EL
AMARGO SABOR DEL FRACASO
Salía
de casa a las doce de la noche. La calle principal estaba totalmente
a oscuras y hacía un frío terrible. El manto gigante de la penumbra
se fundía con el cielo aquella madrugada. Solo dos farolas medio
encendidas alumbraban la gran avenida. Santiago andaba lentamente,
con un cigarrillo medio apagado entre los labios. El frío le estaba
congelando de una forma que creyó morir. La calle, desierta, no
escuchaba los lamentos de Santiago; permanecía callada, acogiendo el
eco de las pisadas del joven desgraciado. Una niebla espesa lo cubrió
por completo, colándose entre su cabello desaliñado y su gabardina
vieja. Llevaba el móvil en la mano. Aunque decidía guardarlo en el
bolsillo todas las veces que él considerara oportuno, nunca dejaba
de encender la pantalla y mirarla. ¿Dónde estaba aquella llamada
perdida, o ese mensaje que tanto esperaba? Pensó que se había
esfumado con el bullicio que horas antes había adornado la calle
principal. O quizás se escondía entre la niebla, callado y
paciente.
Los
ojos de Santiago estaban hinchados de tanto llorar para nada. Las
comisuras de la boca estaban agrietadas, gastadas. Tenía la nariz
herida, como si se hubiera golpeado. Su cabello desaliñado y sucio y
su aspecto de vagabundo sin pretender serlo se perdían entre la
niebla, que cada vez que se hacía más densa. Su expresión era de
derrota, de fracaso absoluto. Santiago se sentía perdido,
desesperado. Sus gritos de silencio se ahogaban por la calle a medida
que andaba, nervioso por encontrar algún sitio donde perderse para
siempre. Cuando iba a doblar la esquina para buscar su paraíso
infernal, Santiago observó que alguien le estaba mirando fijamente.
Sus ojos se clavaron de inmediato en una mujer que se encontraba
sentada entre algunas bolsas de basura. Su aspecto era muy
desagradable, con heridas abiertas por todos lados. Si él no se
hubiera dado cuenta de que ella emitía extraños sonidos y
parpadeaba, habría creído que estaba muerta. Estaba medio desnuda y
tenía algo en su regazo. Al principio creyó que era comida de la
misma bolsa de basura, pero se dio cuenta de que era un bebé. La
mujer lo movía entre sus delicados y sucios brazos. Santiago se
acercó un poco más. El bebé estaba dormido, pero tenía en el
rostro una expresión rara. Pudo comprobar que los sonidos que emitía
la mujer eran versos en forma de nana. Algo paralizó al chico, que
cada vez se acercaba más para contemplar la dulce escena: el bebé
estaba muerto. Santiago notó que sus piernas no le respondían. El
niño no respiraba y su blancura demostraba que aquel ser pequeño y
bello no pertenecía al mundo de los vivos. Santiago observó a la
madre, que seguía cantando como si su niño pudiera oírla con sus
pequeños oídos. Algo dentro hizo que su corazón explotara en
compasión y lástima. Aquella mujer no se daba cuenta de que su hijo
no estaba vivo.
-
Señora, su bebé…
-
Lo sé.- pronunció la mujer arrastrando las palabras como si fueran
cadenas de agonía.- Mi niño se ha ido. Pero no por eso no merece
que le cante con mi mejor canción. Él permanece en mi corazón. Ahí
sigue con vida.
Para
su sorpresa, Santiago se incorporó de nuevo y observó a la mujer
con pena. Había creído por un momento que estaba loca, pero no,
sabía que su hijo ya era inerte. De pronto, de los ojos de la mujer
empezaron a brotar lágrimas. Santiago no sabía qué hacer. La
tristeza de la mujer se unía a la fría noche y al silencio de la
calle. Sólo sus sollozos cubrían el ambiente a miseria y penumbra.
Santiago no sabía qué hacer para consolarla, pues se encontraba de
pie, quieto, petrificado ante semejante escena. A veces contemplaba
el cadáver, con la esperanza de que todo fuera una pesadilla y que
estuviera vivo, pero nada: el niño no se movía.
-
Me niego a irme sin ayudarla.- se atrevió a decir tras algunos
minutos de desesperación, pues su fatiga se lo estaba comiendo por
dentro.
