EL
ROMANCE DE APOLO
En
mi búsqueda por encontrar nuevas gentes y plasmarlas en mi mente, me
adentré en un lugar al que llamaban jardín azul, cercano al hogar
de los dioses, el monte Olimpo. El jardín azul era una pradera con
tonos azulados que adornaba la ladera que subía a la morada de los
inmortales. Escondiéndome entre los arbustos para que ningún dios
que merodeara por allí me viera, me digné a buscar nuevas aventuras
para contarlas después a las gentes del pueblo y así quedar
satisfecho de mi trabajo continuo.
Paseaban
por allí dos jóvenes desnudos cuya única prenda de vestir era el
color verde azulado que impregnaba la tierra. Uno era muy alto y
robusto, pero mantenía el rostro de un ángel. Sus ojos eran azules
y a veces brillaban a la luz de Sol. Su cabello dorado le daba la
apariencia de Eros, aunque él era demasiado robusto como para ser el
dios del amor. Muy pronto me di cuenta de que estaba describiendo
cautelosamente al mismísimo dios Apolo, todopoderoso de la belleza,
la luz y las artes. Sus relucientes dedos entonaban una alegre
melodía musical al tocar la lira, instrumento que dejaba embelesado
al acompañante del dios. Éste era muy moreno y tenía el cabello
liso y largo. Sus ojos verdes se fusionaban con los de Apolo al
cruzarse las miradas, recreando el color azulado del prado. Era menos
alto que el dios y más delgado. Juraría que hubiese creído que era
una mujer si no fuera por ciertos encantos que mantenía sin tapar
tan libremente. Llevaba un disco entre los dedos, aferrado a su
pecho. Apolo se dirigía a él como Jacinto.
Y
ahora que me doy cuenta, oí algo por tierras macedonias de un héroe
llamado Jacinto, hijo de la musa Clío, la musa de la historia, y del
rey de Esparta, Ébalo. Eran muchos los rumores que circulaban
alrededor del joven, como su supuesto atracción por los chicos.
Rumores que iban y venían por toda Grecia. Me di cuenta de que los
jóvenes no tenían ningún pudor en andar libremente por el prado,
sin miedo a encontrarse a alguien o a lo que pudieran decir los
demás. Parecía que Jacinto estaba embobado con el dios Apolo. Se
comportaba como si el dios fuera su hermano mayor, aunque claramente,
los dos sentían algo más que amistad o hermandad por la forma en la
que se trataban.
-
¡Ven, vamos a jugar al disco!- exclamaba Apolo, cogiendo el disco
que Jacinto llevaba entre las manos. Éste se sobresaltó y se
sonrojó al ver correr a su amado.
Muchísimas
historias de amor he presenciado hasta ahora, pero ninguna tan dulce
y tan bella como la de estos dos jóvenes. La verdad es que
presenciar una escena así supera incluso a los relatos que yo mismo
escribí en mi Odisea o en mi Ilíada. La diosa Afrodita se
inclinaría ante estos dos jóvenes si tuviera la oportunidad de
observarlos en toda su inocencia y pureza natural como yo lo estuve
haciendo. Jacinto se posicionó unos metros más separado de Apolo y
éste levantó la mano para advertirle al joven que el disco
empezaría a volar en breve. Y así, los dos jóvenes, entre
diversión y puro amor, pasaron media mañana tirándose el disco el
uno al otro, siendo víctimas del placer de la naturaleza y de la
comodidad tanto por parte del dios de la luz como por el héroe
divino.
Tras
casi todo el día observándolos, acepté la posibilidad de que no se
cansaran jamás de jugar al disco. Pero es que eran tan dulces, tan
tiernos, tan delicados cuando estaban juntos y se miraban con brillo
en los ojos, que no quise irme hasta que ellos se fueran primero.
Entonces me di cuenta de que empezaba a anochecer y yo ya no estaba
solo entre aquellos arbustos del jardín azul. Alguien más espiaba
en secreto a Apolo y Jacinto, escondido entre las hierbas para que
ellos no lo vieran. Me acerqué un poco más a los jóvenes para
comprobar qué intruso se atrevería a molestarlos con sus malas
intenciones o simplemente, con su mirada oculta y discreta. Sentado
más adelante y reflejado por La Luna, Céfiro contemplaba a los
jóvenes con una eterna discreción. Mantenía un extraño semblante.
Parecía triste. Quise hablar con él y romper parte del silencio,
pero no me atreví a que mis palabras rompieran el velo de la
prudencia.
-
No puedo soportarlo…- susurraba Céfiro. Sus palabras se perdían
en las risas de gozo de Apolo y Jacinto, que veían como anochecía
mientras seguían jugando al disco.
