cielo ni la
lluvia egoísta interrumpían el llanto de Isabelle, el cual parecía
no tener fin. Vincent decidió abandonar el escritorio, dejando a
Isabelle cautiva de su silencio y víctima de su propia soledad
inerte.
La
vida de Vincent parecía llegar a su plenitud. A sus setenta y ocho
años, daba por perdida la posibilidad de encontrar el amor y
descifrar los secretos que formaban parte del mundo de Isabelle y
Noir. La muerte de Noir y el llanto de Isabelle resonaban en su mente
como melodías de luto. Todo era tristeza en su interior. Vivía con
su criada en la mansión, recluido de la sociedad y de los que
intentaban contaminarla. Había empezado a odiar a la gente de París.
Él mismo se daba cuenta de que se estaba convirtiendo en un viejo
asqueado y solitario, sin esperanzas de que su vida siguiera su curso
hasta el final de una forma decente.
Una
mañana de primavera, en la que el Sol brillaba en lo alto del manto
celestial como una gran luciérnaga llena de viveza, Vincent recibió
una carta que lo invitaba a asistir a una reunión de antiguos
compañeros de orfanato. Se preguntó cómo le habían localizado y
por qué le habían invitado a dicha celebración si él odiaba a
muerte a todos y cada uno de los niños que amargaron su existencia
durante toda su infancia. Vincent rajó la invitación en mil trozos
y la quemó después de hacerla una bola de restos de papel. El fuego
de la chimenea del gran salón se encargó de liquidar aquella
invitación que fue considerada por el anciano como una falta de
respeto y una burla imperdonable. Aún así, por la tarde se planteó
el ir o no. Aquellos niños habían hecho de él un infierno con
piernas, lo habían convertido en un ser despreciable durante su
niñez y sólo cuando Noir apareció, Vincent volvió a nacer.
Reclamando la venganza que le pertenecía, decidió acudir a la
reunión para restregarles a todos los antiguos alumnos del orfanato
lo feliz que era ahora, aunque su felicidad se hubiera esfumado años
atrás con la muerte de Noir. El sobre de la carta rezaba una calle
conocida por el anciano, a la que fue para iniciar su plan de ‘falsa
vida’.
-
Por aquí no se puede entrar, señor.- dijo una voz dulce a sus
espaldas cuando Vincent se disponía a entrar en la gran casa donde
se celebraba la reunión.
Cuando
Vincent se giró para ver quien le estaba hablando, su corazón
sintió una sensación extraña que le provocaba un gozo maravilloso.
Era como si el eco de las palabras de aquella joven que estaba
mirando fijamente se hubieran colado en su corazón, viejo y
desgastado, y le hubieran iniciado el reloj de la vida de nuevo. La
joven, de ojos azules y cabello moreno como el carbón que extraían
los mineros de las historias de los libros de Noir, le sonrió y le
condujo a la entrada de la casa, pues la que había decidido escoger
Vincent estaba bloqueada por derrumbe. Más tarde, ya en la reunión,
Vincent no solo consiguió despertar la envidia de sus antiguos
compañeros gracias a su eficaz arte para mentir, sino que también
consiguió averiguar el nombre de la chica que se había encontrado
en la puerta: Juliette. Era hija de un antiguo alumno del orfanato,
precisamente el que más odiaba Vincent: el viejo Isaac. Vincent
comparó la belleza de la joven Juliette con el retrato de Isabelle,
la supuesta amante o supuesta familiar del fallecido Noir.
Definitivamente no podían compararse porque cada una era preciosa a
su manera. Juliette, de ojos claros como el manantial cristalino que
una vez Vincent fotografió en uno de sus viajes, y labios finos,
impregnados de ternura. Isabelle, toda una hermosa mujer con una
mirada desafiante y dulce a la vez, que derramaba pasión por donde
quiera que deseara. A partir de ese día, Vincent no dejó de ver a
Juliette. Obtuvo su dirección y su teléfono, y aunque, no se
manejaba muy bien con los móviles, la llamó casi todos los días,
sin importarle la edad ni las circunstancias. Tenía una edad muy
avanzada y sentía que podía ser feliz los últimos años de su vida
con ella. ¿Qué más dará si ella tiene veinticinco o treinta, y él
setenta u ochenta? Lo importante es que Vincent se estaba enamorando
poco a poco de ella, a base de llamadas tiernas y paseos por los
Campos Elíseos, los alrededores de la Torre Eiffel y la catedral de
Notre Dame. Juliette, que sentía que Vincent presentaba una
mentalidad más joven de lo que aparentaba su físico, estaba muy a
gusto con el anciano. Nunca nadie la había tratado tan bien. Los dos
habían vuelto a nacer; y esta vez de verdad. Las tardes de café
eran interminables por las calles de París, desafiando a los
murmullos de la gente que veían con malos ojos la relación de
amistad. ¿Qué importaba si había amor? Un amor por parte de los
dos que ninguno se atrevía a confesar por miedo al rechazo.
