EL SECRETO DEL CLÉRIGO
Ignacio
recorría la iglesia al mismo tiempo que contemplaba los rostros de
las esculturas barrocas con cierta curiosidad. Con casi las luces
apagadas y con miles de sombras que bañaban toda la nave del
edificio, la iglesia parecía una cueva que hubiera servido de
refugio para algún animal salvaje. Subió al altar y observó la
inmensa cruz estampada en el retablo mayor, que sostenía el cuerpo
inerte tallado en madera de Jesucristo. Le dio la impresión de que
aquel día la imagen estaba rara, como si le hubiera pasado algo
extraño durante su ausencia. Se dirigió a la sacristía para
desvestirse de la casulla verde y soltó la pequeña Biblia que
llevaba entre las manos. Suspiró. La misa había llegado a su fin y
el descanso estaba servido. Aunque no descansaría mucho debido a que
tenía que organizar algunos papeles que habían llegado de la
diócesis.
Un
sonido brusco azotó la cabeza de Ignacio. Despertó enseguida,
mirando a su alrededor alarmado, como si hubieran lanzado una bomba a
su lado. Se dio cuenta de que tenía algunos folios en su regazo. Se
había quedado dormido. El pasillo que llevaba al altar estaba más
oscuro de lo normal. Se preguntó si las pocas velas que había
dejado encendidas en la nave estaban todavía iluminando la iglesia.
Cuando llegó al altar, un zumbido chocó en sus oídos provocándole
un inmenso dolor. El dolor se hizo cada vez más fuerte, y más, y
más. Ignacio cayó de rodillas frente al altar, bajo la mirada de
más de veinte santos que permanecían en silencio en el altar mayor.
El anciano se dio cuenta de que la inmensa cruz que adornaba el
retablo ya no estaba. Ni siquiera habían dejado el cuerpo del
Mesías. Con los ojos como platos y un terror enorme que le estaba
entrando por la garganta, Ignacio se levantó aún con el zumbido en
la cabeza e intentó salir de la iglesia. Alguien le estaba
persiguiendo. Cuando el sacerdote se disponía a salir por la puerta
para avisar a las autoridades de un posible ladrón en la casa de
Dios, una fuerza inexplicable se rio de su gravedad y lo lanzó
contra una columna. Dolorido y con los ojos medio cerrados, Ignacio
pudo observar como el cáliz que minutos antes había utilizado para
oficiar la misa estallaba en mil pedazos.
-
¡No estoy loco!- le gritó el anciano sacerdote a un agente de
policía horas más tarde.- Le digo que ese cáliz ha explotado solo
y que han robado la cruz que presenciaba el retablo mayor. ¡Y algo
me ha estampado contra una de las columnas! ¡Debe creerme!
-
Tomaremos nota de ello…- dijo el agente mirando al sacerdote como
si estuviera mal de la cabeza.- Buenas tardes, padre.
Días
después del extraño suceso, Ignacio se propuso olvidarlo de una vez
por todas y seguir con su vida normal y corriente. Era lunes y el día
estaba más tranquilo de lo normal. Ignacio supuso que los más de
siete mendigos que se acumulaban en las puertas de la Iglesia para
pedir limosna no vendrían aquella tarde. Algo le inquietaba. Al
principio creyó que lo que perturbaba su conciencia era la
tranquilidad aterradora que reinaba dentro del edificio. Luego cayó
en la cuenta de que por más que intentara olvidar lo ocurrido días
atrás, aquel extraño y paranormal suceso no se borraría jamás de
su mente.
-
Perdone, padre.- interrumpió una voz a las espaldas de Ignacio,
mientras éste pensaba en todo lo que había ocurrido mirando el
sitio vacío que había en el retablo del altar.
-
Buenas tardes, hijo. ¿En qué puedo ayudarte?- preguntó Ignacio con
la voz rasgada.
Frente
a él se encontraba un hombre vestido completamente de negro. Llevaba
corbata negra un poco más clara que el traje. Tenía los ojos claros
como la misma luz y el cabello rubio. Ignacio nunca había visto una
piel tan transparente como la de aquella persona. Los ojos felinos y
la mirada desafiante inquietaron al sacerdote. Algo le perturbaba de
aquel extraño, pero las palabras de éste le interrumpieron su
análisis.
-
Quería confesarme.- dijo el hombre de negro, arrastrando sus
palabras como si fueran bolas de billar. Su tono de voz era frío y
oscuro, como si no transmitiera ningún sentimiento a la hora de
hablar de confesarse con un sacerdote, como si no presentara culpa
ninguna. Ignacio solo veía en sus palabras seriedad.
El
sacerdote entró en el confesionario decidido a desenmascarar aquel
sentimiento que le confundía a la hora de hablar con el extraño.
