martes, 25 de febrero de 2014

El secreto del clérigo



EL SECRETO DEL CLÉRIGO

Ignacio recorría la iglesia al mismo tiempo que contemplaba los rostros de las esculturas barrocas con cierta curiosidad. Con casi las luces apagadas y con miles de sombras que bañaban toda la nave del edificio, la iglesia parecía una cueva que hubiera servido de refugio para algún animal salvaje. Subió al altar y observó la inmensa cruz estampada en el retablo mayor, que sostenía el cuerpo inerte tallado en madera de Jesucristo. Le dio la impresión de que aquel día la imagen estaba rara, como si le hubiera pasado algo extraño durante su ausencia. Se dirigió a la sacristía para desvestirse de la casulla verde y soltó la pequeña Biblia que llevaba entre las manos. Suspiró. La misa había llegado a su fin y el descanso estaba servido. Aunque no descansaría mucho debido a que tenía que organizar algunos papeles que habían llegado de la diócesis.
Un sonido brusco azotó la cabeza de Ignacio. Despertó enseguida, mirando a su alrededor alarmado, como si hubieran lanzado una bomba a su lado. Se dio cuenta de que tenía algunos folios en su regazo. Se había quedado dormido. El pasillo que llevaba al altar estaba más oscuro de lo normal. Se preguntó si las pocas velas que había dejado encendidas en la nave estaban todavía iluminando la iglesia. Cuando llegó al altar, un zumbido chocó en sus oídos provocándole un inmenso dolor. El dolor se hizo cada vez más fuerte, y más, y más. Ignacio cayó de rodillas frente al altar, bajo la mirada de más de veinte santos que permanecían en silencio en el altar mayor. El anciano se dio cuenta de que la inmensa cruz que adornaba el retablo ya no estaba. Ni siquiera habían dejado el cuerpo del Mesías. Con los ojos como platos y un terror enorme que le estaba entrando por la garganta, Ignacio se levantó aún con el zumbido en la cabeza e intentó salir de la iglesia. Alguien le estaba persiguiendo. Cuando el sacerdote se disponía a salir por la puerta para avisar a las autoridades de un posible ladrón en la casa de Dios, una fuerza inexplicable se rio de su gravedad y lo lanzó contra una columna. Dolorido y con los ojos medio cerrados, Ignacio pudo observar como el cáliz que minutos antes había utilizado para oficiar la misa estallaba en mil pedazos.
- ¡No estoy loco!- le gritó el anciano sacerdote a un agente de policía horas más tarde.- Le digo que ese cáliz ha explotado solo y que han robado la cruz que presenciaba el retablo mayor. ¡Y algo me ha estampado contra una de las columnas! ¡Debe creerme!
- Tomaremos nota de ello…- dijo el agente mirando al sacerdote como si estuviera mal de la cabeza.- Buenas tardes, padre.
Días después del extraño suceso, Ignacio se propuso olvidarlo de una vez por todas y seguir con su vida normal y corriente. Era lunes y el día estaba más tranquilo de lo normal. Ignacio supuso que los más de siete mendigos que se acumulaban en las puertas de la Iglesia para pedir limosna no vendrían aquella tarde. Algo le inquietaba. Al principio creyó que lo que perturbaba su conciencia era la tranquilidad aterradora que reinaba dentro del edificio. Luego cayó en la cuenta de que por más que intentara olvidar lo ocurrido días atrás, aquel extraño y paranormal suceso no se borraría jamás de su mente.
- Perdone, padre.- interrumpió una voz a las espaldas de Ignacio, mientras éste pensaba en todo lo que había ocurrido mirando el sitio vacío que había en el retablo del altar.
- Buenas tardes, hijo. ¿En qué puedo ayudarte?- preguntó Ignacio con la voz rasgada.
Frente a él se encontraba un hombre vestido completamente de negro. Llevaba corbata negra un poco más clara que el traje. Tenía los ojos claros como la misma luz y el cabello rubio. Ignacio nunca había visto una piel tan transparente como la de aquella persona. Los ojos felinos y la mirada desafiante inquietaron al sacerdote. Algo le perturbaba de aquel extraño, pero las palabras de éste le interrumpieron su análisis.
- Quería confesarme.- dijo el hombre de negro, arrastrando sus palabras como si fueran bolas de billar. Su tono de voz era frío y oscuro, como si no transmitiera ningún sentimiento a la hora de hablar de confesarse con un sacerdote, como si no presentara culpa ninguna. Ignacio solo veía en sus palabras seriedad.