-
Nadie puede ayudarme.- se lamentó la mujer, que parecía haber
probado demasiado pronto el sabor de la despedida.- Moriré aquí con
él. No quiero abandonarlo. No ahora. Desde que nació estuvo entre
mis brazos, calentito. Yo lo protegeré de esta noche, y mañana por
la mañana me habré ido con él a donde esté. Y ya no habrá dolor
para nadie.
Las
lágrimas de la mujer cesaron. Se acurrucó con su bebé entre las
bolsas de basura, dejando ver sus heridas a la luz de la Luna.
Santiago, por su parte, apagó el cigarrillo y lo tiró. Se puso de
rodillas y depositó sus manos en ellas. Después bajó la cabeza y
cerró los ojos, inclinándose ante aquella mujer que parecía perder
el aliento en cada mirada que lanzaba a su hijo, preocupándose más
por él, que ya no vivía, que de ella, que faltaba muy poco para que
dejara de hacerlo.
La
madrugada parecía llegar a su momento de más intensidad. La
oscuridad iba tragándose la luz restante que mantenía vivo el débil
ajetreo de la ciudad. Santiago siguió su rumbo, perdido entre la
niebla. Se aseguró de no pensar en aquella mujer y su bebé muerto,
pero le era inevitable hacerlo. Se arrepintió y se sintió culpable
de no poder haber hecho nada por aquellas personas, que se entregaban
poco a poco al amparo de la noche. Cuando dobló la esquina, algo le
llamó la atención desde lejos. La calle donde se encontraba estaba
completamente vacía y los periódicos volaban al compás del aire,
deleitándose tras un leve y escalofriante ruido provocado por el
viento. Una luz brillaba a lo lejos y parecía como si se moviera.
Santiago, confuso por el movimiento de aquel destello, decidió
correr para averiguar tal enigma. Para su sorpresa, se encontró a
una figura tirada en el suelo bañada en un charco color carmín:
sangre. Una persona estaba herida en el suelo, y, a su lado, otra
levantaba un cuchillo en alto que brillaba a través de la niebla.
Santiago descubrió la procedencia de la luz.
-
¡Quieto! ¡No lo hagas!- gritó el joven errante, intentando parar
al hombre que sujetaba el cuchillo con las manos.
-
No hay nada que hacer. Es demasiado tarde. Lo maté.
Santiago
volvió a sentir la misma sensación de parálisis que había sentido
cuando había visto morir a la madre con su niño. Esta vez, una
bocanada de rabia le subió por el esófago. Había presenciado un
asesinato en medio de la calle, desierta, y de noche. Pensó que si
quedaba allí parado, aquel hombre acabaría también con su vida.
Sería mejor echar a correr antes de que el cuchillo se abalanzara
sobre él, causando otra desgracia que acabaría con su propio
aliento. O quizás, en vez de intentar cometer otro delito contra la
vida humana ajena, aquel hombre se suicidaría, arrepentido por lo
que había hecho. Miles de posibilidades llamaron a la puerta de la
mente de Santiago, asumiéndolo en una fatiga increíble que provocó
que empezara a sudar.
-
Era mi hermano.- se atrevió a decir el asesino contemplando el
cadáver.
-
¿Por qué acabaste con él?
-
Se fugó con mi esposa. ‘Escapada romántica’.- dijo el hombre
con un tono de asco que a Santiago le pareció desagradable.- Éste
era un desgraciado. Creo que la muerte es demasiada tranquilidad para
él. Tenía que haberlo torturado, ¿no crees? Ese sí que sería un
buen castigo…torturarlo hasta la muerte. Sufrimiento, dolor…
Aquel
hombre arrastraba las palabras como si fuera una serpiente. Santiago
no daba crédito a lo que oía. Estaba ante un psicópata que
disfrutaba haciendo planes de tortura fallidos. Por un momento pensó
que dicha tortura podría ser practicada con él para otras posibles
víctimas, pero el aspecto amenazante de su receptor, que parecía
que en cualquier momento se iba a abalanzar a degollarle con el
cuchillo, le atemorizó aun más, haciéndole olvidar aquellas
conclusiones.
-
¿No te parece buena idea?- preguntó el asesino, esperando con
impaciencia la respuesta de Santiago, como si dependiera de ella.