-
¿Crees que la edad es un impedimento para el amor, Juliette?
-
No existen barreras para el amor, Vincent. Mirarán por las esquinas,
radiantes de envidia y de recelo. Pero la verdad es que…
-
No me importa.- dijo Vincent leyendo el pensamiento de Juliette, que
iba a decir exactamente lo mismo.
El
silencio reinó en el banco donde estaban sentados. Nada más hizo
falta para completar la escena. Nada más hizo falta para que Vincent
besara a Juliette apasionadamente, como si entregara su vida al alma
de la chica. En ese primer beso tierno y romántico iban lanzadas
como balas las palabras ‘soy feliz, tarde, pero lo soy.’ El
mundo se convirtió en un escenario de sensaciones para Vincent y
Juliette, cuyos paseos y escapadas románticas les hacían amarse
cada día más. A pesar de todo el cariño y toda la ternura que
desprendían, Agatha, madre de la chica, se oponía a la relación
tajantemente, ya que pensaba que una relación así solo llevaba a
desgracias y soledad por parte de Juliette, que tendría que hacer
frente a su dolor cuando Vincent no estuviera. A Juliette no le
importaba que Vincent fuera mayor o menor, solo se preocupaba por
hacerle feliz y pasar todos los días demostrándole a su madre que
el anciano era un hombre vivo desde que salía con ella, todo un
caballero que había vuelto a nacer y esta vez, mientras estuviera a
su lado, no envejecería por dentro. Y así, ante la mirada llena de
envidia de Agatha y la aprobación del viejo Isaac, que había
cosechado una amistad increíble con su yerno, Vincent y Juliette se
casaron en Roma dos años después de haberse conocido. Pero no
fueron las miradas de odio de la madre de la chica las que la
debilitaron meses después, sino una terrible enfermedad que la
mantuvo en cama por semanas. Cuando parecía recuperarse, volvía a
enfermar. Vincent sentía que la historia se volvía a repetir. La
enfermedad que se había llevado a Noir estaba marchitando los
pétalos de la juventud de su querida Juliette.
Vincent
despertó de sus recuerdos. Era de noche y seguía sentado
contemplando la lluvia, cuyas gotas habían sido testigos de
desgraciados sucesos de su vida muchos años atrás. Se levantó de
su asiento y cruzó el pasillo para ir al viejo escritorio. Mientras
cerraba las ventanas para irse a dormir, algo se oyó dentro de la
estantería. Los relámpagos iluminaron un libro que parecía querer
asomarse. Vincent lo cogió y pudo observar que un papel que le
resultaba conocido se cayó de su interior: una carta. Era la letra
de Noir. Vincent leyó las palabras de la carta una y otra vez, sin
dar crédito a lo que veía. Noir, el extraño desconocido que lo
cuidó durante toda su vida, era su padre. Según rezaba la carta,
Noir y su esposa, Isabelle, la madre de Vincent, habían escapado a
Rusia por problemas con la policía y las deudas. Vincent, dejando
caer las lágrimas por su rostro, miró por última vez el bello
retrato de su madre y abandonó la habitación.
Juliette
se encontraba medio dormida cuando Vincent abrió la puerta de su
habitación y se puso de rodillas a su lado. Parecía como si
Juliette estuviera inconsciente, con la pequeña diferencia de que
tenía los ojos abiertos. Nada se podía hacer ya.
-
¿Me oyes, preciosa?- le susurró Vincent acariciándole el rostro
entre lágrimas.
Vincent
le agarró fuerte la mano, dejando que sus lágrimas la mojaran
suavemente. Cuando el trueno más fuerte rugió en el cielo como una
explosión, Juliette cerró los ojos para siempre. Envuelto en
lágrimas y muerto de dolor, recordando sus viejos tiempos con su
Juliette, Vincent se acurrucó junto a la chica y se fue con ella. En
el escritorio, el retrato de Isabelle volvió a llorar.
Definitivamente, el amor no conocía barreras.
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