El sacerdote entró en el confesionario decidido a desenmascarar aquel sentimiento que le confundía a la hora de hablar con el extraño. Éste se puso de rodillas y clavó sus ojos fríos y abiertos, claros como el agua cristalina, en la mirada de Ignacio, que empezaba a perder la paciencia. El penitente murmuró unas palabras en voz baja, ignorando al sacerdote, que se acercó a la rejilla para oír lo que decía. Era latín.
- Ave María Purísima.- dijo el penitente con lágrimas en los ojos.
- Sin pecado concebida. Cuéntame tu perturbación, hijo.
- Padre, estoy atormentado por el acto más vil que el hombre puede cometer.- dijo el extraño con un tono de voz que volvió a ser frío y sin sentimiento alguno, dejando a un lado las lágrimas.- Voy a asesinar a una persona, padre. Y voy a asesinarla dentro de unos días, de una forma horrorosa, inhumana. Pero debo hacerlo. En el pasado tuve cuentas pendientes con él y debe morir. Debe morir para que se haga justicia.
Ignacio se quedó mudo. No daba crédito a lo que oía. Aquel hombre le estaba contando que iba a matar a una persona dentro de unos días y él no podía hacer nada. Maldijo una y otra vez su conversación con aquel individuo que cada segundo que pasaba le perturbaba aún más. El penitente se acercó a la rejilla y clavó sus ojos en el rostro de Ignacio.
- Benedictus qui venit in nomine Domini.- pronunció el hombre de negro acompañándose de una mueca que a Ignacio le pareció una sonrisa de satisfacción.
El extraño se levantó y sin ninguna palabra más se marchó. Ignacio se quedó petrificado. No sentía las piernas y su mente estaba más confusa que antes de la llegada de aquel hombre vestido de negro. ¿Cómo podía avisar a la víctima? ¿Cómo podía evitar el cruel asesinato? Ese hombre que iba a ser asesinado iba a morir de una forma horrorosa y en manos de ese misterioso extraño que minutos antes había pisado la Iglesia para confesar su crimen preparado. Ignacio entró de golpe a la sacristía y cogió el teléfono, dispuesto a llamar a la policía. Cayó en la cuenta de que aquello era secreto de confesión, pero no le importaba. Ignacio siempre había valorado muchísimo la vida humana y creyó que aquel extraño de negro podía ser perfectamente un asesino en serie o alguien buscado por las fuerzas del orden. La policía no contestaba. Cuando Ignacio parecía tener todas las esperanzas perdidas, alguien habló desde el otro lado. El sacerdote contó su problema con la voz entrecortada, dejando a flor de piel sus nervios y su confusión, que se mezclaban en un torrente de emociones y miedo que no le dejaba apenas hablar.
Más de un mes pasó desde que aquel extraño penitente completamente vestido de negro se confesó ante el padre Ignacio. Frecuentemente, agentes de la policía vigilaban los exteriores de la iglesia y los alrededores, aunque no creían al cien por cien las palabras del anciano sacerdote, a quien tomaban por un hombre mayor que veía alucinaciones debido a su avanzada edad. El sacerdote tuvo durante algunos días pesadillas con el extraño que había visitado su iglesia; horribles sueños que solo acababan con la muerte de él a manos del derrumbe del propio edificio. También soñaba a veces con un cajón forrado de tela morada, pero éste solo aparecía en un fondo negro sin mostrar ningún lugar conocido.
Conforme fueron pasando las semanas, Ignacio se concienció de que tenía que seguir con su vida por muy difícil que le resultara continuar debido a los extraños sucesos que le habían ocurrido en días anteriores. Un día por la tarde, cuando el Sol se disponía a decir adiós una vez más y el crepúsculo bañaba todo el horizonte, Ignacio salió de la sacristía, donde había estado metido toda la tarde leyendo un libro de historia que le había dejado su amigo unos días antes, y se dirigió al altar para rezar como todos los días. Ahora que la iglesia estaba tranquila y silenciosa, la soledad de uno mismo era el mejor acompañante para estar en paz con Dios. Para su sorpresa, tres ancianitas con velos negros y largos y ropajes antiguos y oscuros estaban de rodillas ya allí, mirando hacia abajo y pronunciando oraciones ininteligibles. Ignacio se acercó a las ancianas con gesto de confusión, ya que había cerrado la Iglesia unas horas antes para, precisamente, disfrutar de su persona. ¿Por dónde habían entrado?