-
Estás loco.- dijo Santiago expresando lo primero que se le vino a la
mente, sin tener en cuenta el riesgo que corría.
El
asesino se abalanzó sobre él y le bloqueó los brazos, colocándole
el cuchillo frente a los ojos. Su mirada era la más temible que
Santiago había visto jamás. Era como si una bestia feroz se le
hubiera echado en lo alto, arrollándole todo el poder de sus
sentidos. Santiago se sentía prisionero de un desconocido, cautivo
hasta desde sus propias fuerzas para contraatacar. Sacó la voluntad
de algún sitio inimaginable y se quitó al asesino de encima,
arrojándolo brutalmente a un lado. Santiago comprendió que lo que
había hecho había sido su perdición: ese era su final. En
cualquier momento, el psicópata se le echaría encima y lo bañaría
en sangre con puñaladas.
Pero
el hombre no se movió. Permaneció en el suelo. Santiago se acercó
con cuidado al cuerpo paralizado del asesino, intentando encontrar
algún rastro de consciencia. Pero no se movió nada. Algo le pareció
extraño: el cuchillo no se encontraba a su lado. Santiago se imaginó
lo peor que se podía imaginar. Para confirmar sus temibles
sospechas, levantó el cuerpo y pudo observar el cuchillo clavado en
el corazón de aquel hombre, con un charco de sangre debajo. Había
matado a su propio verdugo. La suerte le había acompañado esta vez
pero no sabía si era mala o buena. ¿Qué debía de hacer ahora?
¿Eso era lo que se sentía tras haber matado a una persona
accidentalmente? Intentó barajar las distintas posibilidades. Por un
lado, el asesino había matado a su hermano y se merecía ese final.
Por otra, Santiago le había arrebatado la vida a una persona. Era un
accidente, pero no era ninguna pesadilla: lo había matado de verdad.
El horror empezó a subir por el esófago de Santiago. No sabía qué
hacer, estaba completamente aterrorizado. Por un momento había
olvidado la desdicha de la mujer y su problema inicial, el que
ocupaba toda su mente minutos después de salir de casa.
La
niebla pareció disiparse. Santiago caminaba más hundido que antes.
La carga emocional que se había adentrado en su mente debido a lo
ocurrido aquella noche estaba acabando con él poco a poco. La mujer,
el niño, el asesino, el cadáver de su hermano, el intento de acabar
con su vida… ¿Qué más podía ocurrir? Se había convertido en
asesino en cuestión de un cuarto de hora y se sentía frío,
distante de todo lo que le rodeaba, y sobre todo diferente. Caminó
un poco más y encendió otro cigarrillo, envuelto en nervios. Entró
a un bar solitario y lúgubre, cuyas luces iluminaban los rastros de
la niebla, que se iba perdiendo poco a poco en la oscuridad de la
noche.
-
¿Qué le pongo, señor?- dijo el camarero arrastrando las palabras.
-
Un café. Bien cargado.- respondió Santiago, sentándose en un
taburete y sacando el móvil para retornar a su pensamiento inicial.
Por
más que miraba la pantalla, no aparecía ninguna llamada perdida,
ningún mensaje o ningún rastro que le asegurase que todo estaba
bien. Su cabeza estaba dando vueltas a toda velocidad. Reflexionó
sobre qué pensaría Sara si supiera que Santiago era un asesino. Lo
odiaría aún más de lo que le odiaba. Se agitó el cabello. El
camarero, con gesto sombrío y mirada diabólica, le puso el café
ardiendo. Realmente daba miedo verlo mientras limpiaba los vasos. El
bar estaba solo; no había ni un alma. Santiago pensó que esa era
una de las peores noches de su vida, y una de las más extrañas…
-
¿Esperando señales de vida?- dijo el camarero sin mirar a Santiago,
que se frotaba el cabello mientras metía la cabeza entre sus brazos,
cuyos codos estaban apoyados en la barra.
-
No quiere saber nada de mí…- dijo Santiago con un tono de
desesperación que le causó sorpresa.
-
Podemos cometer un error en segundos- siguió el camarero parando de
limpiar. Dirigió su mirada a Santiago, que seguía cabizbajo y sin
ánimos, mirando de vez en cuando la pantalla del móvil para
recobrar la esperanza- pero remediarlo nos lleva años y años,
incluso siglos. Y cuando creemos que todo está bien, volvemos a caer
en la misma piedra. Así funciona la vida humana: una cadena de
fracasos infinitos.