Éste se puso de rodillas y clavó sus ojos fríos y abiertos, claros
como el agua cristalina, en la mirada de Ignacio, que empezaba a
perder la paciencia. El penitente murmuró unas palabras en voz baja,
ignorando al sacerdote, que se acercó a la rejilla para oír lo que
decía. Era latín.
-
Ave María Purísima.- dijo el penitente con lágrimas en los ojos.
-
Sin pecado concebida. Cuéntame tu perturbación, hijo.
-
Padre, estoy atormentado por el acto más vil que el hombre puede
cometer.- dijo el extraño con un tono de voz que volvió a ser frío
y sin sentimiento alguno, dejando a un lado las lágrimas.- Voy a
asesinar a una persona, padre. Y voy a asesinarla dentro de unos
días, de una forma horrorosa, inhumana. Pero debo hacerlo. En el
pasado tuve cuentas pendientes con él y debe morir. Debe morir para
que se haga justicia.
Ignacio
se quedó mudo. No daba crédito a lo que oía. Aquel hombre le
estaba contando que iba a matar a una persona dentro de unos días y
él no podía hacer nada. Maldijo una y otra vez su conversación con
aquel individuo que cada segundo que pasaba le perturbaba aún más.
El penitente se acercó a la rejilla y clavó sus ojos en el rostro
de Ignacio.
-
Benedictus
qui venit in nomine Domini.-
pronunció el hombre de negro acompañándose de una mueca que a
Ignacio le pareció una sonrisa de satisfacción.
El
extraño se levantó y sin ninguna palabra más se marchó. Ignacio
se quedó petrificado. No sentía las piernas y su mente estaba más
confusa que antes de la llegada de aquel hombre vestido de negro.
¿Cómo podía avisar a la víctima? ¿Cómo podía evitar el cruel
asesinato? Ese hombre que iba a ser asesinado iba a morir de una
forma horrorosa y en manos de ese misterioso extraño que minutos
antes había pisado la Iglesia para confesar su crimen preparado.
Ignacio entró de golpe a la sacristía y cogió el teléfono,
dispuesto a llamar a la policía. Cayó en la cuenta de que aquello
era secreto de confesión, pero no le importaba. Ignacio siempre
había valorado muchísimo la vida humana y creyó que aquel extraño
de negro podía ser perfectamente un asesino en serie o alguien
buscado por las fuerzas del orden. La policía no contestaba. Cuando
Ignacio parecía tener todas las esperanzas perdidas, alguien habló
desde el otro lado. El sacerdote contó su problema con la voz
entrecortada, dejando a flor de piel sus nervios y su confusión, que
se mezclaban en un torrente de emociones y miedo que no le dejaba
apenas hablar.
Más
de un mes pasó desde que aquel extraño penitente completamente
vestido de negro se confesó ante el padre Ignacio. Frecuentemente,
agentes de la policía vigilaban los exteriores de la iglesia y los
alrededores, aunque no creían al cien por cien las palabras del
anciano sacerdote, a quien tomaban por un hombre mayor que veía
alucinaciones debido a su avanzada edad. El sacerdote tuvo durante
algunos días pesadillas con el extraño que había visitado su
iglesia; horribles sueños que solo acababan con la muerte de él a
manos del derrumbe del propio edificio. También soñaba a veces con
un cajón forrado de tela morada, pero éste solo aparecía en un
fondo negro sin mostrar ningún lugar conocido.
Conforme
fueron pasando las semanas, Ignacio se concienció de que tenía que
seguir con su vida por muy difícil que le resultara continuar debido
a los extraños sucesos que le habían ocurrido en días anteriores.
Un día por la tarde, cuando el Sol se disponía a decir adiós una
vez más y el crepúsculo bañaba todo el horizonte, Ignacio salió
de la sacristía, donde había estado metido toda la tarde leyendo un
libro de historia que le había dejado su amigo unos días antes, y
se dirigió al altar para rezar como todos los días. Ahora que la
iglesia estaba tranquila y silenciosa, la soledad de uno mismo era el
mejor acompañante para estar en paz con Dios. Para su sorpresa, tres
ancianitas con velos negros y largos y ropajes antiguos y oscuros
estaban de rodillas ya allí, mirando hacia abajo y pronunciando
oraciones ininteligibles. Ignacio se acercó a las ancianas con gesto
de confusión, ya que había cerrado la Iglesia unas horas antes
para, precisamente, disfrutar de su persona. ¿Por dónde habían
entrado?
-
Perdonen, señoras. La iglesia ya se ha cerrado. Si son tan amables…
-
Esta es la casa de Dios.- se atrevió a replicar la más arrugada de
las mujeres.- Y Dios siempre tiene las puertas abiertas para
nosotras. Somos sus siervas.