- Perdonen, señoras. La iglesia ya se ha cerrado. Si son tan amables…
- Esta es la casa de Dios.- se atrevió a replicar la más arrugada de las mujeres.- Y Dios siempre tiene las puertas abiertas para nosotras. Somos sus siervas.
Y la mujer siguió rezando en voz baja y con la cabeza orientada al suelo. Ignacio cerró los ojos y suspiró. Parecía que las otras ancianas no se habían dado cuenta de nada. El sacerdote decidió dejarlas en paz y seguir leyendo en la sacristía hasta que ellas le dijesen que le abrieran la puerta para irse. Al llegar a su pequeño espacio personal, Ignacio sintió que sus piernas no le respondían. El zumbido de hace unas semanas había vuelto. Corrió a pedir ayuda a las ancianas que se encontraban rezando en el altar, pero no había nadie. Lo que si adornaba el suelo de la iglesia era sangre. Ignacio se horrorizó y lanzó un chillido, que resonó en las paredes del edificio. Las tres ancianas estaban colgadas de un retablo que daba acceso a la capilla mariana. Ignacio no se atrevió ni a acercarse. Contempló de rodillas el horror en la expresión de las tres mujeres y se echó las manos a la cabeza. Hizo un amago de levantarse pero cayó fulminado por una fuerza que lo empujaba hacia el suelo.
- Nada de eso, padre.- dijo una voz fría a sus espaldas. Ignacio reconocía esa voz; ya la había oído antes. Y precisamente no había pasado mucho tiempo desde que la oyó por primero vez.
El sacerdote se giró y contempló al hombre de negro y de piel transparente como el cristal situado frente a él, mirándolo con malicia y con una mueca de satisfacción. Daba la impresión de ser un psicópata que se había escapado del manicomio. Ignacio intentó con todas sus fuerzas ponerse de pie, pero no lo consiguió. Una fuerza actuaba en contra de sus amagos y se encontraba totalmente aprisionado al suelo, como si estuviera cautivo con cuerdas invisibles.
- La memoria de los justos será bendecida, pero el nombre de los malvados se pudrirá.- dijo el penitente acercándose a Ignacio y acariciándole el cabello. Las gotas de sudor resbalaban por el rostro del sacerdote a una velocidad extrema. No conocía a aquel hombre y sentía en su interior un miedo azotado por la desesperación.- Proverbios 10:7.
Ignacio seguía en silencio, avispado ante cualquier paso del misterioso hombre.
- Justos… ¿y quién es justo hoy en día? Pasando los muros de este viejo e inservible edificio no hay más que hipocresía y miseria. Unos padres que no cuidan de sus hijos, un gobierno que no se preocupa por su pueblo, un inocente que se pudre en la cárcel sin haber cometido algún crimen… ¿acaso esas personas creen en la justicia?
Los ojos del sacerdote empezaron a botar lágrimas de perdición. Estaba sumido en la más profunda desesperación. Las ancianas habían muerto de una forma horrible y él no había podido hacer nada. Solo confiaba en que hubiera algún agente de policía fuera vigilando.
- Pero claro.- continuó el penitente.- ¿Qué sabrá de justicia un miserable como tú que se aprovecha de los sentimientos de los demás? Un miserable que no deja que las personas que realmente necesitan amor piensen por sí mismos. Siempre estará la garrapata Ignacio para fulminar las vidas de los fieles…
- Yo no obligo a nadie a creer en nada…- dijo Ignacio con la voz entrecortada, sintiendo en su corazón una muestra de arrepentimiento por lo que había dicho.
- ¿Ah no?- dijo el hombre de negro.- ¿De verdad que no? Eres muy valiente, Ignacio. Pero eso no te hace huir de la verdad… ¡te lo demostraré!
De pronto, las paredes de la iglesia desaparecieron y todo se volvió negro. Ignacio ya no veía a las ancianitas ni el retablo mayor. Ahora estaba tirado en un suelo negro viendo como su persona y la de aquel transparente y rubio hombre flotaba. El penitente rió y en el momento en que su risa dejó de resonar en aquel espacio oscuro, la iglesia volvió al lugar que le correspondía. Pero algunas cosas estaban cambiadas. Ignacio no daba crédito a lo que veía. Había viajado en el tiempo. Vio como un sacerdote mucho más joven que él entraba al altar y se ponía de rodillas para rezar. Acto seguido, las puertas de la iglesia se abrieron y una docena de jóvenes lo saludaron.
- Fíjate bien en esa gente, Ignacio. ¿Te suenan?
- Sí…- se atrevió a decir el sacerdote, haciendo que de sus ojos salieran todavía más lágrimas.