Parecía
que Céfiro se había dado cuenta de mi presencia, pero no quise
desafiar al tiempo y quise pensar que tan solo estaba hablando
consigo mismo en voz alta. Céfiro se mantenía callado la mayor
parte del tiempo. A veces soltaba unas frases que no venían a cuento
con la escena y otras reflejaba los celos que sentía por Apolo en
pequeños ataques de furia, sin romper el silencio. El joven estaba
enamorado de Jacinto y no sabía cómo decírselo.
-
Duele ver con tus propios ojos como el amor de tu vida disfruta de su
felicidad en brazos de otro que no eres tú.
Quise
seguir la conversación de Céfiro como si yo fuera su conciencia.
Parecía que el joven se dejaba llevar y no me preguntó de dónde
había salido o que estaba haciendo allí con él. Solo necesitaba
hablar. Al mismo tiempo que me dirigía fugaces miradas, agarraba con
fuerza una flecha que tenía en la mano y su arco.
-
Sí, supongo que debe doler. Nunca estuve tan enamorado como para
afirmártelo.
-
En estos momentos me pregunto si alguna vez me recordará. Si
recordará aquellos momentos tan felices que pasamos los dos, aunque
no mostráramos amor en ellos.
-
Los recuerdos que aparecen una vez en tu mente se quedan para
siempre.- contesté, intentando animar al pobre muchacho, que cada
vez apretaba más el arco.
Hizo
un amago de levantar el arma, pero prefirió ser prudente. Mientras
tanto, Apolo seguía jugando con Jacinto, y esta vez tocaba la lira
mientras su joven amado recogía el disco a la luz de la Luna. Céfiro
acumulaba más y más rabia cada vez que le lanzaba una mirada de
odio irremediable a Apolo, que seguía disfrutando con su amante.
-
Jacinto me rechazó. Prefirió quedarse con un dios. Supongo que
Apolo se fijó en él y lo sedujo con su belleza y con esa odiosa
lira que siempre lleva consigo. Su luz le deslumbró y se enamoró
perdidamente de él, dejándome a mí al margen y tirando todos
nuestros recuerdos al averno. Puse todas mis esperanzas en él, todas
mis fuerzas. Nunca me cansé de luchar por lo que más quería.
Cuando amas a alguien no te importan las barreras ni los obstáculos
que se pongan en medio. Siempre tienes la suficiente voluntad para
pasar por encima de ellos. Me llevé una gran decepción, es obvio.
No tuve lo que siempre quise, mis fuerzas me abandonaron. Supuse que
no valía la pena seguir luchando ya que nunca podré competir con un
dios. Y ahora me conformo con verlos, ya sea juntos o a Jacinto por
separado. Quiero asegurarme de que está bien, de que ese dios no le
hace nada malo. Jacinto es un joven inocente y delicado. Quiero
protegerlo.
Me
quedé mirando a Céfiro un buen rato, comprendiendo cada palabra que
decía por la boca. Era evidente que el joven amaba a Jacinto con
todas sus fuerzas pero no podía hacer nada, ya que Apolo había
ganado la batalla y había conquistado al inocente chico.
Me
di cuenta de que, a veces, el amor puede no ser correspondido de la
manera más humillante posible. Y que los recuerdos que uno vive con
una persona al fin y al cabo se esfuman si no son recordados. Observé
a Céfiro en silencio, compadeciéndome de él al mismo tiempo que
derramaba lágrimas de rabia y perdición, seguramente preguntándose
a sí mismo el por qué de su condena. De repente, se levantó de un
salto y se secó las lágrimas con la manga de su túnica. Miró a
Apolo con rivalidad y empuñó su arco más fuerte que nunca. El dios
estaba a punto de lanzar el disco a Jacinto. Quería impresionar a su
amante con sus mejores habilidades para el deporte. Jacinto, desde el
otro lado, contemplaba a Apolo con fascinación, maravillado por la
luz y la virilidad que desprendía. Céfiro miró a Jacinto y le
susurró un ‘Te quiero’ que se pudo comparar con los acordes del
silencio. Puso la flecha en el arco y estiró de éste, apuntando a
Apolo mientras se concentraba en acertar en su objetivo.
-
¡No! ¡No lo hagas! ¡Para!- grité, sabiendo que no serviría de
nada, pues Céfiro tenía sus metas muy claras.
En
el mismo momento que Apolo lanzaba el disco, Céfiro le disparaba la
flecha. Pero ésta no hirió al dios, sino que fue a parar al disco,
que se desvió y golpeó a Jacinto, que también quería impresionar
a Apolo preparándose para recibir el disco de una manera deportiva.