Y
la mujer siguió rezando en voz baja y con la cabeza orientada al
suelo. Ignacio cerró los ojos y suspiró. Parecía que las otras
ancianas no se habían dado cuenta de nada. El sacerdote decidió
dejarlas en paz y seguir leyendo en la sacristía hasta que ellas le
dijesen que le abrieran la puerta para irse. Al llegar a su pequeño
espacio personal, Ignacio sintió que sus piernas no le respondían.
El zumbido de hace unas semanas había vuelto. Corrió a pedir ayuda
a las ancianas que se encontraban rezando en el altar, pero no había
nadie. Lo que si adornaba el suelo de la iglesia era sangre. Ignacio
se horrorizó y lanzó un chillido, que resonó en las paredes del
edificio. Las tres ancianas estaban colgadas de un retablo que daba
acceso a la capilla mariana. Ignacio no se atrevió ni a acercarse.
Contempló de rodillas el horror en la expresión de las tres mujeres
y se echó las manos a la cabeza. Hizo un amago de levantarse pero
cayó fulminado por una fuerza que lo empujaba hacia el suelo.
-
Nada de eso, padre.- dijo una voz fría a sus espaldas. Ignacio
reconocía esa voz; ya la había oído antes. Y precisamente no había
pasado mucho tiempo desde que la oyó por primero vez.
El
sacerdote se giró y contempló al hombre de negro y de piel
transparente como el cristal situado frente a él, mirándolo con
malicia y con una mueca de satisfacción. Daba la impresión de ser
un psicópata que se había escapado del manicomio. Ignacio intentó
con todas sus fuerzas ponerse de pie, pero no lo consiguió. Una
fuerza actuaba en contra de sus amagos y se encontraba totalmente
aprisionado al suelo, como si estuviera cautivo con cuerdas
invisibles.
-
La memoria de los justos será bendecida, pero el nombre de los
malvados se pudrirá.- dijo el penitente acercándose a Ignacio y
acariciándole el cabello. Las gotas de sudor resbalaban por el
rostro del sacerdote a una velocidad extrema. No conocía a aquel
hombre y sentía en su interior un miedo azotado por la
desesperación.- Proverbios 10:7.
Ignacio
seguía en silencio, avispado ante cualquier paso del misterioso
hombre.
-
Justos… ¿y quién es justo hoy en día? Pasando los muros de este
viejo e inservible edificio no hay más que hipocresía y miseria.
Unos padres que no cuidan de sus hijos, un gobierno que no se
preocupa por su pueblo, un inocente que se pudre en la cárcel sin
haber cometido algún crimen… ¿acaso esas personas creen en la
justicia?
Los
ojos del sacerdote empezaron a botar lágrimas de perdición. Estaba
sumido en la más profunda desesperación. Las ancianas habían
muerto de una forma horrible y él no había podido hacer nada. Solo
confiaba en que hubiera algún agente de policía fuera vigilando.
-
Pero claro.- continuó el penitente.- ¿Qué sabrá de justicia un
miserable como tú que se aprovecha de los sentimientos de los demás?
Un miserable que no deja que las personas que realmente necesitan
amor piensen por sí mismos. Siempre estará la garrapata Ignacio
para fulminar las vidas de los fieles…
-
Yo no obligo a nadie a creer en nada…- dijo Ignacio con la voz
entrecortada, sintiendo en su corazón una muestra de arrepentimiento
por lo que había dicho.
-
¿Ah no?- dijo el hombre de negro.- ¿De verdad que no? Eres muy
valiente, Ignacio. Pero eso no te hace huir de la verdad… ¡te lo
demostraré!
De
pronto, las paredes de la iglesia desaparecieron y todo se volvió
negro. Ignacio ya no veía a las ancianitas ni el retablo mayor.
Ahora estaba tirado en un suelo negro viendo como su persona y la de
aquel transparente y rubio hombre flotaba. El penitente rió y en el
momento en que su risa dejó de resonar en aquel espacio oscuro, la
iglesia volvió al lugar que le correspondía. Pero algunas cosas
estaban cambiadas. Ignacio no daba crédito a lo que veía. Había
viajado en el tiempo. Vio como un sacerdote mucho más joven que él
entraba al altar y se ponía de rodillas para rezar. Acto seguido,
las puertas de la iglesia se abrieron y una docena de jóvenes lo
saludaron.
-
Fíjate bien en esa gente, Ignacio. ¿Te suenan?
-
Sí…- se atrevió a decir el sacerdote, haciendo que de sus ojos
salieran todavía más lágrimas.