- Esos chicos… ¿fueron tus…discípulos? Ellos no creían en ningún dios y tú los convertiste. Pero ese no era tu propósito, ¿verdad? No pretendías darles esperanzas de vida eterna o transmitirles enseñanzas de Cristo. Tu único objetivo era el dinero y sobre todo, recuperar tu honor por lo que hiciste. Pensabas que teniendo a gente alrededor tuyo, tu nombre se limpiaría de una vez por todas, y si eso traía consigo el dinero que les podías sacar para misiones de caridad que nunca llegaron a ser, mejor, ¿no?
Ignacio se preguntó como sabía aquel hombre todo eso. Cayó en la conclusión de que eso solo podía ser un sueño.
- Era joven. Necesitaba el dinero para buscarme la vida. Mi madre no quiso saber nada de mi después de aquello… ¡creí que rodeándome de amigos podría salir adelante! Es duro no tener ninguna persona en quien confiar a los diez años. Era un apestado, y por eso decidí confiar en alguien que sabía que siempre me perdonaría…
- Dios.- sentenció el penitente, agarrándole la cara a Ignacio con fuerza.
- Exacto.- dijo el sacerdote librándose de las garras de aquel hombre.
- Así no funciona el juego, padre. Las personas no son títeres. No puedes usarlas para beneficiarte. No puedes usarlas para hacer como que el asesinato de tu padre no ocurrió.
Ignacio sintió como un escalofrío invadía todo su cuerpo. Aquel recuerdo, aquel suceso, aquel horror…no podía soportarlo. No quería volver a pensar en lo que le había atormentado todo este tiempo desde los diez años. El misterioso hombre volvió a viajar en el tiempo y reinó el orden.
- Nadie tiene la culpa de la muerte de tu padre. Tú lo mataste. ¡TU LE ROBASTE LA VIDA!- bramó el penitente haciendo que su voz resonara por todo el edificio.
- ¡No! ¡No! ¡Fue un accidente! Estábamos limpiando las escopetas, y yo quería jugar…yo no quería. ¡Quería ser como él de mayor! Me sentía bien imitando a mi padre porque lo admiraba. Fue un accidente...fue…oh…Dios, ¡Perdóname! ¡Perdóname!
- Estás sentenciado.- dijo el misterioso hombre desde la penumbra de la iglesia.- Nadie puede salvar tu alma condenada.
Ignacio se puso de pie como pudo, resistiéndose a las fuerzas que lo aprisionaban. Consiguió romper la barrera que lo mantenía cautivo y echó a correr hacia la puerta de la iglesia. Mientras alcanzaba la salida, las capillas y los retablos se iban derrumbando, amontonándose los escombros en la puerta principal. El penitente seguía quieto, clavado en el altar observando cómo su presa escapaba. Ignacio decidió abandonar la iglesia por la sacristía, que comunicaba con una salida exterior. A pesar de sus esfuerzos, al llegar a ella se vio atrapado por las fuerzas que habían impedido su movimiento en el altar. Entró a la sacristía arrastrándose por el suelo y abrió un cajón de la mesa que había en el centro. El cajón, forrado de tela morada, contenía un colgante de plata, único recuerdo de su padre. Se abrazó a él y se acurrucó debajo de la mesa, viendo como la sacristía empezaba a derrumbarse. Supuso que la iglesia había llegado al fin de su existencia; la destrucción la estaba consumiendo poco a poco.
El penitente localizó a Ignacio y lo agarró del cuello, observando el colgante del padre del sacerdote, que oscilaba en su pecho.
- Los pecadores van al infierno, padre…- susurró el misterioso hombre mostrando una sonrisita escandalizadora.
Poco a poco, la habitación empezó a arder. Y no solo la sacristía. La iglesia entera se cubrió de fuego. Ignacio vio como las llamas destruían los documentos, los cuadros, los muebles, las figuras de los santos…todo estaba perdido. Aquel era su final. Se abrazó al colgante su padre mientras observaba como el penitente desaparecía en el fuego. Pensó en el último recuerdo bonito que tenía de su infancia: una estampa de él y su padre jugando a los policías. Cerró los ojos y notó como alguien cogía su mano. Los abrió de nuevo y se dio cuenta de que a su lado, en medio del fuego, una especie de luz le acompañaba. Esa luz le emanaba una tranquilidad y armonía insuperable. Entonces, sonriendo y volviendo a cerrar los ojos para no abrirlos nunca más, se dio cuenta de que el único amigo que había tenido en toda su vida le acompañaría hasta el final. 

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