EL
CAFÉ DE LOS GENIOS
Estaba
todo oscuro cuando abrí los ojos. Después una ráfaga de luz pasó
delante de ellos y me encontré en una calle muy lúgubre. No tenía
ni idea de donde estaba. Tampoco tenía idea de por qué había
llegado hasta allí y qué me había pasado. Quise creer que era un
sueño, pero era tan real que empecé a preguntarle a mi mente un
millón de preguntas sin sentido.
-
¡Cervezas gratis por ser el cumpl…!
Delante
de mí había un café ambientado en el siglo diecinueve. Las
ventanas estaban un poco gastadas y la puerta fue lo que más me
llamó la atención, principalmente porque de ella salían frases a
gritos que no se acababan. Algo me decía que debía de entrar a
aquel sitio, pero todavía no estaba seguro de si dar el paso. Quise
investigar un poco los alrededores, pero solo encontré callejones
sin salida y sin gente. Parecía que el bullicio se concentraba en
aquel sitio.
-
¡Solo sé que no hay vino!- exclamó una voz rara.
Me
pareció que esa frase me sonaba de algo, pero a la vez, que no la
había oído en mi vida. Sobre la puerta había un gran cartel que
rezaba: ‘café de Vetusta: comparte opiniones’. Las voces no
dejaban de aumentar de tono. Parecía que una pelea se estaba
disputando en el interior del café. Entré en uno de mis arrebatos,
sin ser consciente de lo que hacía. De todas formas no había nada
que temer si todo eso se trataba de un sueño.
Cuando
estuve adentro, vi inmediatamente que el panorama que allí se
respiraba no era muy normal. Había mucha gente sentada por las
diferentes mesas. Aquellas personas me sonaban todas pero no tuve la
impresión de haberlas conocido directamente en persona. ¿Y si eran
famosos? Entré con miedo, ya que toda aquella atmósfera me
inquietaba un poco. Se respiraba un aire tenso muy poco típico de
los tranquilos cafés de mi ciudad. Daba la sensación de que todo el
mundo había parado de discutir para ver que había entrado alguien.
De hecho, creo que así fue.
-
¡Vaya, vaya! ¿Pero a quién tenemos aquí? ¡Un nuevo cliente!-
exclamó el camarero extrañándose de que hubiera entrado alguien
que no fuera alguno de los ya presentes.
El
café tenía siete mesas. Dos de ellas estaban sin ocupar. Reconocí
de inmediato a todos los ocupantes de las restantes. En una mesa se
encontraban Miguel Ángel, Rafael Sanzio y Leonardo Da Vinci,
tranquilos. Al parecer, eran los únicos que conservaban la calma en
aquel sitio, ya que hablaban tranquilamente sin que mi presencia les
perturbara. En la mesa de al lado se encontraban Platón y Nietzsche,
enfrentados con los puños en la mesa y cara a cara. Al parecer,
Sócrates, que no podía afrontar la borrachera que llevaba encima,
se había agarrado a la mano de Platón y había caído al suelo
dormido. Otra mesa tenía el privilegio de contar con el gran William
Shakespeare, que conversaba furioso con Goethe y Miguel de Cervantes.
Velázquez, Picasso y Tomás de Aquino ocupaban otra mesa cercana a
los artistas del Cinquecento. La última mesa la ocupaban Víctor
Hugo, Franz Kafka y Lord Byron. En la barra se encontraban
animadamente Gustavo Adolfo Bécquer y Ramón María del
Valle-Inclán. Todos volvieron a sus disputas cuando me senté en una
de las mesas que quedaban sin ocupar. Oí perfectamente la pelea que
estaban protagonizando Velázquez con Picasso, que mostraban el ceño
fruncido ante la serena mirada de Tomás de Aquino.
-
¡Esto es intolerable! ¿Cómo os atrevéis a manchar la historia de
la pintura de esta forma? ¡Lo que pintáis no tiene sentido! ¡Para
saber pintar hay que mostrar la calidad de la realidad!
-
Exagerado. Realmente exagerado.- se defendía Picasso, que no se
molestaba en conservar la calma.
-
No entiendo cómo se os ocurrió pintar a mujeres de las tribus
africanas tan deformes. ¡Sólo os falta pintar el fondo parecido a
una selva! Aunque claro está, ¡no sabremos si es una selva o no!