-
Ahora no me llama. Ni me manda algo para saber que está bien. Me
arrepiento tanto de haber pagado mi inseguridad con otro cuerpo…
-
Amigo, bienvenido al mundo de la noche. Este bar está casi siempre
desierto. A veces salgo a la calle a mirar por los alrededores.
Mendigos, desgraciados, ladrones, muertos de hambre que se dedican a
la delincuencia, niñatos…la noche es un refugio para todos ellos.
Por el día se equivocan, huyen de los problemas. La noche les da
amparo y silencio, lo que ellos necesitan para protegerse en su
tormento. No se dan cuenta de que son fracasados; no aceptan la
derrota, y por eso buscan oscuridad para ocultarse.
-
Supongo que formo parte de ellos ahora que he vuelto a caer en la
misma piedra.
El
camarero se paró en seco. Miró fijamente a Santiago y se acercó
con expresión de que le contara más detalles. Le habló de la mujer
moribunda entre las bolsas de basura, de la nana y de su niño
muerto. También le mencionó al asesino y a su hermano, y el crimen
que había cometido sin querer. Después del relato el camarero
frunció el ceño.
-
Tranquilo. Hoy en día a la mayoría de asesinos los dejan sueltos
por las calles. Y ellos corren a refugiarse en la noche, ocultándose
de todo.
-
Yo no quería…
-
Silencio. Oigo algo.- dijo el camarero dejando el trapo encima de la
barra y saliendo de ella, atravesando la puerta para ver lo que
sucedía. Intento llamar la atención de Santiago, que seguía sumido
en sus pensamientos. Éste se dio cuenta de que todas las personas
que había visto aquella noche habían probado el sabor tan amargo de
la derrota: la mujer y el niño, el asesino y su hermano…todos
habían muerto, sin la oportunidad de arreglar los errores que habían
cometido. Seguramente la mujer murió por desatenderse a ella misma y
descuidar a su pequeño excepto cuando lo veía todo perdido en el
último minuto. El asesino estaba cegado por los celos y acabó con
su hermano, lo que le produjo una increíble rabia que pagó con
Santiago, que a su vez acumuló una aberración más: asesinar a una
persona. La desesperación y el sufrimiento personal pusieron al
chico en una agobiante situación. El camarero seguía captando su
atención.
-
¡Corre, rápido!- exclamaba desesperado.
Santiago
fue a ver. No podía creer lo que veía. A lo lejos, casi al final de
la calle, alguien idéntico a él llevaba a Sara en brazos. Ésta
lloraba y pataleaba, como si no quisiera ir con su portador. Santiago
se dio cuenta de que quien llevaba a la chica en brazos era él
mismo. Corrió, gritando desesperado, sin nada que perder. Pero su
doble corría más y más rápido y los gritos de horror de Sara se
hacían más fuertes, hasta que se distorsionaron de una forma que se
convirtieron en berridos extraños, como de monstruo.
Santiago
abrió los ojos. Miró a su alrededor. Estaba tendido sobre la cama,
vestido con una camiseta de manga corta y un pantalón largo a modo
de pijama. La luz del Sol entraba por la ventana. Sara apareció por
la puerta con el desayuno y una de sus mejores sonrisas.
-
¿Cómo ha dormido mi príncipe?
Santiago
se dio cuenta de que todo había sido una pesadilla. Parecía todo
tal real que le costó despertarse. Abrazó a su novia y la besó
suavemente, como si quisiera disfrutar de sus besos lo máximo
posible, como si quisiera parar el tiempo para nunca más hacerlo
volver.
-
Nunca te dejaré ir. Te lo prometo. El simple hecho de pensar que te
puedo perder me hace convertirme en un monstruo. No puedo vivir sin
ti. Si me faltas, soy solo un fracasado…
-
Nunca me perderás, Santi.- dijo Sara con una sonrisa.- Prometido.
Y
diciendo esto Sara se abrazó a su chico, sonriendo mientras cerraba
los ojos fuertemente. Santiago recordó el consejo del camarero y
decidió eliminar las piedras de su camino. La buena suerte le había
dado un aviso. No tendría tanta fortuna la próxima vez, cuando los
errores le atormentaran de verdad.
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