-
Esos chicos… ¿fueron tus…discípulos? Ellos no creían en ningún
dios y tú los convertiste. Pero ese no era tu propósito, ¿verdad?
No pretendías darles esperanzas de vida eterna o transmitirles
enseñanzas de Cristo. Tu único objetivo era el dinero y sobre todo,
recuperar tu honor por lo que hiciste. Pensabas que teniendo a gente
alrededor tuyo, tu nombre se limpiaría de una vez por todas, y si
eso traía consigo el dinero que les podías sacar para misiones de
caridad que nunca llegaron a ser, mejor, ¿no?
Ignacio
se preguntó como sabía aquel hombre todo eso. Cayó en la
conclusión de que eso solo podía ser un sueño.
-
Era joven. Necesitaba el dinero para buscarme la vida. Mi madre no
quiso saber nada de mi después de aquello… ¡creí que rodeándome
de amigos podría salir adelante! Es duro no tener ninguna persona en
quien confiar a los diez años. Era un apestado, y por eso decidí
confiar en alguien que sabía que siempre me perdonaría…
-
Dios.- sentenció el penitente, agarrándole la cara a Ignacio con
fuerza.
-
Exacto.- dijo el sacerdote librándose de las garras de aquel hombre.
-
Así no funciona el juego, padre. Las personas no son títeres. No
puedes usarlas para beneficiarte. No puedes usarlas para hacer como
que el asesinato de tu padre no ocurrió.
Ignacio
sintió como un escalofrío invadía todo su cuerpo. Aquel recuerdo,
aquel suceso, aquel horror…no podía soportarlo. No quería volver
a pensar en lo que le había atormentado todo este tiempo desde los
diez años. El misterioso hombre volvió a viajar en el tiempo y
reinó el orden.
-
Nadie tiene la culpa de la muerte de tu padre. Tú lo mataste. ¡TU
LE ROBASTE LA VIDA!- bramó el penitente haciendo que su voz resonara
por todo el edificio.
-
¡No! ¡No! ¡Fue un accidente! Estábamos limpiando las escopetas, y
yo quería jugar…yo no quería. ¡Quería ser como él de mayor! Me
sentía bien imitando a mi padre porque lo admiraba. Fue un
accidente...fue…oh…Dios, ¡Perdóname! ¡Perdóname!
-
Estás sentenciado.- dijo el misterioso hombre desde la penumbra de
la iglesia.- Nadie puede salvar tu alma condenada.
Ignacio
se puso de pie como pudo, resistiéndose a las fuerzas que lo
aprisionaban. Consiguió romper la barrera que lo mantenía cautivo y
echó a correr hacia la puerta de la iglesia. Mientras alcanzaba la
salida, las capillas y los retablos se iban derrumbando,
amontonándose los escombros en la puerta principal. El penitente
seguía quieto, clavado en el altar observando cómo su presa
escapaba. Ignacio decidió abandonar la iglesia por la sacristía,
que comunicaba con una salida exterior. A pesar de sus esfuerzos, al
llegar a ella se vio atrapado por las fuerzas que habían impedido su
movimiento en el altar. Entró a la sacristía arrastrándose por el
suelo y abrió un cajón de la mesa que había en el centro. El
cajón, forrado de tela morada, contenía un colgante de plata, único
recuerdo de su padre. Se abrazó a él y se acurrucó debajo de la
mesa, viendo como la sacristía empezaba a derrumbarse. Supuso que la
iglesia había llegado al fin de su existencia; la destrucción la
estaba consumiendo poco a poco.
El
penitente localizó a Ignacio y lo agarró del cuello, observando el
colgante del padre del sacerdote, que oscilaba en su pecho.
-
Los pecadores van al infierno, padre…- susurró el misterioso
hombre mostrando una sonrisita escandalizadora.
Poco
a poco, la habitación empezó a arder. Y no solo la sacristía. La
iglesia entera se cubrió de fuego. Ignacio vio como las llamas
destruían los documentos, los cuadros, los muebles, las figuras de
los santos…todo estaba perdido. Aquel era su final. Se abrazó al
colgante su padre mientras observaba como el penitente desaparecía
en el fuego. Pensó en el último recuerdo bonito que tenía de su
infancia: una estampa de él y su padre jugando a los policías.
Cerró los ojos y notó como alguien cogía su mano. Los abrió de
nuevo y se dio cuenta de que a su lado, en medio del fuego, una
especie de luz le acompañaba. Esa luz le emanaba una tranquilidad y
armonía insuperable. Entonces, sonriendo y volviendo a cerrar los
ojos para no abrirlos nunca más, se dio cuenta de que el único
amigo que había tenido en toda su vida le acompañaría hasta el
final.
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