-
Señor Velázquez. Preocúpese de que la enana de sus meninas no
salga en la selva como pieza de caza de la tribu que dice usted.
El
pintor barroco se levantó de un salto y ardió en rabia. Su bigote
se puso puntiagudo y apretó los puños más que nunca. El color de
su rostro se asemejaba a un verdadero tomate. Picasso pensó que
sería el nuevo color de su curiosa paleta.
Era
evidente que Velázquez criticaba el arte cubista del pintor
malagueño, aunque a Tomás de Aquino, que contemplaba la disputa con
desilusión, le pareció que eran celos obvios, según la lectura de
su mirada. Se levantó como si se estuviera aburriendo demasiado y se
marchó, despidiéndose del camarero con una mueca de asco. El
camarero, que parecía que no había conocido el agua en toda su
vida, fregaba los vasos con tanta desilusión que sólo le faltaba
tener una manta de lana para dormir encima de la barra y no atender a
sus obligaciones. Velázquez, por su parte, rompió a llorar de rabia
y también se marchó al ver que Picasso cruzaba la puerta acompañado
por Salvador Dalí, que acababa de recoger al pintor.
-
¡En la ruina! ¡En la ruina estoy!- se lamentaba Sócrates, que se
acababa de despertar.
-
¡Cierra el pico de una vez, viejo pesado!- exclamaba Nietzsche desde
la otra mesa.
Sócrates
abandonó el café más borracho de lo que estaba cuando entré. La
tranquilidad y el orden del Renacimiento parecían personificados de
la mano de sus artistas más famosos, que reían con simpatía en la
otra mesa, dialogando con delicadeza y armonía. Me pareció que
estaban discutiendo de una manera más suave. Sin duda, eran los más
silenciosos de todo el café, aunque Miguel Ángel parecía más
enfadado de lo que aparentaba. Estaba a punto de levantar la voz.
-
…y así queda justificado mi argumento sobre el mundo sensible. No
es de fiar, hazme caso. ¡Los griegos sabemos más de este tema,
somos más sabios! El mundo de las Ideas es el único mundo
verdadero, origen del Bien.- le decía Platón desde el otro lado del
café a Nietzsche.
-
¡Prejuicios! ¡Inseguridades!- chillaba Nietzsche con aires de
superioridad.- Así nunca llegaréis a ser niños.
-
¿Niños? ¿Para qué necesito ser un niño?
-
¡Amigo, mío! ¡El espíritu primero tiene que ser pasar de ser un
camello sumiso a un león valiente que lucha por lo que él mismo
piensa y no por lo que piensen los demás! Finalmente, será un niño
lleno de felicidad y que ha aprendido a valerse por sí mismo.
-
Debes admitir que mi pensamiento ha causado una revolución
metafísica impresionante. Es obvio que esa es la verdad.- dijo
Platón.
-
Si quieres ver las estrellas del Bien puedo darte un puñetazo con el
brazo de mi David, Platón. ¡Entonces sí que será tu cara
sensible!- gritó Miguel Ángel volviéndose.
Platón
enmudeció con las palabras del artista. Nietzsche estuvo a punto de
ensordecer a todo el café con una carcajada tremenda, pero prefirió
callarse. Aún así, rió por lo bajo de una forma descarada.
-
Es evidente que no voy a seguir en este café que solo piensa que
este mundo es la verdadera realidad. ¡Maldita apariencia colectiva!-
sentenció Platón. Y acto seguido se levantó y se marchó del
establecimiento. Nietzsche quiso pedir más vino, pero el camarero le
dijo que aquel lugar era un café y que sólo tenía alcohol
limitado. También se disculpó por el escándalo de la pelea. El
camarero no le hizo caso y siguió con el tema del vino, argumentando
que todo lo que había quedado se encontraba en el estómago de
Sócrates. Nietzsche suspiró y pidió un café.
Hacía
un rato había pedido un vaso de leche bien caliente, pero el
camarero seguía a su rollo, así que lo volví a intentar. Tras
algunas voces, me lo sirvió. Me daba la impresión de que a veces me
ignoraba para escuchar las conversaciones de los demás. Aunque era
inevitable, ya que las peleas parecían festivales. Kafka había
optado por intimar en su mundo interior mientras Víctor Hugo le
hablaba incesantemente. Lord Byron los observaba mientras se retocaba
el cabello. Algo llamó la atención de Kafka, que dio un sobresalto.