Jacinto contempló el disco en el suelo, segundos después que le
golpease. Las piernas empezaron a no responderle y de su cabeza brotó
una sangre color carmín que llamó la atención de Apolo. El dios se
abalanzó sobre su amante viendo que éste estaba a punto de
desplomarse y lo refugió entre sus brazos, que poco a poco se
llenaban de sangre proveniente del cráneo de Jacinto. El impacto del
disco había sido tan brutal que el joven sentía como poco a poco su
cuerpo dejaba de funcionar. Apolo, entre lágrimas, abrazó a Jacinto
con toda la fuerza con la que se puede abrazar a una persona, roto de
dolor y sintiéndose culpable por lanzar el disco. Pero su
culpabilidad desapareció cuando vio una flecha en el suelo. Entonces
lo entendió todo.
Jacinto
murió tras mirar por última vez a los ojos al que había sido su
compañero sentimental más fuerte. Apolo sintió como el rostro de
su amante empezaba a volverse frío y oscuro respecto a la calidez y
la viveza que había mantenido durante todo el día. Depositó el
cuerpo en el suelo y se limpió las lágrimas, que no paraban de
salir de sus ojos. Se dirigió a donde nos encontrábamos Céfiro y
yo y me empujó brutalmente, tirándome al suelo y lanzándome una
mirada de odio.
-
Quise impedirlo…- dije con la voz entrecortada.
Apolo
colocó su mano sobre el cuello de Céfiro, que se delataba a si
mismo sujetando el arco. Céfiro, que todavía no podía creer lo que
había hecho, reconoció que había sido él. Después de su
conmoción, volvieron a brotar lágrimas por su rostro, esta vez de
arrepentimiento. Céfiro había matado a la persona que amaba.
Intentó liberarse del dios, que le aprisionaba el cuello con
intención de acabar con él, pero lo agarraba demasiado fuerte.
-
Es doloroso ver como lo más importante que tienes en la vida se
desvanece en tus brazos, Céfiro. ¡Y tú has acabado con él! No
tenías suficiente con perder esta guerra, sino que también querías
marchitarle su vida. ¡Los pétalos de su juventud nunca lo harán! Y
por eso…te condeno eternamente a renunciar al tacto, para que no
puedas dañar a nadie más nunca.
Céfiro
notó que la mano de Apolo se volvía cada vez más fría. Emitía
una luz intensa proveniente del brazo. Poco a poco el cuerpo de
Céfiro empezó a desintegrarse. Solo quedó de él la voz. Entonces
entendí que el dios Apolo lo había convertido en viento, un
elemento inofensivo que no dañaría jamás a ninguna otra criatura.
Céfiro vociferó y cada vez que gritaba, una ráfaga de viento
azotaba el jardín azul. Se depositó sobre el cuerpo de Jacinto, que
yacía entre la oscura hierba de la pradera, iluminada por la Luna.
El
dios Apolo utilizó el poder de su luz una vez más para mojar sus
dedos en la sangre de Jacinto. El joven yacente también estaba
empezando a cambiar de aspecto. Pero esta vez no se convirtió en
algo inmaterial como Céfiro, sino en una bella flor morada que
relucía bajo las estrellas. Apolo decidió llamar a esta preciosa
flor Jacinto en honor a su amado, y derramó unas cuantas lágrimas
sobre sus pétalos para que nadie la pudiera arrancar de allí ni
dañarla.
-
Mis lágrimas serán mi protección sobre ti. Tu luto estará tatuado
en mi piel para toda la eternidad. Nadie podrá olvidarse de ti.
Entonces
me cubrí de nuevo entre los arbustos, aprovechando la distracción
de Apolo y seguí observando la escena antes de marcharme. El jacinto
relucía en la noche y Apolo lo velaba. El viento de Céfiro se
depositó sobre la flor, dotándola de su seguridad y protección. Y
así fue como comprendí que Apolo convirtió a Céfiro en viento no
solo para que no dañara a nadie, sino también para que protegiera
al jacinto con su brisa, ya que el dios de la luz se había
compadecido de él y comprendió su rabia por sentir amor por alguien
que ya era amado.
Y
así me marché al amanecer, contemplando por última vez el jacinto,
que hasta ahora era la flor más bella que jamás he conocido. Decidí
escribir esta historia con toda la belleza y la delicadez de la que
se me dotó. De todas las historias de amor que he presenciado o he
vivido, sin duda la de Apolo y Jacinto fue la más sincera y honesta
de todos los tiempos.
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