-
¡Es él! ¡De nuevo! ¡Puedo oír sus patitas!
Miré
al suelo, pues sus ojos estaban clavados en él, pero no vi nada que
pudiera perturbar aquel tenso ambiente más de lo que estaba. De
pronto, Kafka se levantó y pisó algo tan fuertemente que retumbó
en todo el café. Lord Byron se asomó por debajo de la mesa y rio al
comprobar que la víctima de Kafka había sido un pobre escarabajo.
-
¡Ajá! ¡Vuelves a tener la misma mala suerte! ¡Y esta vez no me
pesa la culpa de haber acabado contigo!
-
Definitivamente, el mundo está lleno de locos miserables…- dijo
Víctor Hugo dando un suspiro, viendo que todo lo que le había
hablado a Kafka no había servido para nada. Byron se levantó de un
salto y miró a Kafka con una mirada de soslayo, contemplando el
cuerpo aplastado del insecto. Después volvió a reírse.
¿Estaba
rodeado de locos? La única muestra de cordura la encontré en
Cervantes, que se estaba peleando con Shakespeare y Goethe porque
éstos estaban comiéndose sus pastelitos. Shakespeare parecía el
que más sentía haberle robado al escritor su comida. Goethe, por su
parte, insultaba a Cervantes con ímpetu:
-
¡Más te vale devolverme los dulces si no quieres acabar con una
pistola en la cabeza como uno que yo me sé!
Harto
de voces, decidí sentarme en la barra para alejarme de las peleas
que reinaban en las mesas. Allí, sentados en los taburetes, se
encontraban Bécquer y Valle-Inclán, tomando un café con una
tranquilidad que asombraba. Pero el jaleo no tardó en llegar a mis
oídos, puesto los dos empezaron una disputa en segundos.
-
¡Nada como un café bien caliente, señor barbas!- dijo Bécquer,
riendo con la taza de café en la mano. El camarero le lanzó una
mirada de complicidad.
-
¿Dónde está tu respeto? ¡Demasiadas golondrinas tienes en la
cabeza, Gustavo! Es hora de que aceptes que el café frío es una
maravilla.- argumentó Valle-Inclán.
Empecé
a sentir repugnancia por toda la gente que se encontraba en el local.
Discutían por tonterías y no paraban de argumentar cosas absurdas.
No entendía nada. Definitivamente, aquello me estaba trastornando
demasiado. Me puse las manos sobre la cabeza y decidí cerrar los
ojos para volver a mi mundo, un mundo donde nadie tenía cuentas
pendientes con escarabajos para así acabar con ellos o un mundo
donde nadie estrellara una escultura en la cabeza de otro que pensara
que el mundo en el que vivíamos no era real.
En
ese momento, algo cambió el rumbo de mi mente. Una mujer, con una
corbata bastante larga, entró en el café y se sentó en la mesa que
yo acababa de desocupar. Su sonrisa me causó una sensación de
bienestar increíble. Vestía sencillo y humilde. Me acerqué a ella
hipnotizado por su buen ambiente, cuya esencia tranquilizó a todo el
café.
-
Es increíble que usted haya calmado a todos estos salvajes…- le
dije. Ella se limitó a sonreírme.
-
Simplemente, creen que lo que hacen es lo correcto. Pero nadie hace
lo correcto. Ni nadie sabe lo correcto.
Tras
quedarme minutos analizando su rostro medio envejecido, supe que era
Gloria Fuertes. Me dijo que era mejor no hacerle caso a lo que hablen
los demás, que debemos ir en nuestro camino sin desviarnos.
-
La vida es un cuento. Y tú puedes hacer de esa ficción una realidad
maravillosa.
Quedé
embelesado por sus palabras. Desprendía una armonía increíble.
-
Tenlo en cuenta, Amor.
Desde
ese momento, quedé impresionado de por vida. Algo produjo un rayo de
luz que me volvió al vacío. Mis ojos se volvieron a llenar de
oscuridad. Había aprendido mucho aquel día, aunque, aquella mujer…
¿Cómo supo mi nombre?
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